domingo, 31 de mayo de 2020

Palabras del Papa en Pentecostés

Regina Coeli, 31 mayo 2020 (C) Vatican Media
Regina Coeli, 31 Mayo 2020 (C) Vatican Media

Antes de la oración mariana

(zenit – 31 mayo 2020).- En este Domingo de Pentecostés, el Papa aparece de nuevo en la ventana de su despacho del Palacio Vaticano que da a la Plaza de San Pedro, para saludar a los fieles congregados, con gran alegría.
Estas son las palabras del Papa antes de la oración mariana:
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Palabras del Papa antes del Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy que la plaza está abierta, podemos regresar con mucho gusto.
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, en memoria de la efusión del Espíritu Santo sobre la primera comunidad cristiana. El Evangelio de hoy (cf. Jn 20, 19-23) nos conduce a la víspera de la Pascua y nos muestra a Jesús resucitado que se aparece en el Cenáculo, donde se han refugiado los discípulos. Tenían miedo y se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz sea con vosotros!” (v. 19). Estas primeras palabras pronunciadas por el Resucitado: “La paz sea con vosotros”, deben ser consideradas  más que un saludo: expresan el perdón concedido a los discípulos que, para decir la verdad, lo habían abandonado. Estas son palabras de reconciliación y de perdón. También nosotros cuando deseamos la paz a los demás, estamos dando el perdón y pidiendo el perdón. Jesús ofrece su paz precisamente a estos discípulos que tienen miedo, que se resisten a creer lo que han visto, es decir, la tumba vacía, y que subestiman el testimonio de María Magdalena y de las otras mujeres. Jesús perdona, perdona siempre y ofrece su paz a sus amigos. No olvidéis, Jesús no se cansa jamás de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Perdonando y reuniendo a sus discípulos entorno a Él, Jesús hace de ellos su Iglesia, su Iglesia: una comunidad  reconciliada y lista para la misión, reconciliada y lista para la misión y cuando una comunidad no está reconciliada, no está lista para la misión, está lista para discutir dentro de sí, esas guerras internas. El encuentro con el Señor resucitado convierte la existencia de los Apóstoles y los convierte en valientes testigos. De hecho, inmediatamente después dice: “Como el Padre ha enviado, así os envío también yo” (v. 21). Estas palabras dejan claro que los Apóstoles son enviados a prolongar la misma misión que el Padre confió a Jesús. “Yo os envío”: no es el momento de quedarse encerrados, ni de arrepentirse de los “buenos momentos” pasados con el Maestro. La alegría de la resurrección es grande, pero es una alegría expansiva, que no debe ser guardada para sí mismo, es para darla. En los domingos de tiempo Pascual hemos escuchado primero este mismo episodio, luego el encuentro con los discípulos de Emaús, después el Buen Pastor, los discursos de despedida y la promesa del Espíritu Santo: todo está orientado a fortalecer la fe de los discípulos,  y también la nuestra, en vista de la misión.
Y precisamente para animar a la misión, Jesús da a los Apóstoles su Espíritu, dice el Evangelio: Sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. (v. 22). El Espíritu Santo es el fuego que quema los pecados y crea hombres y mujeres nuevos; es el fuego del amor con el que los discípulos podrán “incendiar el mundo”, ese amor de ternura que prefiere a los pequeños, a los pobres, a los excluidos… En los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación hemos recibido el Espíritu Santo con sus dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, conocimiento, piedad, temor de Dios. Este último don – el temor de Dios – es justo lo contrario del miedo que antes paralizaba a los discípulos: es el amor al Señor, es la certeza de su misericordia y de su bondad, es la confianza de que podemos avanzar en la dirección indicada por Él, sin que nunca nos falte su presencia y su sustento.
La fiesta de Pentecostés renueva la conciencia de que en nosotros habita la presencia vivificante del Espíritu Santo. También nos da el coraje de salir fuera de los muros protectores de nuestros “cenáculos”, de los grupos, sin descansar en una vida tranquila o encerrarnos en hábitos estériles.
Elevemos ahora nuestro pensamiento a María Santísima, ella estaba allí con los Apóstoles cuando vino el Espíritu Santo, protagonista con la primera Comunidad de la admirable experiencia del Pentecostés, y oremos a Ella para que obtenga para la Iglesia el ardiente espíritu misionero.

About Raquel Anillo

Homilía del Papa en la basílica de San Pedro

El Papa Celebra La Misa En Pentecostés, 31 Mayo 2020 (C) Vatican Media

Entender que “Dios que es don”

(zenit – 31 mayo 2020).- Este año, la celebración de la Misa en Pentecostés cobra una cariz especial: Sumidos en una pandemia mundial desde marzo, el Papa Francisco invita a pedir al Espíritu Santo que “reavive en nosotros el recuerdo del don recibido”, nos libre “de la parálisis del egoísmo” y “encienda en nosotros el deseo de servir, de hacer el bien”.
Sigue la homilía completa del Papa Francisco, difundida por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
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Homilía del Papa Francisco
“Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu” (1 Co 12,4), escribe el apóstol Pablo a los corintios; y continúa diciendo: “Hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios” (vv. 5-6). Diversidad-unidad: San Pablo insiste en juntar dos palabras que parecen contraponerse. Quiere indicarnos que el Espíritu Santo es la unidad que reúne a la diversidad; y que la Iglesia nació así: nosotros, diversos, unidos por el Espíritu Santo.
“Vayamos, pues, al comienzo de la Iglesia, al día de Pentecostés. Y fijémonos en los Apóstoles: muchos de ellos eran gente sencilla, pescadores, acostumbrados a vivir del trabajo de sus propias manos, pero estaba también Mateo, un instruido recaudador de impuestos. Había orígenes y contextos sociales diferentes, nombres hebreos y nombres griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, así como puntos de vista y sensibilidades distintas. Todos eran diferentes, Jesús no los había cambiado, no los había uniformado y convertido en ejemplares producidos en serie. Habían dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el Espíritu Santo, los une. La unión de ellos, que son diferentes, llega con la unción. En Pentecostés los Apóstoles comprendieron la fuerza unificadora del Espíritu. La vieron con sus propios ojos cuando todos, aun hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de Dios, plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra diversidad, y da armonía porque es armonía”.
Pero volviendo a nosotros, la Iglesia de hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué es lo que nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También entre nosotros existen diferencias, por ejemplo, de opinión, de elección, de sensibilidad. La tentación está siempre en querer defender a capa y espada las propias ideas, considerándolas válidas para todos, y en llevarse bien sólo con aquellos que piensan igual que nosotros. Pero esta es una fe construida a nuestra imagen y no es lo que el Espíritu quiere. En consecuencia, podríamos pensar que lo que nos une es lo mismo que creemos y la misma forma de comportarnos. Sin embargo, hay mucho más que eso: nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que, ante todo, somos hijos amados de Dios. El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor, Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y hermanas. Empecemos de nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como la mira el Espíritu, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de izquierdas, con estas ideologías o con otras; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. La mirada mundana ve estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: para Él no somos confeti llevado por el viento, sino teselas irremplazables de su mosaico.
Regresemos al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia: el anuncio. Y, aun así, notamos que los Apóstoles no preparan ninguna estrategia ni tienen un plan pastoral. Podrían haber repartido a las personas en grupos, según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero a los más cercanos y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un poco antes de comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en las enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos, pero no. El Espíritu no quería que la memoria del Maestro se cultivara en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a “hacer el nido”. El Espíritu abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue dicho y fue hecho, más allá de los ámbitos de una fe tímida y desconfiada. En el mundo, todo se viene abajo sin una planificación sólida y una estrategia calculada. En la Iglesia, por el contrario, es el Espíritu quien garantiza la unidad a los que anuncian. Por eso, los apóstoles se lanzan, poco preparados, corriendo riesgos; pero salen. Un solo deseo los anima: dar lo que han recibido.
Finalmente llegamos a entender cuál es el secreto de la unidad, el secreto del Espíritu. Es el don. Porque Él es don, vive donándose a sí mismo y de esta manera nos mantiene unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Es importante creer que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata y se impone, también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando relevancia, buscando poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de nuestra vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El Espíritu, memoria viviente de la Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos sin reservas.
Queridos hermanos y hermanas: Examinemos nuestro corazón y preguntémonos qué es lo que nos impide darnos. Tres son los enemigos del don, siempre agazapados en la puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El narcisismo, que lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar sólo el propio beneficio. El narcisista piensa: “La vida es buena si obtengo ventajas”. Y así llega a decirse: “¿Por qué tendría que darme a los demás?”. En esta pandemia, cuánto duele el narcisismo, el preocuparse de las propias necesidades, indiferente a las de los demás, el no admitir las propias fragilidades y errores. Pero también el segundo enemigo, el victimismo, es peligroso. El victimista está siempre quejándose de los demás: “Nadie me entiende, nadie me ayuda, nadie me ama, ¡están todos contra mí!”. Y su corazón se cierra, mientras se pregunta: “¿Por qué los demás no se donan a mí?”. En el drama que vivimos, ¡qué grave es el victimismo! Pensar que no hay nadie que nos entienda y sienta lo que vivimos. Por último, está el pesimismo. Aquí la letanía diaria es: “Todo está mal, la sociedad, la política, la Iglesia…”. El pesimista arremete contra el mundo entero, pero permanece apático y piensa: “Mientras tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil”. Y así, en el gran esfuerzo que supone comenzar de nuevo, qué dañino es el pesimismo, ver todo negro y repetir que nada volverá a ser como antes. Cuando se piensa así, lo que seguramente no regresa es la esperanza. Nos encontramos ante una carestía de esperanza y necesitamos valorar el don de la vida, el don que es cada uno de nosotros. Por esta razón, necesitamos el Espíritu Santo, don de Dios que nos cura del narcisismo, del victimismo y del pesimismo.
Pidámoslo: Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el recuerdo del don recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque peor que esta crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. Ven, Espíritu Santo, Tú que eres armonía, haznos constructores de unidad; Tú que siempre te das, concédenos la valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos, para llegar a ser una sola familia. Amén.
© Librería Editorial Vaticano

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sábado, 30 de mayo de 2020

El Papa y la Iglesia rezan por la salud de la humanidad

Rosario del Papa Francisco por la salud de la humanidad
COVID-19, Rosario Con El Papa, 30 Mayo 2020 (C) Vatican Media

En medio de la pandemia

(zenit – 30 mayo 2020).- Hoy, víspera del Domingo de Pentecostés, a las 17:30 el Papa Francisco ha presidido el rezo del Santo Rosario desde la Gruta de Lourdes en los Jardines del Vaticano para pedir a la Virgen por la salud de toda la humanidad.
A su llegada a esta gruta, que contaba con la presencia de fieles, el Santo Padre, acompañado por Mons. Rino Fisichela, presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización,  ha colocado unas flores frente a la imagen de Nuestra Señora de Lourdes y ha rezado ante ella.
Antes de comenzar la oración mariana, transmitida por zenit, Francisco ha dirigido una plegaria a la Virgen. Santuarios marianos de todo el mundo se han unido a Francisco telemáticamente en este momento de oración.
Rezo de los misterios
El rezo de los Misterios Dolorosos ha sido dirigido por un total de 14 personas que representan a los colectivos particularmente afectados por la emergencia sanitaria causada por la COVID-19.
Así, el primer misterio ha sido ofrecido por los médicos, las enfermeras y todo el personal médico y enunciado por Giuseppe Culla, neumólogo, y la enfermera Giulia Pintus.
Maurizio Fiorda, voluntario de Protección Civil , su mujer y su hija, junto con Giovanni De Cerce, superviviente del coronavirus, han dirigido el segundo misterio. Este se ha rezado por el ejército, la policía, los bomberos y todos los voluntarios.
El tercer misterio, en el que se ha recordado a los sacerdotes y personas consagradas que han traído los sacramentos y palabras de consuelo a los enfermos y a los que han perdido sus vidas al servicio de su comunidad, ha sido conducido por don Gerardo Rodríguez Hernández, capellán de hospital y Zelia Andrighetti, superiora general de las Hijas de San Camilo, comunidad infectada en masa por el virus.
El cuarto misterio, ofrecido por los moribundos, por los fallecidos y por todas las familias que han sufrido el dolor de una pérdida, fue pronunciado por Francesco Scarpino, farmaceútico y por Tea Pompeo, que perdió a su madre a causa del coronavirus.
El último misterio fue llevado por Vania De Luca, periodista, y la familia Bartoli, que tuvo un bebé durante la pandemia. De este modo, se oró por los que necesitan ser apoyados en la fe y la esperanza, por los desempleados, por los que se han quedado solos y por los niños que han venido al mundo en tiempos de COVID-19.
Invocación a la Virgen
Al término del rezo de la oración mariana, el Papa Francisco rezó frente a la Virgen la segunda oración propuesta por él mismo en su carta escrita con motivo del mes de mayo, dedicado a la Virgen y que comienza “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
Finalmente el Papa ha impartido su bendición y ha saludado especialmente a los santuarios de América Latina conectados con este momento de oración: “A todos ustedes en los Santuarios de América Latina, veo Guadalupe y tantos otros, que están
comunicados con nosotros, unidos en la oración. En mi lengua materna los saludo. Gracias por estar
cerca a todos nosotros. Que nuestra Madre de Guadalupe nos acompañe”.
Santuarios del mundo
Entre los numerosos santuarios que se han conectado para acompañar al Papa se encuentran: de Europa, Lourdes, Fátima, Santa Rita de Casia, Pompeya, Czestochowa; de Estados Unidos, el santuario de la Inmaculada Concepción (Washington D.C.).
En África, el santuario de Elele (Nigeria) y de Notre-Dame de la Paix (Costa de Marfil); y de América Latina, el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe (México), Chiquinquirá (Colombia), de Luján y Milagro (Argentina).

About Larissa I. López

miércoles, 27 de mayo de 2020

Cuarta catequesis del Papa sobre la oración



Audiencia general cuarta catequesis del Papa sobre la oración
Audiencia General, 27 Mayo 2020 (C) Vatican Media

Texto completo


(zenit – 27 mayo 2020).- En la audiencia general, durante la cuarta catequesis del Papa sobre la oración, el Pontífice ha resaltado que la oración parece ser “el dique, el refugio del hombre ante la oleada de maldad que crece en el mundo” y que “también rezamos para ser salvados de nosotros mismos”.
Hoy, 27 de mayo de 2020, la audiencia general, tal y como ocurre desde la irrupción de la pandemia del coronavirus, ha sido celebrada en la biblioteca del Palacio Apostólico y emitida en directo por zenit. Concretamente, la reflexión del Santo Padre ha versado sobre “La oración de los justos” (Sal 17,1-3.5)..
A continuación, sigue la la cuarta catequesis completa del Papa.
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Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Dedicamos la catequesis de hoy a la oración de los justos.
El plan de Dios para la humanidad es bueno, pero en nuestra vida diaria experimentamos la presencia del mal: es una experiencia diaria. Los primeros capítulos del Libro del Génesis describen la expansión progresiva del pecado en las vivencias humanas. Adán y Eva (cf. Gn 3, 1-7) dudan de las intenciones benévolas de Dios, pensando que se trate de una deidad envidiosa que impide su felicidad. De ahí la rebelión: ya no creen en un Creador generoso que desea su felicidad. Su corazón, cediendo a la tentación del Maligno, es presa de delirios de omnipotencia: «Si comemos el fruto del árbol, nos haremos semejantes a Dios» (cf. v. 5). Y esta es la tentación: esta es la ambición que penetra en el corazón. Pero la experiencia va en la dirección opuesta: sus ojos se abren y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada. No lo olvidéis: el tentador es un mal pagador, paga mal.
El mal se vuelve aún más atroz con la segunda generación humana, es más fuerte: es la historia de Caín y Abel (cf. Génesis 4:1-16). Caín tiene envidia de su hermano; aunque es el primogénito, ve a Abel como un rival, uno que amenaza su primacía. El mal se asoma a su corazón y Caín es incapaz de dominarlo. El mal empieza a penetrar en el corazón: los pensamientos son siempre los de mirar mal al otro, con sospecha. Y esto sucede también con el pensamiento: “Este es malo, me perjudicará”… Y este pensamiento se va abriendo paso en el corazón..Y así la historia de la primera fraternidad termina con un asesinato. Pienso, hoy, en la fraternidad humana…guerras por doquier.
Audiencia general: Palabras del Papa a hablantes de español
En la descendencia de Caín se desarrollan los oficios y las artes, pero también se desarrolla la violencia, expresada en el siniestro cántico de Lamec, que suena como un himno de venganza: “Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. […] Caín será vengado siete veces, mas Lámek lo será setenta y siete”. La venganza. “Lo has hecho ¡vas a pagarlo!”. Pero eso no lo dice el juez, lo digo yo. Y yo me vuelvo juez de la situación. Y así el mal se propaga como un incendio hasta ocupar todo el cuadro: “Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo” (Gen 6,5). Los grandes frescos del diluvio universal (cap. 6-7) y la torre de Babel (cap. 11) revelan que es necesario un nuevo comienzo, como una nueva creación, que tendrá su cumplimiento en Cristo.
Y sin embargo, en estas primeras páginas de la Biblia, también está escrita otra historia, menos llamativa, mucho más humilde y devota, que representa el rescate de la esperanza. Aunque casi todos se comportan con brutalidad, haciendo del odio y la conquista el gran motor de las vivencias humanas, hay personas capaces de rezar a Dios con sinceridad, capaces de escribir de otra manera el destino del hombre. Abel ofrece a Dios un sacrificio de primicias. Después de su muerte, Adán y Eva tuvieron un tercer hijo, Set, de quien nació Enos (que significa “mortal”), y se dice: “En aquel tiempo comenzaron a invocar el nombre del Señor” (4:26). Entonces aparece Enoc, un personaje que “anduvo con Dios” y fue arrebatado al cielo (cf. 5:22.24). Y finalmente está la historia de Noé, un hombre justo que “andaba con Dios” (6:9), frente al cual Dios detiene su propósito de borrar a la humanidad (cf. 6:7-8).
Leyendo estas historias, uno tiene la impresión de que la oración sea el dique, el refugio del hombre ante la oleada de maldad que crece en el mundo. Pensándolo bien también rezamos para ser salvados de nosotros mismos. Es importante rezar: “Señor, por favor, sálvame de mí mismo, de mis ambiciones, de mis pasiones”. Los orantes de las primeras páginas de la Biblia son hombres artífices de paz: en efecto, la oración, cuando es auténtica, libera de los instintos de violencia y es una mirada dirigida a Dios, para que vuelva a ocuparse del corazón del hombre. Se lee en el Catecismo: “Este carácter de la oración ha sido vivido en todas las religiones, por una muchedumbre de hombres piadosos” (CCC, 2569). La oración cultiva prados de renacimiento en lugares donde el odio del hombre solo ha sido capaz de ensanchar el desierto. Y la oración es poderosa, porque atrae el poder de Dios y el poder de Dios da siempre vida; siempre. Es el Dios de la vida y hace renacer.
Por eso el señorío de Dios pasa por la cadena de estos hombres y mujeres, a menudo incomprendidos o marginados en el mundo. Pero el mundo vive y crece gracias al poder de Dios que estos servidores suyos atraen con sus oraciones. Son una cadena que no hace ruido, que rara vez salta a los titulares, y sin embargo ¡es tan importante para devolver la confianza al mundo! Recuerdo la historia de un hombre: un jefe de gobierno, importante, no de esta época, del pasado. Un ateo que no tenía sentido religioso en su corazón, pero de niño escuchaba a su abuela rezar, y eso permaneció en su corazón. Y en un momento difícil de su vida, ese recuerdo volvió a su corazón y dijo: “Pero la abuela rezaba…”. Así que empezó a rezar con las fórmulas de su abuela y allí encontró a Jesús. La oración es una cadena de vida, siempre: muchos hombres y mujeres que rezan, siembran la vida. La oración siembra vida, la pequeña oración: por eso es tan importante enseñar a los niños a rezar. Me duele cuando me encuentro con niños que no saben hacerse la señal de la cruz. Hay que enseñarles a hacer bien la señal de la cruz, porque es la primera oración. Es importante que los niños aprendan a rezar. Luego, a lo mejor, pueden olvidarse, tomar otro camino; pero las primeras oraciones aprendidas de niño permanecen en el corazón, porque son una semilla de vida, la semilla del diálogo con Dios.
El camino de Dios en la historia de Dios ha pasado por ellos: ha pasado por un “resto” de la humanidad que no se uniformó a la ley del más fuerte, sino que pidió a Dios que hiciera sus milagros, y sobre todo que transformara nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26). Y esto ayuda a la oración: porque la oración abre la puerta a Dios, transformando nuestro corazón tantas veces de piedra, en un corazón humano. Y se necesita mucha humanidad, y con la humanidad se reza bien.
© Librería Editorial Vaticana

About Larissa I. López

domingo, 24 de mayo de 2020

“Jesús está presente en el mundo con otro estilo: el del Resucitado"

El Papa desde la Biblioteca Apostólica. El Papa desde la Biblioteca Apostólica.   (Vatican Media)
Mireia Bonilla – Ciudad del Vaticano
“La fiesta de la Ascensión nos dice que Jesús, aunque habiendo ascendido al Cielo para morar gloriosamente a la derecha del Padre, está aún y siempre entre nosotros: de ahí derivan nuestra fuerza, nuestra perseverancia y nuestra alegría”. Son las palabras del Papa Francisco en este domingo en el que se celebra la Solemnidad de la Ascensión del Señor. Francisco, comentando el pasaje del Evangelio del día - que nos muestra a los Apóstoles que se reúnen en Galilea, «en la montaña que Jesús les había indicado» - explica que es aquí donde tiene lugar el último encuentro del Señor Resucitado con los suyos. “En un monte Jesús proclamó las Bienaventuranzas, en los montes se retiraba a orar; allí acogia a las multitudes y curaba a los enfermos, pero esta vez, en la montaña, ya no es el Maestro quien actúa y enseña, sino que es Aquel que pide a los discípulos que actúen y anuncien, confiándoles a ellos el mandato de continuar su obra”.

“Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones”

El Santo Padre recuerda esa invitación de Jesús a sus discipulos en la que los inviste con la misión entre todos los pueblos: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado». Para Francisco, el contenido de la misión confiada a los Apóstoles es el siguiente: “anunciar, bautizar, enseñar a caminar por el camino trazado por el Maestro”, es decir, “el Evangelio”.
El Pontífice asegura que este mensaje de salvación “implica en primer lugar el deber del testimonio, del que también nosotros, discípulos de hoy, estamos llamados a dar razones de nuestra fe”. “Ante una tarea tan exigente, y pensando en nuestras debilidades, nos sentimos inadecuados, como seguramente se sintieron también los mismos Apóstoles” dice el Papa, “pero no debemos desanimarnos” puntualiza, y nos pide que recordemos las palabras que Jesús les dirigió antes de ascender al Cielo: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo».

La promesa de Jesús

Además, explica que con la promesa de permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos, Jesús inaugura el estilo de su presencia en el mundo como el Resucitado: "Jesús está presente en el mundo, pero con otro estilo, con el estilo del Resucitado, es decir, una presencia que se revela en la Palabra, en los Sacramentos, en la acción constante e interior del Espíritu Santo” continúa el Papa. De hecho, dice, “esta promesa asegura la presencia constante y consoladora de Jesús entre nosotros”.
Pero, ¿cómo se realiza esta presencia? El Papa responde: “A través de su Espíritu, que conduce a la Iglesia a caminar por la historia como la compañera de todo hombre”. “Ese Espíritu que, enviado por Cristo y por el Padre, obra la remisión de los pecados y santifica a todos aquellos que, arrepentidos, se abren con confianza a su don”.

jueves, 21 de mayo de 2020

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS



Queridos hermanos y hermanas:
Este año había decidido participar en vuestra Asamblea general anual, el jueves 21 de mayo, fiesta de la Ascensión del Señor, pero se ha cancelado a causa de la pandemia que nos afecta a todos. Por eso, deseo enviaros a todos vosotros este mensaje, para haceros llegar, igualmente, lo que tengo en el corazón para deciros. Esta fiesta cristiana, en estos tiempos inimaginables que estamos viviendo, me parece aún más rica de sugerencias para el camino y la misión de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia.
Celebramos la Ascensión como una fiesta y, sin embargo, en ella se conmemora la despedida de Jesús de sus discípulos y de este mundo. El Señor asciende al Cielo, y la liturgia oriental narra el estupor de los ángeles al ver a un hombre que con su cuerpo sube a la derecha del Padre. No obstante, mientras Cristo estaba para ascender al Cielo, los discípulos —que, además, lo habían visto resucitado— no parecían que hubiesen entendido aún lo sucedido. Él iba a dar inicio al cumplimiento de su Reino y ellos se perdían todavía en sus propias conjeturas. Le preguntaban si iba a restaurar el reino de Israel (cf. Hch 1,6). Pero, cuando Cristo los dejó, en vez de quedarse tristes, volvieron a Jerusalén «con gran alegría», como escribe Lucas (24,52). Sería extraño que no hubiera ocurrido nada. En efecto, Jesús ya les había prometido la fuerza del Espíritu Santo, que descendería sobre ellos en Pentecostés. Este es el milagro que cambió las cosas. Y ellos cobraron seguridad, porque confiaron todo al Señor. Estaban llenos de alegría. Y la alegría en ellos era la plenitud de la consolación, la plenitud de la presencia del Señor.
Pablo escribe a los Gálatas que la plenitud del gozo de los Apóstoles no es el efecto de unas emociones que satisfacen y alegran. Es un gozo desbordante que se puede experimentar solamente como fruto y como don del Espíritu Santo (cf. 5,22). Recibir el gozo del Espíritu Santo es una gracia. Y es la única fuerza que podemos tener para predicar el Evangelio, para confesar la fe en el Señor. La fe es testimoniar la alegría que nos da el Señor. Un gozo como ese no nos lo podemos dar nosotros solos.
Jesús, antes de irse, dijo a los suyos que les mandaría el Espíritu, el Consolador. Y así entregó también al Espíritu la obra apostólica de la Iglesia, durante toda la historia, hasta su venida. El misterio de la Ascensión, junto con la efusión del Espíritu en Pentecostés, imprime y confiere para siempre a la misión de la Iglesia su rasgo genético más íntimo: el de ser obra del Espíritu Santo y no consecuencia de nuestras reflexiones e intenciones. Y este es el rasgo que puede hacer fecunda la misión y preservarla de cualquier presunta autosuficiencia, de la tentación de tomar como rehén la carne de Cristo —que asciende al Cielo— para los propios proyectos clericales de poder.
Cuando, en la misión de la Iglesia, no se acoge ni se reconoce la obra real y eficaz del Espíritu Santo, quiere decir que, hasta las palabras de la misión —incluso las más exactas y las más reflexionadas— se han convertido en una especie de “discursos de sabiduría humana”, usados para auto glorificarse o para quitar y ocultar los propios desiertos interiores.

La alegría del Evangelio
La salvación es el encuentro con Jesús, que nos ama y nos perdona, enviándonos el Espíritu, que nos consuela y nos defiende. La salvación no es la consecuencia de nuestras iniciativas misioneras, ni siquiera de nuestros razonamientos sobre la encarnación del Verbo. La salvación de cada uno puede ocurrir sólo a través de la perspectiva del encuentro con Él, que nos llama. Por esto, el misterio de la predilección inicia —y no puede no iniciar— con un impulso de alegría, de gratitud. La alegría del Evangelio, esa “alegría grande” de las pobres mujeres que, en la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Cristo y lo hallaron vacío, y que luego fueron las primeras en encontrarse con Jesús resucitado y corrieron a decírselo a los demás (cf. Mt 28,8-10). Sólo así, el ser elegidos y predilectos puede testimoniar ante todo el mundo, con nuestras vidas, la gloria de Cristo resucitado...

miércoles, 20 de mayo de 2020

- Audiencia General con el Papa Francisco: Miércoles 20 mayo 2020

 https://www.nazaret.tv/video/16/audiencia-general-20-mayo-2020-papa-francisco

 También este miércoles 20 de mayo, el Papa Francisco celebró su audiencia general en la Biblioteca privada del Palacio Apostólico junto a los prelados que leyeron su catequesis en diversos idiomas. En esta ocasión, prosiguiendo con el ciclo dedicado a la oración el Santo Padre se refirió al misterio de la creación.

Esta catequesis se introdujo con la lectura de algunos versículos del Salmo 8 (4-5.10) que reza:

“Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: ‘¿Qué es el hombre, para que en él pienses? ¿Qué es el ser humano […] para que lo tomes en cuenta?’. Oh Señor, Señor nuestro, ¡qué imponente es tu nombre en toda la tierra!”

Al comenzar su catequesis, hablando en italiano, el Papa afirmó que “la primera página de la Biblia se parece a un gran himno de acción de gracias. La narración de la Creación es cantada rítmicamente, donde es continuamente reafirmada la bondad y la belleza de todo lo que existe. Dios, con su palabra, llama a la vida, y todas las cosas acceden a la existencia. Con la palabra, separa la luz de la oscuridad, alterna el día y la noche, varía las estaciones, abre una paleta de colores con la variedad de plantas y animales”.

“En este bosque desbordante que rápidamente derrota al caos, por último aparece el hombre. Y esta aparición provoca un exceso de exaltación que amplifica la satisfacción y el gozo: ‘Dios vio lo que había hecho, y vio que era muy bueno’”

Pequeñez y sorprendente dignidad del ser humano
Francisco explicó que este misterio de la creación nos lleva a la contemplación de Dios, lo que nos mueve a la oración, tal como lo afirma el Salmo 8, que expresa su grandeza y belleza, ante la cual el ser humano percibe su pequeñez, pero también el lugar especial que ocupa en ella; porque, aunque por naturaleza sea insignificante comparado con la grandiosidad de todo lo creado, posee sin embargo una dignidad sorprendente, que surge de su relación filial con Dios.

“El orante contempla el misterio de la existencia a su alrededor, ve el cielo estrellado sobre él – que la astrofísica nos muestran hoy en día en toda su inmensidad – y se pregunta qué diseño de amor debe haber detrás de una obra tan poderosa”

La creación no es fruto de una ciega casualidad
Tras destacar que el relato de la creación habla de la bondad y la hermosura de todo lo que el Señor hizo con el poder de su Palabra, Francisco dijo que no es fruto “de una ciega casualidad, sino de un plan amoroso que Él tiene para sus hijos”. De ahí que “cuando el hombre mira extasiado la creación, toma conciencia de que él es la única criatura capaz de reconocer la belleza que encierra la obra divina y, ante tanto esplendor, eleva al Creador su oración de agradecimiento y de alabanza por el regalo de la existencia”.

En la oración se afirma un sentimiento de misericordia
“Nada existe por casualidad: el secreto del universo reside en una mirada benévola que alguien cruza en nuestros ojos”, dijo el Santo Padre. Y recordó que el Salmo afirma que “somos poco menos que un Dios, que estamos coronados de gloria y honor”. De ahí que “la relación con Dios es la grandeza del hombre: su entronización”.

“Por naturaleza somos casi nada, pero por vocación somos los hijos del gran Rey”

La contemplación enciende el don de la oración
“Cuando las tristezas y las amarguras de la vida tratan de sofocar nuestra gratitud y alabanza a Dios, la contemplación de las maravillas de su creación enciende, de nuevo, en el corazón el don de la oración, que es la fuerza principal de la esperanza. Y la esperanza es la que nos manifiesta que la vida, aún con sus pruebas y dificultades, está llena de una gracia que la hace digna de ser vivida, protegida y defendida”