jueves, 29 de marzo de 2018






Misa Crismal: “La cercanía es la clave del evangelizador” (Homilía del Papa)

Misa Crismal celebrada en la Basílica de San Pedro

El Papa Francisco ha presidido la Misa Crismal 29/3/2018 © Vatican Media
El Papa Francisco ha presidido la Misa Crismal 29/3/2018 © Vatican Media
(ZENIT – 29 marzo 2018).- El Santo Padre ha presidido la Misa del Santo Crisma, en la mañana del Jueves Santo, 29 de marzo de 2018, a las 9 horas, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, acompañado de los Cardenales, Obispos y sacerdotes (diocesanos y religiosos) que residen en Roma.
Durante la celebración de la Eucaristía, los sacerdotes han renovado las promesas hechas en el momento de la Sagrada Ordenación; luego el Papa ha bendecido el aceite de los enfermos, el aceite de los catecúmenos y el Crisma.
A continuación, ofrecemos la homilía del Papa Francisco en la Misa Cristal, Jueves Santo, 29 de marzo de 2018, publicada en español por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:
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Homilía del Papa Francisco
Queridos hermanos, sacerdotes de la diócesis de Roma y de las demás diócesis del mundo:
Leyendo los textos de la liturgia de hoy me venía a la mente, de manera insistente, el pasaje del Deuteronomio que dice: «Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (4,7). La cercanía de Dios… nuestra cercanía apostólica.

En el texto del profeta Isaías contemplamos al enviado de Dios ya «ungido y enviado», en medio de su pueblo, cercano a los pobres, a los enfermos, a los prisioneros… y al Espíritu que «está sobre él», que lo impulsa y lo acompaña por el camino.
En el Salmo 88 vemos cómo la compañía de Dios, que ha conducido al rey David de la mano desde que era joven y que le prestó su brazo, ahora que es anciano, toma el nombre de fidelidad: la cercanía mantenida a lo largo del tiempo se llama fidelidad.

El Apocalipsis nos acerca, hasta que podemos verlo, al «Erjómenos», al Señor que siempre «está viniendo» en Persona. La alusión a que «lo verán los que lo traspasaron» nos hace sentir que siempre están a la vista las llagas del Señor resucitado, siempre está viniendo a nosotros el Señor si nos queremos «hacer próximos» en la carne de todos los que sufren, especialmente de los niños.

En la imagen central del Evangelio de hoy, contemplamos al Señor a través de los ojos de sus paisanos que estaban «fijos en él» (Lc 4,20). Jesús se alzó para leer en su sinagoga de Nazaret.
Le fue dado el rollo del profeta Isaías. Lo desenrolló hasta que encontró el pasaje del enviado de Dios. Leyó en voz alta: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido y enviado…» (61,1). Y terminó estableciendo la cercanía tan provocadora de esas palabras: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).

Jesús encuentra el pasaje y lee con la competencia de los escribas. Él habría podido perfectamente ser un escriba o un doctor de la ley, pero quiso ser un «evangelizador», un predicador callejero, el «portador de alegres noticias» para su pueblo, el predicador cuyos pies son hermosos, como dice Isaías (cf. 52,7).
Esta es la gran opción de Dios: el Señor eligió ser alguien cercano a su pueblo. ¡Treinta años de vida oculta! Después comenzará a predicar. Es la pedagogía de la encarnación, de la inculturación; no solo en las culturas lejanas, también en la propia parroquia, en la nueva cultura de los jóvenes…

La cercanía es más que el nombre de una virtud particular, es una actitud que involucra a la persona entera, a su modo de vincularse, de estar a la vez en sí mismo y atento al otro. Cuando la gente dice de un sacerdote que «es cercano» suele resaltar dos cosas: la primera es que «siempre está» (contra el que «nunca está»: «Ya sé, padre, que usted está muy ocupado», suelen decir). Y otra es que sabe encontrar una palabra para cada uno. «Habla con todos», dice la gente: con los grandes, los chicos, los pobres, con los que no creen… Curas cercanos, que están, que hablan con todos… Curas callejeros.
Uno que aprendió bien de Jesús a ser predicador callejero fue Felipe. Dicen los Hechos que recorría anunciando la Buena Nueva de la Palabra predicando en todas las ciudades y que estas se llenaban de alegría (cf. 8,4.5-8). Felipe era uno de esos a quienes el Espíritu podía «arrebatar» en cualquier momento y hacerlo salir a evangelizar, yendo de un lado para otro, uno capaz hasta de bautizar gente de buena fe, como el ministro de la reina de Etiopía, y hacerlo ahí mismo, en la calle (cf. Hch 8,5; 36-40).

La cercanía es la clave del evangelizador porque es una actitud clave en el Evangelio (el Señor la usa para describir el Reino). Nosotros tenemos incorporado que la proximidad es la clave de la misericordia, porque la misericordia no sería tal si no se las ingeniara siempre, como «buena samaritana», para acortar distancias. Pero creo que nos falta incorporar más el hecho de que la cercanía es también la clave de la verdad. ¿Se pueden acortar distancias en la verdad? Sí se puede. Porque la verdad no es solo la definición que hace nombrar las situaciones y las cosas a distancia de concepto y de razonamiento lógico.

 No es solo eso. La verdad es también fidelidad (emeth), esa que te hace nombrar a las personas con su nombre propio, como las nombra el Señor, antes de ponerles una categoría o definir «su situación».
Hay que estar atentos a no caer en la tentación de hacer ídolos con algunas verdades abstractas. Son ídolos cómodos que están a mano, que dan cierto prestigio y poder y son difíciles de discernir. Porque la «verdad-ídolo» se mimetiza, usa las palabras evangélicas como un vestido, pero no deja que le toquen el corazón. Y, lo que es mucho peor, aleja a la gente simple de la cercanía sanadora de la Palabra y de los sacramentos de Jesús.

En este punto, acudimos a María, Madre de los sacerdotes. La podemos invocar como «Nuestra Señora de la Cercanía»: «Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286), de modo tal que nadie se sienta excluido.

 Nuestra Madre no solo es cercana por ir a servir con esa «prontitud» (ibíd., 288) que es un modo de cercanía, sino también por su manera de decir las cosas. En Caná, el momento oportuno y el tono suyo con el cual dice a los servidores «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5), hará que esas palabras sean el molde materno de todo lenguaje eclesial. Pero para decirlas como ella, además de pedirle la gracia, hay que saber estar allí donde «se cocinan» las cosas importantes, las de cada corazón, las de cada familia, las de cada cultura. Solo en esta cercanía uno puede discernir cuál es el vino que falta y cuál es el de mejor calidad que quiere dar el Señor.
Les sugiero meditar tres ámbitos de cercanía sacerdotal en los que estas palabras: «Hagan todo lo que Jesús les diga» deben resonar ―de mil modos distintos pero con un mismo tono materno― en el corazón de las personas con las que hablamos: el ámbito del acompañamiento espiritual, el de la confesión y el de la predicación.

La cercanía en la conversación espiritual, la podemos meditar contemplando el encuentro del Señor con la Samaritana. El Señor le enseña a discernir primero cómo adorar, en Espíritu y en verdad; luego, con delicadeza, la ayuda a poner nombre a su pecado y, por fin, se deja contagiar por su espíritu misionero y va con ella a evangelizar a su pueblo. Modelo de conversación espiritual es el del Señor, que sabe hacer salir a la luz el pecado de la Samaritana sin que proyecte su sombra sobre su oración de adoradora ni ponga obstáculos a su vocación misionera.

La cercanía en la confesión la podemos meditar contemplando el pasaje de la mujer adúltera. Allí se ve claro cómo la cercanía lo es todo porque las verdades de Jesús siempre acercan y se dicen (se pueden decir siempre) cara a cara. Mirando al otro a los ojos ―como el Señor cuando se puso de pie después de haber estado de rodillas junto a la adúltera que querían apedrear, y puede decir: «Yo tampoco te condeno» (Jn 8,11), no es ir contra la ley.

 Y se puede agregar «En adelante no peques más» (ibíd.), no con un tono que pertenece al ámbito jurídico de la verdad-definición ―el tono de quien siente que tiene que determinar cuáles son los condicionamientos de la Misericordia divina― sino que es una frase que se dice en el ámbito de la verdad-fiel, que le permite al pecador mirar hacia adelante y no hacia atrás. El tono justo de este «no peques más» es el del confesor que lo dice dispuesto a repetirlo setenta veces siete.

Por último, el ámbito de la predicación. Meditamos en él pensando en los que están lejos, y lo hacemos escuchando la primera prédica de Pedro, que debe incluirse dentro del acontecimiento de Pentecostés. Pedro anuncia que la palabra es «para los que están lejos» (Hch 2,39), y predica de modo tal que el kerigma les «traspasó el corazón» y les hizo preguntar: «¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37). Pregunta que, como decíamos, debemos hacer y responder siempre en tono mariano, eclesial. 

La homilía es la piedra de toque «para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 135). En la homilía se ve qué cerca hemos estado de Dios en la oración y qué cerca estamos de nuestro pueblo en su vida cotidiana.
La buena noticia se da cuando estas dos cercanías se alimentan y se curan mutuamente. Si te sientes lejos de Dios, acércate a su pueblo, que te sanará de las ideologías que te entibiaron el fervor. Los pequeños te enseñarán a mirar de otra manera a Jesús. Para sus ojos, la Persona de Jesús es fascinante, su buen ejemplo da autoridad moral, sus enseñanzas sirven para la vida. Si te sientes lejos de la gente, acércate al Señor, a su Palabra: en el Evangelio, Jesús te enseñará su modo de mirar a la gente, qué valioso es a sus ojos cada uno de aquellos por los que derramó su sangre en la Cruz. En la cercanía con Dios, la Palabra se hará carne en ti y te volverás un cura cercano a toda carne. En la cercanía con el pueblo de Dios, su carne dolorosa se volverá palabra en tu corazón y tendrás de qué hablar con Dios, te volverás un cura intercesor.

Al sacerdote cercano, ese que camina en medio de su pueblo con cercanía y ternura de buen pastor (y unas veces va adelante, otras en medio y otras veces va atrás, pastoreando), no es que la gente solamente lo aprecie mucho; va más allá: siente por él una cosa especial, algo que solo siente en presencia de Jesús. Por eso, no es una cosa más esto de «discernir nuestra cercanía». En ella nos jugamos «hacer presente a Jesús en la vida de la humanidad» o dejar que se quede en el plano de las ideas, encerrado en letras de molde, encarnado a lo sumo en alguna buena costumbre que se va convirtiendo en rutina.
Le pedimos a María, «Nuestra Señora de la Cercanía», que «nos acerque» entre nosotros y, a la hora de decirle a nuestro pueblo que «haga todo lo que Jesús le diga», nos unifique el tono, para que en la diversidad de nuestras opiniones, se haga presente su cercanía materna, esa que con su «sí» nos acercó a Jesús para siempre.
© Librería Editorial Vaticano

domingo, 25 de marzo de 2018

En su homilía de Domingo de Ramos alerta del gran peligro: “Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido”

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El papa Francisco presidió este domingo 25 de marzo de 2018 la celebración litúrgica del Domingo de Ramos y la Pasión del Señor en la Plaza de San Pedro, donde bendijo las palmas y las ramas de olivos, y dijo que aún se escucha el grito ¡crucifícalo! “que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio”.
Una multitud de fieles acudieron ante la Basílica de San Pedro, entre ellos varios de los jóvenes que participarán en la Jornada Mundial de la Juventud, donde el pontífice impartió su bendición en el primer gran acto de la Semana Santa, el que se conmemora la entrada de Jesús en Jerusalén.
El Papa vistió los paramentos de color rojo símbolo del amor de Dios, la sangre derramada por los mártires y color del Espíritu Santo.
En su homilía, dijo que la liturgia, cuando Jesús entra en Jerusalén, “invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo”. Pero, recuerda que esa “alegría” del pueblo “se empaña y deja un sabor “amargo” al terminar “de escuchar el relato de la Pasión”.
Habló que en esta celebración “se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano”.
Francisco en su homilía explicó el grito: «¡Crucifícalo!». Para Francisco no es “un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio”.
“Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para acomodarse. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de “trucar” la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un “malhechor”. 
“Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Francisco repasó en su homilía los momentos más importantes de los actos de la Semana Santa, como el saludo del pueblo a Jesús y la Pasión con el grito “Crucifícalo, crucifícalo”.
“Así se termina – prosiguió – silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad”.
“Es el grito del ‘sálvate a ti mismo’ que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión”.
El Pontífice ofreció el “mejor antídoto” que es “mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito”.
“Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo”.
“En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre”.
Invitó a mirar la cruz que “es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad”.
¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos y olvidados?”, anotó.
La Iglesia conmemora en la Semana Santa los últimos días de la vida de Jesús y su muerte crucificado, así como su resurrección tres días después; la Pascua.
En la celebración participaron jóvenes de Roma y de otras diócesis, con motivo de la celebración diocesana de la XXXIII Jornada Mundial de la Juventud sobre el tema: “No temas, María, porque has encontrado gracia en Dios” (Lc 1,30).
Antes de la bendición apostólica, el Papa recibió de las manos de un joven panameño, país anfitrión de la JMJ 2019, las ‘inquietudes y sueños’ de los jóvenes que participaron en el pre-sínodo en Roma (19-24 marzo). El texto de 19 páginas ayudará a los obispos en la preparación del Sínodo programado en octubre 2018 sobre el tema: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”.
Así, el Papa ha invitado a los jóvenes que la alegría de Jesús manifiesta en ellos “es motivo de enojo e irritación”, ya que un “joven alegre es difícil de manipular”.
Los fariseos piden a Jesús de hacer callar a sus discípulos. “Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido”.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenesMuchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen”, dijo. 
El Papa denunció esas formas de tranquilizar a los jóvenes para “que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes”.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, Francisco pidió a los jóvenes: “Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes…”.
Y luego clamó: “Está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán? Por favor, decídanse antes de que griten las piedras”.

miércoles, 21 de marzo de 2018

Papa Francisco sobre la Comunión en Misa

 Papa Francisco sobre la Comunión en Misa

Redacción ACI Prensa


El Papa en la Audiencia General. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa
El Papa en la Audiencia General. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Y hoy es el primer día de la primavera: ¡buena primavera! ¿Pero qué pasa en primavera? Las plantas florecen, los árboles florecen. Os haré algunas preguntas. Un árbol o una planta enfermos, ¿florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que no es regada por la lluvia o artificialmente, ¿puede florecer bien? No. Y un árbol y una planta de la que se han arrancado las raíces o que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero sin raíces, ¿se puede florecer? ¡No!

 Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en obras de caridad, en hacer el bien. Pero si no tienes raíces, no podrás florecer, y la raíz ¿quién es? Jesús! Si no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta primavera sea una primavera florida para vosotros, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi país: "Lo que el árbol tiene de flor, viene de lo que tiene enterrado". Nunca cortéis las raíces con Jesús.

Y continuemos ahora con la catequesis de la santa misa. La celebración de la misa, de la que estamos recorriendo los varios momentos, se ordena a la Comunión, es decir a unirnos con Jesús. La comunión sacramental, no la comunión espiritual, que puedes hacer en casa diciendo: “Jesús, yo querría recibirte espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que se nos da tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a él. Lo dice el Señor mismo:. "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él "(Jn 6:56). 

Efectivamente, el gesto de Jesús que dio a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.

En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándolos a participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan en el altar sagrado: "Bienaventurados los invitados a la Cena del Señor: este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo". Inspirado por un paso del Apocalipsis - "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap 19,9): dice “bodas” porque Jesús es el esposo de la Iglesia, - esta invitación nos llama a experimentar la unión íntima con Cristo, fuente de alegría y santidad. Es una invitación que alegra y al mismo tiempo empuja a un examen de conciencia iluminado por la fe. Si, por un lado, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por otra, creemos que su Sangre es "derramada para la remisión de los pecados". 

 Todos nosotros hemos sido perdonados en el bautismo, y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y ¡no lo olvidéis! Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvífico de esta Sangre, San Ambrosio exclama: "Yo que siempre peco, siempre debo disponer de la medicina" (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446A). En esta fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y le invocamos: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". 

Esto lo decimos en cada misa.
Si somos nosotros los que vamos en procesión para hacer la Comunión, nosotros vamos en procesión hacia el altar para comulgar, en realidad es Cristo quien viene a nosotros para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús!. Alimentarse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en cuanto recibimos. San Agustín nos ayuda a entenderlo, cuando nos habla de la luz que recibió cuando sintió que Cristo le decía: "Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú el que me transformará en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú serás transformado en mí "(Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742).

 Cada vez que comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, cuando  distribuye  la Eucaristía, te dice: "El Cuerpo de Cristo", tu respondes: "Amén", es decir, reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en el Cuerpo de Cristo.  Porque cuando tu recibes la Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es hermoso esto; es muy hermoso! Al mismo tiempo que nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos! 

La Iglesia desea fervientemente que los fieles también reciban el Cuerpo del Señor con las hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico es más completo si la santa Comunión se hace bajo las dos especies, aun sabiendo que la doctrina católica enseña que también bajo una sola  de las dos especies se recibe a  Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la práctica eclesial, el fiel se acerca a  la Eucaristía normalmente en forma de procesión, como hemos dicho,  y comulga de pie con devoción, o de rodillas, tal como establece  la Conferencia Episcopal, recibiendo el Sacramento en la boca o, donde haya sido concedido, en la mano, según desee (ver OGMR, 160-161).

 Después de la Comunión, nos ayuda a custodiar  en nuestros corazones el don recibido el silencio, la oración silenciosa. Alargar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, así como un salmo o un himno de alabanza IGMR, 88)que nos ayude a estar con el Señor.  (véase IGMR, 88).

La Liturgia Eucarística se concluye con la oración después de la Comunión. En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para agradecerle de habernos hecho invitados suyos y para pedir que lo que se ha recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras y para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que  pedimos al Señor que "el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección" (Misal Romano, miércoles de la 5ª semana de Cuaresma) . Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que nos transforma en Él nos hace más fuertes. ¡Qué bueno y qué grande es el Señor!

domingo, 18 de marzo de 2018

Entra en las llagas de Jesús “hasta su corazón”: Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus


La cruz no es un accesorio de vestimenta (Traducción completa)

Ángelus 18/03/2018, Captura @ Vatican Media
Ángelus 18/03/2018, Captura @ Vatican Media
(ZENIT – 18 marzo 2018).-

Palabras del Papa antes del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!.
El Evangelio de hoy (Jn 12, 20-33)  narra un episodio que tuvo lugar en los últimos días de la vida de Jesús. La escena tiene lugar en Jerusalén, donde él se encuentra para la fiesta de la Pascua judía.
Para esta celebración ritual llegaron también algunos griegos, se trata de hombres animados por sentimientos religiosos, atraídos por la fe del pueblo judío, quienes habiendo oído hablar de este gran profeta, se acercan a Felipe, uno de los doce apóstoles, y le dicen, “queremos ver a Jesús” (v. 21). 

Juan enfatiza esta frase, centrada en el verbo ver, que, en el vocabulario del evangelista significa ir más allá de las apariencias para captar el misterio de una persona. El verbo que utiliza Juan, “ver”, es llegar hasta el corazón, llegar, por la vista, por la comprensión, hasta lo íntimo de la persona, al interior de la persona.
La reacción de Jesús es sorprendente. Él no responde con un “sí” o  un “no”, sino que dice: “La hora ha llegado para el Hijo del hombre de ser glorificado” (v. 23). 

Estas palabras, que a simple vista, parecen ignorar la cuestión de los griegos, en realidad dan la respuesta verdadera porque quién quiere conocer a Jesús debe mirar al interior de la cruz, dónde se revela su Gloria.
Mirar al interior de la cruz. El Evangelio de hoy nos invita a dirigir nuestra mirada hacia el crucifijo, que no es un objeto ornamental o un accesorio de vestir, del que ¡a veces se abusa!, sino que es un signo religioso al cual contemplar y comprender.

En la imagen de Jesús crucificado se revela el misterio de la muerte del Hijo como supremo acto de amor, fuente de vida y salvación para la humanidad de todos los tiempos. En sus llagas hemos sido curados.
Puedo pensar “¿Cómo miro el crucifijo?, ¿Como una obra de arte para ver si es bello o no? ¿O miro al interior, entro en las llagas de Jesús hasta su corazón? ¿Miro el misterio del Dios aniquilado hasta la muerte, como un esclavo, como un criminal? “no os olvidéis de esto: Mirad el crucifijo, pero mirarlo desde el interior. 

Está esta bella devoción de rezar un Padre nuestro a cada una de las cinco llaga: Cuando rezamos este Padre nuestro, tratamos de entrar a través de las llagas de Jesús, al interior, precisamente a su corazón.  Y aquí aprenderemos la gran sabiduría del misterio de Cristo, la gran sabiduría de la Cruz.

Y para explicar el significado de su muerte y de su resurrección, Jesús emplea una imagen y dice: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Quiere hacer comprender que su vivencia extrema, es decir la cruz, muerte y resurrección es un acto de fecundidad, sus llagas nos han curado, una fecundidad que dará fruto para muchos. De esta manera se compara a si mismo con el grano que muere en la tierra y genera vida nueva. Con la encarnación Jesús ha venido a la tierra; pero esto no vasta: Él debe también morir para rescatar a los hombres de la esclavitud del pecado y darles una nueva vida reconciliada en el amor. He dicho: “para rescatar a los hombres”, pero para recatarte a ti, a mí, a cada uno de nosotros, Él ha pagado este precio. 

Este es el misterio de Cristo. Ve a sus llagas, entra, contempla; mira a Jesús, pero desde el interior.
Y este dinamismo del grano de trigo, que se cumple en Jesús, debe realizarse también en nosotros, sus discípulos: estamos llamados a hacer nuestra esta ley pascual, de perder la vida para recibir la nueva y también eterna. ¿Y qué significa perder la vida? es decir, ¿Qué significa ser el grano de trigo? Significa pensar menos en sí mismos, en los intereses personales y saber “ver “y salir al encuentro de las necesidades de nuestro prójimo, en especial de los marginados, cumplir con alegría obas de caridad hacia cuantos sufren en el cuerpo y en el espíritu es el modo más auténtico de vivir el Evangelio, es el fundamento necesario para que nuestras comunidades crezcan en la fraternidad y en la acogida recíproca.

Quiero ver a Jesús, pero verlo desde dentro, entra por sus llagas y contempla aquel amor de su corazón, para ti, para mí, para todos.
La Virgen María, que ha tenido siempre la mirada de su corazón fija en su Hijo, desde Belén hasta la cruz del Calvario, nos ayude a encontrarlo y a conocerlo así como Él quiere, para que podamos vivir iluminados por Él, y podamos llevar al mundo frutos de justicia y de paz.

© Traduction de ZENIT, Raquel Anillo

miércoles, 14 de marzo de 2018



Audiencia General, 14 marzo 2018 – Texto completo

Dedicada a la fracción del Pan y el ‘Padre Nuestro’

El Santo Padre, al comienzo de la Audiencia General © Vatican Media
El Santo Padre, Al Comienzo De La Audiencia General © Vatican Media
(ZENIT – 14 marzo 2018).- 
Catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos la catequesis sobre la santa misa. En la Última Cena, después de que Jesús tomó el pan y el cáliz de vino, y dio gracias a Dios, sabemos que “partió el pan”. A esta acción corresponde, en la Liturgia eucarística de la misa, la fracción del Pan.
Y así comienzan los ritos de Comunión, prolongando la alabanza y la súplica de la Plegaria Eucarística con el rezo comunitario del “Padre Nuestro”. Esta no es una de las tantas oraciones cristianas, sino que es  la oración de los hijos de Dios: es la gran oración que nos ha enseñado Jesús. De hecho, dado el día de nuestro bautismo, el “Padre Nuestro” hace que resuenen en nosotros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Cuando rezamos el “Padre nuestro” rezamos como rezaba Jesús. Es la oración que hacía Jesús y nos la enseñó a nosotros; cuando los discípulos le dijeron: “Maestro, enséñanos a rezar como rezas tú”. Y Jesús rezaba así. Es muy bello rezar como Jesús. Formados en su divina enseñanza, nos atrevemos a recurrir a Dios llamándolo “Padre”, porque hemos renacido como hijos suyos a través del agua y del Espíritu Santo (véase Ef. 1: 5). Nadie, en verdad, podría llamarlo familiarmente “Abbá” –Padre- sin haber sido generado por Dios, sin la inspiración del Espíritu, como enseña San Pablo (ver Rom 8:15). Tenemos que pensar: ninguno puede llamarlo “Padre” sin la inspiración del Espíritu. ¡Cuántas veces hay gente que dice “Padre nuestro”, pero no sabe lo que dice!. Porque sí, es el Padre, pero ¿tú sientes que cuándo dices “Padre”, Él es el Padre, tu Padre, el Padre de la humanidad, el Padre de Jesucristo? ¿Tú tienes una relación con este Padre? Cuando rezamos el “Padre nuestro” nos unimos con el Padre que nos ama, pero es el Espíritu quien nos da esta unión, este sentimiento de ser hijos de Dios.
¿Qué mejor oración que la enseñada por Jesús puede disponernos a la Comunión sacramental con él? El “Padre Nuestro” se reza, además de en la misa, por la mañana y por la noche en laudes y vísperas; de esta manera, la actitud filial hacia Dios y de  fraternidad con el prójimo contribuyen a dar una forma cristiana a nuestros días.
En la Oración del Señor –en el “Padre nuestro”– pedimos “el pan de cada día”, en el que vemos una referencia específica al Pan eucarístico, que necesitamos para vivir como hijos de Dios. Imploramos también “el perdón de nuestras ofensas”, y para que seamos dignos de recibir el perdón nos comprometemos a perdonar a quienes nos han ofendido. Y esto no es fácil. Perdonar a las personas que nos han ofendido no es fácil; es una gracia que debemos pedir: “Señor, enséñame a perdonar como tú me has perdonado”. Es una gracia, con nuestras fuerzas no podemos: perdonar es una gracia del Espíritu Santo. Por lo tanto, mientras abre nuestros corazones a Dios, el “Padre Nuestro” también nos dispone al amor fraterno. Finalmente, pedimos nuevamente a Dios que nos “libre del mal” que nos separa de él y nos divide de nuestros hermanos. Entendemos bien que estas son peticiones muy adecuadas para prepararnos para la Sagrada Comunión (ver Instrucción General del Misal Romano, 81).
De hecho, lo que pedimos en el “Padre Nuestro” se prolonga con la oración del sacerdote que, en nombre de todos, suplica: “Líbranos, Señor, de todos los males, concede la paz en nuestros días”. Y después recibe una especie de sello en el rito de la paz: En primer lugar, se invoca de Cristo que el don de su paz (cf. Jn 14,27) –tan diferente de la paz del mundo– haga que la Iglesia crezca en la unidad y la paz según su voluntad; luego, con el gesto concreto intercambiado entre nosotros, expresamos “la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental.” (IGMR, 82). En el rito romano, el intercambio del signo de la paz, colocado desde la antigüedad antes de la comunión, se ordena a la comunión eucarística. De acuerdo con la advertencia de San Pablo, no se puede compartir el mismo pan que nos hace un solo cuerpo en Cristo, sin reconocerse pacificados por el amor fraterno (cf. 1 Cor 10,16-17; 11,29). La paz de Cristo no puede echar raíces en un corazón incapaz de vivir la fraternidad y de recomponerla después de haberla herido. La paz la da el Señor: Él nos da la gracia de perdonar a los que nos han ofendido.
El gesto de la paz es seguido por la fracción del Pan, que desde los tiempos apostólicos dio su nombre a toda la celebración de la Eucaristía (cf. IGMR, 83; Catecismo de la Iglesia Católica, 1329). Hecho por Jesús durante la Última Cena, partir el pan es el gesto revelador que hizo que los discípulos lo reconocieran después de su resurrección. Recordemos a los discípulos de Emaús, quienes, hablando del encuentro con el Resucitado, relatan “cómo lo reconocieron al partir el pan” (cf. Lc 24,30-31,35).
La fracción del Pan eucarístico va acompañada de la invocación del “Cordero de Dios”, figura con la que Juan Bautista indicó en Jesús “al que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). La imagen bíblica del cordero habla de redención (véase Ex 12: 1-14, Is 53: 7, 1 Pt. 1:19, Ap 7:14). En el pan eucarístico, partido por la vida del mundo, la asamblea orante reconoce al verdadero Cordero de Dios, que es Cristo Redentor, y le ruega: “Ten piedad de nosotros … danos la paz”.
“Ten piedad de nosotros”, “danos  la paz” son invocaciones que, desde la oración del “Padre Nuestro” a la fracción del pan, nos ayudan a prepararnos para participar en el banquete eucarístico, fuente de comunión con Dios y con los hermanos.
No olvidemos la gran oración: la que nos ha enseñado Jesús y que es la oración con que Él rezaba al Padre. Y esta oración nos prepara a la Comunión.
© Librería Editorial Vaticano

lunes, 12 de marzo de 2018

Ángelus del Papa: Cuaresma, experiencia de perdón, acogida y caridad

En el Ángelus del IV Domingo de Cuaresma, Domingo “Laetare”, el Papa Francisco invitó a que nuestro camino cuaresmal sea una experiencia de perdón, de acogida y de caridad.
Renato Martinez – Ciudad del Vaticano
“Nosotros no debemos desanimarnos cuando vemos nuestros límites, nuestros pecados, nuestras debilidades: Dios está ahí, Jesús está en la cruz para sanarnos. Este es el amor de Dios”, lo dijo el Papa Francisco en su alocución antes de rezar la oración mariana del Ángelus del IV Domingo de Cuaresma, también conocido como Domingo “Laetare”, es decir, Domingo de la alegría.
Domingo “Laetare”: «Alégrate, Jerusalén»

En este IV Domingo de Cuaresma, señaló el Santo Padre, la antífona de ingreso de la liturgia eucarística nos invita a la alegría: «Alégrate, Jerusalén […]. Regocíjense los que estuvieron tristes para que exulten». ¿Cuál es el motivo de esta alegría? – se pregunta el Pontífice – Es el gran amor de Dios hacia la humanidad, responde el Papa, tal como lo indica el Evangelio de hoy: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16).

Estas palabras, pronunciadas por Jesús durante el coloquio con Nicodemo, afirma el Obispo de Roma, sintetizan un tema que está al centro del anuncio cristiano: incluso cuando la situación parece exasperada, Dios interviene, ofreciendo al hombre la salvación y el gozo. “Dios de hecho – agrega el Papa – no está alejado, sino entra en la historia de la humanidad para animarla con su gracia y salvarla”.
Confrontémonos con nuestra fragilidad y nuestros límites
Es por esto, puntualiza el Santo Padre, que estamos llamados a escuchar este anuncio, rechazando la tentación de considerarnos seguros de nosotros mismos, de dejar de lado a Dios, pretendiendo una absoluta libertad de Él y de su Palabra.

“Cuando encontramos la valentía de reconocernos por aquello que somos – afirma el Papa – nos damos cuenta de ser personas llamadas a confrontarnos con nuestra fragilidad y nuestros límites. Entonces puede suceder que caigamos en la angustia, la inquietud del mañana, el miedo a la enfermedad y a la muerte”. Esto, explica el Pontífice, hace que tantas personas, buscando una vía de salida, toman a veces peligrosos atajos como por ejemplo el túnel de la droga o aquel de la superstición o de los dañinos rituales de magia.
La cruz de Jesús, signo del amor de Dios

En este sentido, precisa el Papa Francisco, nosotros tenemos la verdadera y gran esperanza en Dios Padre rico de misericordia, que nos ha donado a su Hijo para salvarnos y esta es nuestra alegría. “Nosotros no debemos desanimarnos – afirma le Pontífice – cuando vemos nuestros límites, nuestros pecados, nuestras debilidades: Dios está ahí, Jesús está en la cruz para sanarnos. Este es el amor de Dios. Ver el crucifijo y decir dentro: ‘Dios me ama’. Es verdad, agrega el Papa, estan estos límites, estas debilidades, estos pecados, pero Él es más grande de los límites y de las debilidades, de los pecados”.
Dios es más grande que nuestras debilidades

Antes de concluir su discurso, el Papa Francisco invitó a no olvidar que Dios es más grande de nuestras debilidades, de nuestras infidelidades, de nuestros pecados. Y tomemos de la mano al Señor, dijo el Pontífice, miremos al crucificado y vayamos adelante.
María, Madre de misericordia, concluyó el Papa, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios. Esté cerca de nosotros en los momentos en los cuales nos sentimos solos y nos comunique los sentimientos de su Hijo Jesús, para que nuestro camino cuaresmal sea una experiencia de perdón, de acogida y de caridad.
Palabras del Papa en el Ángelus

miércoles, 7 de marzo de 2018

Catequesis dedicada a la Plegaria Eucarística




7 MARZO 2018AUDIENCIA GENERAL


Audiencia General, 7 de marzo de 2018 © Vatican Media
Audiencia General, 7 De Marzo De 2018 © Vatican Media
(ZENIT – 7 marzo 2018).- En la Plegaria Eucarística, la Iglesia “expresa lo que cumple cuándo celebra la Eucaristía y el motivo por el que la celebra, es decir hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino consagrados”, ha recordado el Papa.
Catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos la catequesis sobre la santa misa y con esta catequesis nos centramos en la Plegaria Eucarística. Cuando finaliza el rito de la presentación del pan y del vino comienza la Plegaria Eucarística que califica la celebración de la Misa y constituye su momento central, ordenado a la santa Comunión. Corresponde a lo que hizo el mismo Jesús en la mesa con los apóstoles en la Última Cena, cuando “dio gracias” sobre el pan y luego sobre la copa de vino (cf. Mt 26,27; Mc 14:23; Lc 22,17.19; 1 Cor11,24): su acción de gracias revive en cada Eucaristía nuestra, asociándonos con su sacrificio de salvación.
Y en esta solemne plegaria – la plegaria eucarística es solemne – la Iglesia expresa lo que cumple cuándo celebra la Eucaristía y el motivo por el que la celebra, es decir hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino consagrados. Después de invitar al pueblo a elevar sus corazones al Señor y a darle  gracias, el sacerdote pronuncia la Plegaria en voz alta, en nombre de todos los presentes, dirigiéndose al Padre a través de Jesucristo en el Espíritu Santo. “El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio”. (Instrucción General del Misal Romano, 78). Y para unirse debe comprenderlo. Por esta razón, la Iglesia ha querido celebrar la misa en la lengua que la gente entiende, para que todos puedan unirse a esta alabanza y a esta gran plegaria  con el sacerdote. En verdad, “el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1367).
En el Misal hay varias fórmulas de Plegaria eucarística, todas constituidas por elementos característicos, que quisiera ahora recordar (ver IGMR, 79; CCC, 1352-1354). Todas son hermosas. Ante todo está el Prefacio, que es una acción de gracias por los dones de Dios, especialmente por haber enviado  a su Hijo como Salvador. El Prefacio termina con la aclamación del “Santo”, normalmente cantado. Es hermoso cantar el “Santo”: “Santo, Santo, Santo es el Señor”. Es bonito cantarlo. Toda la asamblea une su propia voz con la de los ángeles y los santos para alabar y glorificar a Dios.
Luego está la invocación del Espíritu, para que con su potencia consagre el pan y el vino. Invocamos al Espíritu para que venga y en el pan y en el vino esté Jesús. La acción del Espíritu Santo y la eficacia de las mismas palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote, hacen realmente presente, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz una vez por todas (Cf. CCC, 1375). Jesús fue muy claro en esto. Hemos escuchado cómo San Pablo al principio dice las palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. “Esta es mi sangre, este es mi cuerpo”. Es el mismo Jesús quien dijo esto. No debemos pensar cosas raras: “Pero, ¿cómo algo que es …?”. Es el cuerpo de Jesús: ¡Ya está!. La fe: la fe viene en nuestra ayuda; con un acto de fe creemos que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Es el “misterio de la fe”, como decimos después de la consagración. El sacerdote dice: “Misterio de la fe” y respondemos con una aclamación. Celebrando el memorial de la muerte y resurrección del Señor, a la espera de su retorno glorioso, la Iglesia ofrece al Padre el sacrificio que reconcilia el cielo y la tierra: ofrece el sacrificio pascual de Cristo, ofreciéndose con Él y pidiendo, a través del Espíritu Santo, que nos convirtamos “en Cristo en un solo cuerpo y un sólo espíritu” (Pleg. Euc.  III, véase Sacrosanctum Concilium, 48, OGMR, 79f). La Iglesia quiere unirnos a Cristo y convertirnos con el Señor  en un solo cuerpo y un solo espíritu. Esta es la gracia y el fruto de la Comunión sacramental: nos nutrimos con el Cuerpo de Cristo para convertirnos, nosotros que lo comemos, en su Cuerpo viviente hoy en el mundo.
Misterio de comunión es éste;  la Iglesia se une a la ofrenda de Cristo, y a su intercesión, y así se entiende que, “en las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres. “(CCC, 1368). La Iglesia que reza, que ora. Es bueno pensar que la Iglesia reza, ora. Hay un pasaje en el Libro de los Hechos de los Apóstoles que dice que cuando Pedro estaba en prisión, la comunidad cristiana: “Oraba incesantemente por él”. La Iglesia que reza, la Iglesia orante. Y cuando vamos a Misa es para hacer esto: ser una Iglesia orante.
La Plegaria eucarística pide a Dios que reúna a todos sus hijos en la perfección del amor en unión con el Papa y el obispo, mencionados por su nombre, una señal de que celebramos en comunión con la Iglesia universal y con la Iglesia particular. La súplica, como la ofrenda, se presenta a Dios por todos los miembros de la Iglesia, vivos y muertos, en la bendita esperanza de compartir la herencia eterna del cielo, con la Virgen María (cf CCC, 1369-1371). Ninguno y nada son olvidados en la Plegaria eucarística, sino que todo se reconduce a Dios, como lo recuerda la doxología que la concluye. Ninguno es olvidado. Y si tengo alguna persona, parientes, amigos, que están necesitados o que han pasado de este mundo al otro, puedo nombrarlos en ese momento, interna y silenciosamente, o escribir para que se pronuncie su nombre. “Padre, ¿cuánto tengo que pagar para que digan ese nombre allí?” – “Nada”. ¿Lo habéis entendido? ¡Nada! La misa no se paga. La misa es el sacrificio de Cristo, que es gratuito. La redención es gratuita. Si quieres hacer una oferta, hazla, pero no se paga. Es importante entender esto.
Esta fórmula codificada de oración, tal vez nos suene algo lejana, -es verdad, es una fórmula antigua-, pero, si entendemos bien su significado, entonces seguramente participaremos mejor. De hecho, expresa todo lo que cumplimos en la celebración eucarística; y también nos enseña a cultivar tres actitudes que no tendrían que faltar nunca en los discípulos de Jesús. Las tres actitudes: la primera, aprender a “dar gracias siempre y en todo lugar “, y no sólo en algunas ocasiones, cuando todo va bien; la segunda, hacer de nuestra vida un don de amor, libre y gratuito; la tercera, construir la  comunión concreta, en la Iglesia y con todos. Por lo tanto, esta Plegaria  central de la Misa nos educa, poco a poco, para hacer de toda nuestra vida una “Eucaristía”, es decir, una acción de gracias.
© Librería Editorial Vaticano

domingo, 4 de marzo de 2018

El Papa alerta sobre el peligro de vivir siempre en la búsqueda del propio beneficio

Redacción ACI Prensa


El Papa durante el Ángelus. Foto: Marina Testino / ACI Prensa
El Papa durante el Ángelus. Foto: Marina Testino / ACI Prensa

Un domingo más, el Papa Francisco presidió desde el Palacio Pontificio, el rezo del Ángelus antes unas 20 mil personas en la Plaza de San Pedro. Pero antes, el Pontífice explicó el Evangelio del día que narra cómo Jesús expulsa a los mercaderes del templo de Jerusalén y alertó contra la tentación de buscar constantemente el propio beneficio o los propios intereses.

“Es común, en efecto, la tentación de aprovecharse de actividades buenas, a veces obedientes, para cultivar intereses privados, incluso que a veces son ilícitos. Es un peligro grave, especialmente cuando instrumentalizan a Dios mismo y el culto a Él, o también el servicio al hombre, su imagen. Por eso Jesús una vez ha usado ‘las maneras fuertes’, para sacudirnos de este peligro mortal”.
El Obispo de Roma aseguró que la actitud de Jesús en el Evangelio, “nos exhorta a vivir nuestra vida no en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses sino por la gloria de Dios que está en el amor”. 

Hablando sobre lo que hizo Jesús en la explanada del templo, afirmó que “esta acción decidida y realizada en la proximidad a la Pascua, suscitó una gran impresión en la muchedumbre y la hostilidad de las autoridades religiosas y en los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos”.
“Ciertamente no era una acción violenta –dijo Francisco–, porque no provocó la intervención de los responsables del orden público. Fue entendida como un acto típico de profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos y excesos”.

El Papa explicó que, para interpretar el gesto de Jesús, los discípulos utilizaron un texto bíblico tomado del salmo 69: “El celo por su casa me devora”.
“Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz”.
“El ‘signo’ que Jesús dará como prueba de su autoridad será su muerte y resurrección”, recordó. De esta manera, “con la Pascua de Jesús inicio un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es Él mismo”. 

“Estamos llamados a tener siempre presente esas palabras de Jesús: ‘no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado’”, porque “nos ayudan a rechazar el peligro de hacer de nuestra alma, que es la morada de Dios, un lugar de mercado, viviendo en la continua búsqueda de nuestro beneficio en lugar de en el amor generoso y solidario”.
Francisco subrayó además que esta actitud es actual “no solo para las comunidades eclesiales, sino también para los individuos, las comunidades civiles y para la sociedad”.