Audiencia General del último miércoles de octubre de 2017del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigida al buen ladrón. Detengámonos un momento en esta escena. En la cruz, Jesús no está sólo. Junto a Él, a la derecha y a la izquierda, están dos malhechores. Tal vez, pasando delante de esas tres cruces izadas en el Gólgota, alguien exhaló un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a muerte a gente así.
Junto a Jesús esta también un reo confeso: uno que reconoce haber merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el “buen ladrón”, el cual, oponiéndose al otro, dice: nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones (Cfr. Lc 23,41).
En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se realiza lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «fue contado entre los culpables» (53,12; Cfr. Lc 22,37).
Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús lo promete a un “pobre diablo” que en la madera de la cruz ha tenido la valentía de dirigirle el más humilde de los pedidos: «Acuérdate de mí cuando entrarás en tu Reino» (Lc 23,42).
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal, al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo (Cfr. Lc 18,13).
Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al hijo prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo (Cfr. Lc 15,20). ¡Este es Dios: así nos ama!
El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frio y las tinieblas.
Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza.
Y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de nada, no veremos más de manera confusa. No lloraremos más inútilmente, porque todo es pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor no, es lo que queda. Porque «el amor no pasará jamás» (Cfr. 1 Cor 13,8).
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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