domingo, 29 de mayo de 2022

Celebramos la Ascensión del Señor

 

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PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo, 29 de mayo de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy en Italia y en muchos países celebramos la Ascensión del Señor, es decir, su regreso al Padre. En la Liturgia, el Evangelio según Lucas narra la última aparición del Resucitado a los discípulos (cf. 24,46-53). La vida terrenal de Jesús culmina precisamente con la Ascensión, que también profesamos en el Credo: "Ha subido al cielo, está sentado a la derecha del Padre". ¿Qué significa este acontecimiento? ¿Cómo debemos entenderlo? Para responder a esta pregunta, detengámonos en dos acciones que Jesús realiza antes de subir al cielo: primero anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos.

En primer lugar, Jesús dice a sus amigos: "Les envío al que mi Padre ha prometido" (v. 49). Está hablando del Espíritu Santo, el Consolador, el que los acompañará, los guiará, los apoyará en su misión, los defenderá en las batallas espirituales. Entonces comprendemos algo importante: Jesús no abandona a los discípulos. Sube al cielo, pero no nos deja solos. Por el contrario, precisamente al ascender al Padre asegura la efusión de su Espíritu. En otra ocasión había dicho: "Les conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes" (Jn 16,7). El amor de Jesús por nosotros también se puede ver en esto: la suya es una presencia que no quiere restringir nuestra libertad. Al contrario, nos hace un espacio, porque el verdadero amor siempre genera una cercanía que no aplasta, no es posesivo, es cercano, pero no posesivo. Sino el verdadero amor nos hace protagonistas. Por eso, Cristo asegura: "Voy al Padre, y serán revestidos de un poder de lo alto: les enviaré mi propio Espíritu, y con su poder continuarán mi obra en el mundo" (cf. Lc 24,49). Por eso, al subir al cielo, Jesús, en lugar de permanecer cerca de unos pocos con su cuerpo, se hace cercano a todos con su Espíritu. El Espíritu Santo hace presente a Jesús en nosotros, más allá de las barreras del tiempo y del espacio, para que seamos sus testigos en el mundo.

Inmediatamente después -es la segunda acción- Cristo levanta las manos y bendice a los apóstoles (cf. v. 50). Es un gesto sacerdotal. Dios, desde los tiempos de Aarón, había confiado a los sacerdotes la tarea de bendecir al pueblo (cf. Nm 6,26). El Evangelio quiere decirnos que Jesús es el gran sacerdote de nuestra vida. Jesús sube al Padre para interceder por nosotros, para presentarle nuestra humanidad.

Así, ante los ojos del Padre, están y estarán siempre, con la humanidad de Jesús, nuestras vidas, nuestras esperanzas, nuestras heridas. Así, al hacer su "éxodo" al Cielo, Cristo "nos abre camino", va a preparar un lugar para nosotros y, desde ahora, intercede por nosotros, para que siempre estemos acompañados y bendecidos por el Padre.

Hermanos y hermanas, pensemos hoy en el don del Espíritu que hemos recibido de Jesús para ser testigos del Evangelio. Preguntémonos si realmente lo somos; y también si somos capaces de amar a los demás, dejándolos libres y dejándoles espacio. Y luego: ¿sabemos hacernos intercesores por los demás, es decir, sabemos rezar por ellos y bendecir sus vidas? ¿O servimos a los demás por nuestros propios intereses? Aprendamos esto: la oración de intercesión, intercediendo por las esperanzas y los sufrimientos del mundo, por la paz. Y bendigamos con la mirada y palabras a quienes encontramos cada día.

Ahora recemos a la Virgen, la bendita entre las mujeres, que, llena del Espíritu Santo, siempre reza e intercede por nosotros.

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miércoles, 25 de mayo de 2022

El Papa en la catequesis: la sabiduría de los ancianos, antídoto contra el desencanto

 https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2022-05/papa-francisco-audiencia-catequesis-vejez-eclesiastes-25-mayo-22.html

Este miércoles, 25 de mayo, el Santo Padre en su catequesis sobre el sentido y el valor de la vejez, meditó con el Libro del Eclesiastés y dijo que, “¡Los ancianos llenos de sabiduría y humor hacen mucho bien a los jóvenes! Los salvan de la tentación de un conocimiento del mundo triste y sin sabiduría”.

Renato Martinez – Ciudad del Vaticano

“La vejez puede aprender de la sabiduría irónica de Qohélet el arte de sacar a la luz el engaño oculto en el delirio de una verdad de la mente desprovista de afectos por la justicia”, lo dijo el Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles, 25 de mayo, continuando con su ciclo de catequesis sobre la vejez, en esta ocasión reflexionando a la luz del Libro del Eclesiastés o Qohélet (2,17-18; 12,13-14), otra joya que encontramos en la Biblia.

Un Libro que cuestiona el sentido de la existencia

Al presentar su décima primera reflexión sobre “la sabiduría y el valor de la vejez”, el Santo Padre señaló que, “en una primera lectura este breve libro impresiona y deja desconcertado por su famoso estribillo: «Todo es vanidad», todo es ‘niebla’, ‘humo’, ‘vacío’. Sorprende encontrar estas expresiones, que cuestionan el sentido de la existencia, dentro de la Sagrada Escritura”. En realidad, explicó el Pontífice, la oscilación continua de Qohélet entre el sentido y el sinsentido es la representación irónica de un conocimiento de la vida que se desprende de la pasión por la justicia, de la que el juicio de Dios es garante. Y la conclusión del Libro indica el camino para salir de la prueba:

“Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal”

La resistencia de la vejez al desencanto de la vida

Ante esta realidad, evidenció el Papa Francisco que, en ciertos momentos, nos parece acoger todos los contrarios, reservándoles el mismo destino, que es el de acabar en la nada, el camino de la indiferencia puede parecernos también a nosotros el único remedio para una dolorosa desilusión. Puede surgir en nosotros, afirmó el Pontífice, una especie de intuición negativa que puede presentarse en cada etapa de la vida, pero no hay duda de que la vejez hace casi inevitable el encuentro con el desencanto. Y por tanto la resistencia de la vejez a los efectos desmoralizantes de este desencanto es decisiva: si los ancianos, que ya han visto de todo, conservan intacta su pasión por la justicia, entonces hay esperanza para el amor, y también para la fe.

“Para el mundo contemporáneo se ha vuelto crucial el paso a través de esta crisis, crisis saludable, porque una cultura que presume de medir todo y manipular todo termina por producir también una desmoralización colectiva del sentido, del amor, del bien”

La búsqueda moderna de la verdad está separada de la justicia

Esta desmoralización de la vida, precisó el Santo Padre, quita el deseo de buscar la “verdad”, que se limita a registrar el mundo, al fluir del tiempo y al destino de la nada. “De esta forma -revestida de cientificidad, pero también muy insensible y muy amoral- la búsqueda moderna de la verdad se ha visto tentada a despedirse totalmente de la pasión por la justicia. Ya no cree en su destino, en su promesa, en su redención”. Para nuestra cultura moderna, que al conocimiento exacto de las cosas quisiera entregar prácticamente todo, la aparición de esta nueva razón cínica – que suma conocimiento e irresponsabilidad – es un contragolpe muy duro.

“El conocimiento que nos exime de la moralidad, al principio parece una fuente de libertad, de energía, pero pronto se convierte en una parálisis del alma”

Atentos a la “acedia”, una enfermedad del alma

En este sentido, el Papa Francisco dijo que, Qohélet, con su ironía, ya desenmascara esta tentación fatal de una omnipotencia del saber -un “delirio de omnisciencia” - que genera una impotencia de la voluntad. Asimismo, afirmó que, los monjes de la más antigua tradición cristiana habían identificado con precisión esta enfermedad del alma, que de pronto descubre la vanidad del conocimiento sin fe y sin moral, la ilusión de la verdad sin justicia. La llamaban “acedia”. No es simplemente pereza. No es simplemente depresión. Más bien, es la rendición al conocimiento del mundo sin más pasión por la justicia y la acción consecuente.

El peligro de una “sociedad del cansancio”

El vacío de sentido y de fuerzas abierto por este saber, que rechaza toda responsabilidad ética y todo afecto por el bien real, no es inofensivo. No solamente le quita las fuerzas a la voluntad del bien: por contragolpe, abre la puerta a la agresividad de las fuerzas del mal. Son las fuerzas de una razón enloquecida, que se vuelve cínica por un exceso de ideología. De hecho, con todo nuestro progreso y bienestar, nos hemos convertido verdaderamente en una “sociedad del cansancio”. Teníamos que producir bienestar generalizado y toleramos un mercado sanitario científicamente selectivo. Teníamos que poner un límite infranqueable a la paz, y vemos sucesión de guerras cada vez más despiadadas contra personas indefensas. La ciencia progresa, naturalmente, y es un bien. Pero la sabiduría de la vida es otra cosa, y parece estancada.

No busquemos refugio en las brujerías de la vida

Finalmente, el Santo Padre dijo que, esta razón an-afectiva e ir-responsable también quita sentido y energías al conocimiento de la verdad. No es casualidad que la nuestra sea la época de las fake news, de las supersticiones colectivas y las verdades pseudo-científicas. En esta cultura del saber, del conocer y de la precisión, se ha difundido tanta “bujería culta”, que nos llevan a una vida de supersticiones. ¡Los ancianos llenos de sabiduría y humor hacen mucho bien a los jóvenes! Los salvan de la tentación de un conocimiento del mundo triste y sin sabiduría. Y los devuelven a la promesa de Jesús: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados».

domingo, 22 de mayo de 2022

Papa Francisco en Regina Coeli, 22-5-2022: «La paz que Jesús nos da es el Espíritu Santo, que desarma el corazón y lo llena de serenidad, nos da la fuerza para perdonar»

22 de mayo de 2022.- (Camino católico) «Les dejo la paz, les doy mi paz». Las frases de Jesús en la última cena, fueron el centro de la reflexión del Papa Francisco sobre el Evangelio del Día, que, como cada domingo se ha asomado desde la ventana del Palacio Apostólico Vaticano para rezar junto con los fieles presentes en la Plaza de San Pedro la oración a la Madre de Dios. 

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy, Jesús, despidiéndose de sus discípulos durante la última cena, dice, casi como en una especie de testamento: «Les dejo la paz». Y enseguida añade: «Les doy mi paz» (Jn 14,27). Detengámonos en estas breves frases.

En primer lugar, les dejo la paz. Jesús se despide con palabras que expresan afecto y serenidad, pero lo hace en un momento que no es precisamente sereno: Judas ha salido para traicionarlo, Pedro está a punto de negarlo y casi todos lo abandonarán. El Señor lo sabe, y con todo no reprocha, no usa palabras severas, no pronuncia discursos duros. En vez de mostrar agitación, permanece afable hasta el final. Un proverbio dice que se muere como se ha vivido. Las últimas horas de Jesús son, en efecto, como la esencia de toda su vida. Experimenta miedo y dolor, pero no deja espacio al resentimiento y a la protesta. No se deja llevar por la amargura, no se desahoga, no se muestra incapaz de soportar. Está en paz, una paz que proviene de su corazón manso, habitado por la confianza. Y de ahí surge la paz que Jesús nos deja. Porque no se puede dejar la paz a los demás si uno no la tiene en sí mismo. No se puede dar paz si no se está en paz.

Les dejo la paz: Jesús demuestra que la mansedumbre es posible. Él la ha encarnado precisamente en el momento más difícil; y desea que también nos comportemos así nosotros, que somos los herederos de su paz. Nos quiere mansos, abiertos, disponibles para escuchar, capaces de aplacar las disputas y tejer concordia. Esto es dar testimonio de Jesús, y vale más que mil palabras y que muchos sermones. El testimonio de la paz. Preguntémonos si, en los lugares en los que vivimos, nosotros, los discípulos de Jesús, nos comportamos así: ¿Aliviamos las tensiones, apagamos los conflictos? ¿Tenemos una mala relación con alguien, estamos siempre preparados para reaccionar, para estallar, o sabemos responder con la no violencia? ¿Sabemos responder con palabras y gestos de paz? ¿Cómo reacciono yo? Que cada uno se lo pregunte.

Cierto, esta mansedumbre no es fácil: ¡Qué difícil es, a todos los niveles, desactivar los conflictos! Aquí viene en nuestra ayuda la segunda frase de Jesús: Les doy mi paz. Jesús sabe que nosotros solos no somos capaces de custodiar la paz, que necesitamos una ayuda, un don. La paz, que es nuestro compromiso, es ante todo don de Dios. En efecto, Jesús dice: «Les doy mi paz, pero no como la da el mundo» (v. 27). ¿Qué es esta paz que el mundo no conoce y que el Señor nos dona? Esta paz es el Espíritu Santo, el mismo Espíritu de Jesús. Es la presencia de Dios en nosotros, es la “fuerza de paz” de Dios. Es Él, el Espíritu Santo, quien desarma el corazón y lo llena de serenidad. Es Él, el Espíritu Santo, quien deshace las rigideces y apaga la tentación de agredir a los demás. Es Él, el Espíritu Santo, quien nos recuerda que junto a nosotros hay hermanos y hermanas, no obstáculos y adversarios. Es Él, el Espíritu Santo, quien nos da la fuerza para perdonar, para recomenzar, para volver a partir, porque con nuestras solas fuerzas no podemos. Y con Él, con el Espíritu Santo,  nos transformamos en hombres y mujeres de paz.

Queridos hermanos y hermanas, ningún pecado, ningún fracaso, ningún rencor debe desanimarnos a la hora de pedir con insistencia el don del Espíritu Santo que nos da la paz. Cuanto más sentimos que el corazón está agitado, cuanto más advertimos en nuestro interior nerviosismo, intolerancia, rabia, más debemos pedir al Señor el Espíritu de la paz. Aprendamos a decir cada día: “Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo”. Es una hermosa oración; ¿la decimos juntos?: “Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo”. No he oído bien, otra vez: “Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo”.

Y pidámoslo también para quienes viven junto a nosotros, para quienes encontramos todos los días y para los responsables de las naciones.

Que la Virgen nos ayude a acoger al Espíritu Santo para ser constructores de paz.

miércoles, 18 de mayo de 2022

Catequesis sobre la vejez 10. Job. La prueba de la fe, la bendición de la espera

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 18 de mayo de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje bíblico que hemos escuchado cierra el Libro de Job, un vértice de la literatura universal. Nosotros encontramos a Job en nuestro camino de catequesis sobre la vejez: lo encontramos como testigo de la fe que no acepta una “caricatura” de Dios, sino que grita su protesta frente al mal, para que Dios responda y revele su rostro. Y Dios al final responde, como siempre de forma sorprendente: muestra a Job su gloria pero sin aplastarlo, es más, con soberana ternura, como hace Dios, siempre, con ternura. Es necesario leer bien las páginas de este libro, sin prejuicios, sin clichés, para captar la fuerza del grito de Job. Nos hará bien ponernos en su escuela, para vencer la tentación del moralismo ante la exasperación y el abatimiento por el dolor de haberlo perdido todo.

En este pasaje conclusivo del libro —nosotros recordamos la historia, Job que pierde todo en la vida, pierde las riquezas, pierde la familia, pierde al hijo y pierde también la salud y se queda ahí, herido, en diálogo con tres amigos, después un cuarto, que vienen a saludarlo: esta es la historia— y en este pasaje de hoy, el pasaje conclusivo del libro, cuando finalmente Dios toma la palabra (y este diálogo de Job con sus amigos es como un camino para llegar al momento que Dios da su palabra) Job es alabado porque ha comprendido el misterio de la ternura de Dios escondida detrás de su silencio. Dios reprende a los amigos de Job que suponían que sabían todo, sabían de Dios y del dolor y, habiendo venido a consolar a Job, terminaron juzgándolo con sus esquemas preconcebidos. ¡Dios nos guarde de este pietismo hipócrita y presuntuoso! Dios nos guarde de esa religiosidad moralista y de esa religiosidad de preceptos que nos da una cierta presunción y lleva al fariseísmo y a la hipocresía.

Así se expresa el Señor respecto a ellos. Dice el Señor: «Mi ira se ha encendido contra [vosotros] […], porque no habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job. […]: esto es lo que dice el Señor a los amigos de Job. «Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en atención a él, no os castigaré por no haber hablado con verdad de mí, como mi siervo Job» (42,7-8). La declaración de Dios nos sorprende, porque hemos leído las páginas encendidas de la protesta de Job, que nos han dejado consternados. Sin embargo —dice el Señor— Job habló bien, también cuando estaba enfadado e incluso enfadado contra Dios, pero habló bien, porque se negó a aceptar que Dios es un “Perseguidor”, Dios es otra cosa. Y como recompensa, Dios le devuelve a Job el doble de todos sus bienes, después de pedirle que ore por esos malos amigos suyos.

El punto de inflexión de la conversión de la fe se produce precisamente en el culmen del desahogo de Job, donde dice: «Yo sé que vive mi redentor, que se alzará el último sobre el polvo, que después que me dejen sin piel, ya sin carne, veré a Dios. Sí, seré yo quien lo veré, mis ojos lo verán, que no un extraño» (19,25-27). Este pasaje es bellísimo. A mí me viene a la mente el final de ese oratorio genial de Haendel, el Mesías, después de esa fiesta del Aleluya lentamente el soprano canta este pasaje: “Yo sé que mi Redentor vive”, con paz. Y así, después de toda esa cosa de dolor y de alegría de Job, la voz del Señor es otra cosa. “Yo sé que mi Redentor vive”: es algo bellísimo. Podemos interpretarlo así: “Mi Dios, yo sé que Tú no eres el Perseguidor. Mi Dios vendrá y me hará justicia”. Es la fe sencilla en la resurrección de Dios, la fe sencilla en Jesucristo, la fe sencilla que el Señor siempre nos espera y vendrá.

La parábola del libro de Job representa de forma dramática y ejemplar lo que en la vida sucede realmente. Es decir que sobre una persona, sobre una familia o sobre un pueblo se abaten pruebas demasiado pesadas, pruebas desproporcionadas respecto a la pequeñez y fragilidad humana. En la vida a menudo, come se dice, “llueve sobre mojado”. Y algunas personas se ven abrumadas por una suma de males que parece verdaderamente excesiva e injusta. Y muchas personas son así.

Todos hemos conocido personas así. Nos ha impresionado su grito, pero a menudo nos hemos quedado también admirados frente a la firmeza de su fe y de su amor en su silencio. Pienso en los padres de niños con graves discapacidades, o en quien vive una enfermedad permanente o al familiar que está al lado… Situaciones a menudo agravadas por la escasez de recursos económicos. En ciertas coyunturas de la historia, este cúmulo de pesos parecen darse como una cita colectiva. Es lo que ha sucedido en estos años con la pandemia del Covid-19 y lo que está sucediendo ahora con la guerra en Ucrania.

¿Podemos justificar estos “excesos” como una racionalidad superior de la naturaleza y de la historia? ¿Podemos bendecirlos religiosamente como respuesta justificada a las culpas de las víctimas, que se lo han merecido? No, no podemos. Existe una especie de derecho de la víctima a la protesta, en relación con el misterio del mal, derecho que Dios concede a cualquiera, es más, que Él mismo, después de todo, inspira. A veces yo encuentro gente que se me acerca y me dice: “Pero, Padre, yo he protestado contra Dios porque tengo este problema, ese otro…”. Pero, sabes, que la protesta es una forma de oración, cuando se hace así. Cuando los niños, los chicos protestan contra los padres, es una forma de llamar su atención y pedir que les cuiden. Si tú tienes en el corazón alguna llaga, algún dolor y quieres protestar, protesta también contra Dios, Dios te escucha, Dios es Padre, Dios no se asusta de nuestra oración de protesta, ¡no! Dios entiende. Pero sé libre, sé libre en tu oración, ¡no encarceles tu oración en los esquemas preconcebidos! La oración debe ser así, espontánea, como esa de un hijo con el padre, que le dice todo lo que le viene a la boca porque sabe que el padre lo entiende. El “silencio” de Dios, en el primer momento del drama, significa esto. Dios no va a rehuir la confrontación, pero al principio deja a Job el desahogo de su protesta, y Dios escucha. Quizás, a veces, deberíamos aprender de Dios este respeto y esta ternura. Y a Dios no le gusta esa enciclopedia —llamémosla así— de explicaciones, de reflexiones que hacen los amigos de Job. Eso es zumo de lengua, que no es adecuado: es esa religiosidad que explica todo, pero el corazón permanece frío. A Dios no le gusta esto. Le gusta más la protesta de Job o el silencio de Job.

La profesión de fe de Job —que emerge precisamente en su incesante llamamiento a Dios, a una justicia suprema— se completa al final con la experiencia casi mística, diría yo, que le hace decir: «Yo te conocía solo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5). ¡Cuánta gente, cuántos de nosotros después de una experiencia un poco mala, un poco oscura, da el paso y conoce a Dios mejor que antes! Y podemos decir, como Job: “Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos, porque te he encontrado”. Este testimonio es particularmente creíble si la vejez se hace cargo, en su progresiva fragilidad y pérdida. ¡Los ancianos han visto muchas en la vida! Y han visto también la inconsistencia de las promesas de los hombres. Hombres de ley, hombres de ciencia, hombres de religión incluso, que confunden al perseguidor con la víctima, imputando a esta la responsabilidad plena del propio dolor. ¡Se equivocan!

Los ancianos que encuentran el camino de este testimonio, que convierte el resentimiento por la pérdida en la tenacidad por la espera de la promesa de Dios —hay un cambio, del resentimiento por la pérdida hacia una tenacidad para seguir la promesa de Dios—, estos ancianos son un presidio insustituible para la comunidad en el afrontar el exceso del mal. La mirada de los creyentes que se dirige al Crucificado aprende precisamente esto. Que podamos aprenderlo también nosotros, de tantos abuelos y abuelas, de tantos ancianos que, como María, unen su oración, a veces desgarradora, a la del Hijo de Dios que en la cruz se abandona al Padre. Miremos a los ancianos, miremos a los viejos, las viejas, las viejitas; mirémoslos con amor, miremos su experiencia personal. Ellos han sufrido mucho en la vida, han aprendido mucho en la vida, han pasado muchas, pero al final tienen esta paz, una paz —yo diría— casi mística, es decir la paz del encuentro con Dios, tanto que pueden decir “Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos”. Estos viejos se parecen a esa paz del Hijo de Dios en la cruz que se abandona al Padre.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Los invito a releer el libro de Job, y a dejarnos interpelar por su testimonio. Aunque tuvo que atravesar numerosas pruebas y sufrimientos, nunca dejó de elevar su oración al Padre. Unámonos también nosotros a esa súplica, y pidamos al Señor que aumente y fortalezca nuestra fe. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

La catequesis de hoy sobre la ancianidad nos presenta la figura de Job, que gritaba de dolor y le pedía a Dios una respuesta que diera sentido a las numerosas desgracias y humillaciones que padecía en su vida. De ese clamor incesante surgió su conversión y su profesión de fe, ya que Dios le dio a conocer su verdadero rostro. Job, por tanto, obtuvo una respuesta, y fue bendecido con una larga ancianidad, porque se dejó transformar por el misterio de la ternura de Dios, que muchas veces se esconde en el silencio.

La historia de Job ejemplifica la vida de tantas personas, familias y pueblos marcados por el sufrimiento. Su dolor nos interpela, y nos admira la firmeza de su fe y de su amor. Así también los ancianos —que ya han atravesado muchas pruebas a lo largo de su vida—, cuando saben convertir el dolor por las pérdidas en espera confiada de las promesas de Dios, son un testimonio y un tesoro insustituible para que la comunidad pueda aprender a afrontar las dificultades y el exceso de mal.



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lunes, 16 de mayo de 2022

EL MANDAMIENTO DEL AMOR QUE CRISTO NOS DEJÓ

 

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SANTA MISA Y CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS

Titus Brandsma - Lázaro Devasahayam - César de Bus - Luis María Palazzolo - Justino María Russolillo -
Carlos de Foucauld - María Rivier - María Francisca de Jesús Rubatto - María de Jesús Santocanale - María Domenica Mantovani

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Domingo, 15 de mayo de 2022

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Hemos escuchado algunas palabras que Jesús entregó a los suyos antes de pasar de este mundo al Padre, palabras que expresan lo que significa ser cristianos: «Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn 13,34). Este es el testamento que Cristo nos dejó, el criterio fundamental para discernir si somos verdaderamente sus discípulos o no: el mandamiento del amor. Consideremos dos elementos esenciales de este mandamiento: el amor de Jesús por nosotros —así como yo los he amado— y el amor que Él nos pide que vivamos —ámense los unos a los otros.

Ante todo, como yo los he amado. ¿Cómo nos ha amado Jesús? Hasta el extremo, hasta la entrega total de sí. Impacta ver que pronuncia estas palabras en una noche sombría, mientras el clima que se respira en el cenáculo está cargado de emoción y preocupación. Emoción porque el Maestro está a punto de despedirse de sus discípulos. Preocupación porque anuncia que precisamente uno de ellos lo traicionará. Podemos imaginar qué dolor tendría Jesús en su alma, qué oscuridad se acumulaba en el corazón de los apóstoles, y qué amargura ver a Judas que, después de haber recibido del Maestro el bocado mojado en su plato, salía de la sala para adentrarse en la noche de la traición. Y, justo en la hora de la traición, Jesús confirmó el amor por los suyos. Porque en las tinieblas y en las tempestades de la vida lo esencial es que Dios nos ama.

Hermanos, hermanas, que este anuncio sea central en la profesión y en las expresiones de nuestra fe: «no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4,10). No lo olvidemos nunca. No son nuestros talentos, nuestros méritos los que están en el centro, sino el amor incondicional y gratuito de Dios, que no hemos merecido. En el origen de nuestro ser cristianos no están las doctrinas y las obras, sino el asombro de descubrirnos amados, antes de cualquier respuesta que nosotros podamos dar. Mientras el mundo quiere frecuentemente convencernos de que sólo valemos si producimos resultados, el Evangelio nos recuerda la verdad de la vida: somos amados. Y este es nuestro valor, somos amados. Un maestro espiritual de nuestro tiempo escribió: «Antes de que cualquier ser humano nos viera, hemos sido mirados por los amorosos ojos de Dios. Antes de que alguien nos escuchara llorar o reír, hemos sido escuchados por nuestro Dios, que es todo oídos para nosotros. Antes de que alguien en este mundo nos hablara, la voz del amor eterno ya nos hablaba» (H. Nouwen, Sentirsi amati, Brescia 1997, 50). Él nos amó primero, Él nos esperó. Él nos ama y sigue amándonos. Esta es nuestra identidad: somos amados por Dios. Esta es nuestra fuerza: somos amados por Dios. 

Esta verdad nos pide una conversión en relación con la idea que a menudo tenemos sobre la santidad. A veces, insistiendo demasiado sobre nuestro esfuerzo por realizar obras buenas, hemos erigido un ideal de santidad basado excesivamente en nosotros mismos, en el heroísmo personal, en la capacidad de renuncia, en sacrificarse para conquistar un premio. Es una visión a menudo demasiado pelagiana de la vida y de la santidad. De ese modo, hemos hecho de la santidad una meta inalcanzable, la hemos separado de la vida de todos los días, en vez de buscarla y abrazarla en la cotidianidad, en el polvo del camino, en los afanes de la vida concreta y, como decía Teresa de Ávila a sus hermanas, “entre los pucheros de la cocina”. Ser discípulos de Jesús es caminar por la vía de la santidad y, ante todo, dejarse transfigurar por la fuerza del amor de Dios. No olvidemos la primacía de Dios sobre el yo, del Espíritu sobre la carne, de la gracia sobre las obras. A veces nosotros damos más valor, más importancia al yo, a la carne y a las obras. No. Primacía de Dios sobre el yo, primacía del Espíritu sobre la carne, primacía de la gracia sobre las obras.

El amor que recibimos del Señor es la fuerza que transforma nuestra vida, nos ensancha el corazón y nos predispone para amar. Por eso Jesús dice —y he aquí el segundo aspecto— «así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros». Este así no es solamente una invitación a imitar el amor de Jesús, significa que sólo podemos amar porque Él nos ha amado, porque da a nuestros corazones su mismo Espíritu, el Espíritu de santidad, amor que nos sana y nos transforma. Es por eso que podemos tomar decisiones y realizar gestos de amor en cada situación y con cada hermano y hermana que encontramos. Porque somos amados tenemos la fuerza de amar. Así como yo soy amado, puedo amar. Siempre, el amor que yo doy está unido al amor de Jesús por mí: “así”. Así como Él me ha amado, así yo puedo amar. Es así de simple la vida cristiana, ¡así de simple! Somos nosotros los que la complicamos con tantas cosas. Pero en realidad es así de simple.     

Y, en concreto, ¿qué significa vivir este amor? Antes de darnos este mandamiento, Jesús les lavó los pies a sus discípulos; y después de haberlo pronunciado, se entregó en el madero de la cruz. Amar significa esto: servir y dar la vidaServir significa no anteponer los propios intereses, desintoxicarse de los venenos de la avidez y la competición, combatir el cáncer de la indiferencia y la carcoma de la autorreferencialidad, compartir los carismas y los dones que Dios nos ha dado. Preguntémonos, concretamente, “¿qué hago por los demás?”. Esto es amar. Y vivamos las cosas ordinarias de cada día con espíritu de servicio, con amor y silenciosamente, sin reivindicar nada.

Y, luego, dar la vida, que no es sólo ofrecer algo, como por ejemplo dar algunos bienes propios a los demás, sino darse uno mismo. A mí me gusta preguntar a las personas que me piden un consejo: “Dime, ¿tú das limosna?” —“Sí, Padre, yo doy limosna a los pobres” —“Y cuando tú das la limosna, ¿tocas la mano del pobre o le dejas caer la moneda y te limpias la mano?”. Y las personas se sonrojan y responden: “No, yo no toco”. “Cuando tú das limosna, ¿miras a la persona que estás ayudando o miras para otro lado?” —“Yo no miro”. Tocar y mirar, tocar y mirar la carne de Cristo que sufre en nuestros hermanos y hermanas. Esto es muy importante, esto es dar la vida. La santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano. «¿Eres consagrada o consagrado? —hay muchos hoy aquí—Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado o casada? Sé santo y santa amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador o una mujer trabajadora? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos, y luchando por la justicia de tus compañeros, para que no se queden sin trabajo, para que tengan siempre el salario justo. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. Dime, ¿tienes autoridad? —y aquí hay muchas personas que tienen autoridad— Les pregunto: ¿tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales» (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 14). Este es el camino de la santidad, así de simple. Viendo siempre a Jesús en los demás. 

Estamos llamados también nosotros a servir al Evangelio y a los hermanos y a ofrecer nuestra propia vida desinteresadamente —esto es un secreto: ofrecer desinteresadamente—, sin buscar ninguna gloria mundana. Nuestros compañeros de viaje, hoy canonizados, vivieron la santidad de este modo: se desgastaron por el Evangelio abrazando con entusiasmo su vocación —de sacerdote, algunos, de consagrada, otras, de laico—, descubrieron una alegría sin igual y se convirtieron en reflejos luminosos del Señor en la historia. Esto es un santo o una santa, un reflejo luminoso del Señor en la historia. Intentémoslo también nosotros: el camino de la santidad no está cerrado, es universal, es una llamada para todos nosotros, comienza con el Bautismo, no está cerrado. Intentémoslo también nosotros, porque todos estamos llamados a la santidad, a una santidad única e irrepetible. La santidad es siempre original, como decía el beato Carlos Acutis, no hay santidad de fotocopia, es la mía, la tuya, la de cada uno de nosotros. Es única e irrepetible. Sí, el Señor tiene un proyecto de amor para cada uno, tiene un sueño para tu vida, para mi vida, para la vida de cada uno de nosotros. ¿Qué más puedo decirles? Llévenlo adelante con alegría. Gracias.



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miércoles, 11 de mayo de 2022

Catequesis sobre la vejez 9. Judit. Una juventud admirable, una vejez generosa.

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 11 de mayo de 2022

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¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Hoy hablaremos de Judit, una heroína bíblica. La conclusión del libro que lleva su nombre —hemos escuchado un pasaje— sintetiza la última parte de la vida de esta mujer, que defendió a Israel de sus enemigos. Judit es una joven y virtuosa viuda judía que, gracias a su fe, a su belleza y a su astucia, salva la ciudad de Betulia y al pueblo de Judá del asedio de Holofernes, general de Nabucodonosor rey de Asiria, enemigo prepotente y despectivo de Dios. Y así, con su forma astuta de actuar, es capaz de degollar al dictador que estaba contra el país. Era valiente, esta mujer, pero tenía fe.

Después de la gran aventura que la ve como protagonista, Judit vuelve a su ciudad, Betulia, donde vive una bonita vejez hasta los ciento cinco años. Había llegado para ella el tiempo de la vejez como llega para muchas personas: a veces después de una vida de trabajo, a veces después de una existencia llena de peripecias o de gran entrega. El heroísmo no es solamente el de los grandes eventos que caen bajo los focos, por ejemplo el de Judit de haber asesinado al dictador, sino que a menudo el heroísmo se encuentra en la tenacidad del amor vertido en una familia difícil y a favor de una comunidad amenazada.

Judit vivió más de cien años, una bendición particular. Pero no es raro, hoy, tener muchos años todavía para vivir después de la jubilación. ¿Cómo interpretar, cómo aprovechar este tiempo que tenemos a disposición? Yo me jubilo hoy, y serán muchos años, y ¿qué puedo hacer, en estos años, cómo puede crecer  —en edad va por sí solo— pero cómo puede creer en autoridad, en santidad en sabiduría?

La perspectiva de la jubilación coincide para muchos con la de un merecido y deseado descanso de actividades exigentes y fatigosas. Pero sucede también que el final del trabajo representa una fuente de preocupación y es esperado con algún temor: “¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?”: esta es la pregunta. El trabajo cotidiano significa también un conjunto de relaciones, la satisfacción de ganarse la vida, la experiencia de tener un rol, una merecida consideración, una jornada completa que va más allá del simple horario de trabajo.

Por supuesto, hay un compromiso, gozoso y cansado, de cuidar a los nietos, y hoy los abuelos tienen un rol muy grande en la familia para ayudar a crecer a los nietos; pero sabemos que hoy nacen cada vez menos niños, y los padres suelen estar más distantes, más sujetos a desplazamientos, con situaciones laborales y habitacionales desfavorables. A veces son aún más reacios a confiar espacios educativos a los abuelos, concediéndoles solo aquellos estrictamente relacionados con la necesidad de asistencia. Pero alguien me decía, un poco sonriendo con ironía: “Hoy los abuelos, en esta situación socio-económica, se han vuelto más importantes, porque tienen la pensión”. Hay nuevas exigencias, también en el ámbito de las relaciones educativas y parentales, que nos piden remodelar la alianza tradicional entre las generaciones.

Pero, nos preguntamos: ¿hacemos nosotros este esfuerzo por “remodelar”? ¿O simplemente sufrimos la inercia de las condiciones materiales y económicas? La convivencia de las generaciones, de hecho, se alarga. ¿Tratamos, todos juntos, de hacerlas más humanas, más afectuosas, más justas, en las nuevas condiciones de las sociedades modernas? Para los abuelos, una parte importante de su vocación es sostener a los hijos en la educación de los niños. Los pequeños aprenden la fuerza de la ternura y el respeto por la fragilidad: lecciones insustituibles, que con los abuelos son más fáciles de impartir y de recibir. Los abuelos, por su parte, aprenden que la ternura y la fragilidad no son solo signos de la decadencia: para los jóvenes, son pasajes que hacen humano el futuro.

Judit se queda viuda pronto y no tiene hijos, pero, como anciana, es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad, con la conciencia de haber vivido hasta el fondo la misión que el Señor le había encomendado. Para ella es el tiempo de dejar la herencia buena de la sabiduría, de la ternura, de los dones para la familia y la comunidad: una herencia de bien y no solamente de bienes. Cuando se piensa en la herencia, a veces pensamos en los bienes, y no en el bien que se ha hecho en la vejez y que ha sido sembrado, ese bien que es la mejor herencia que nosotros podemos dejar.

Precisamente en su vejez, Judit “concedió la libertad a su sierva preferida”. Esto es signo de una mirada atenta y humana hacia quien ha estado cerca de ella. Esta sierva la había acompañado en el momento de esa aventura para vencer al dictador y degollarlo. Como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban. Los ancianos saben mirar y saben ver... Es así: el Señor no encomienda sus talentos solo a los jóvenes y a los fuertes; tiene para todos, a medida de cada uno, también para los ancianos. La vida de nuestras comunidades debe saber disfrutar de los talentos y de los carismas de tantos ancianos, que para el registro están ya jubilados, pero que son una riqueza que hay que valorar. Esto requiere, por parte de los propios ancianos, una atención creativa, una atención nueva, una disponibilidad generosa. Las habilidades precedentes de la vida activa pierden su parte de constricción y se vuelven recursos de donación: enseñar, aconsejar, construir, curar, escuchar… Preferiblemente a favor de los más desfavorecidos, que no pueden permitirse ningún aprendizaje y que están abandonados a su soledad.

Judit liberó a su sierva y colmó a todos de atenciones. De joven se había ganado la estima de la comunidad con su valentía. De anciana, la mereció por la ternura con la que enriqueció la libertad y los afectos. Judit no es una jubilada que vive melancólicamente su vacío: es una anciana apasionada que llena de dones el tiempo que Dios le dona. Yo os pido: tomad, uno de estos días, la Biblia y tomad el libro de Judit: es pequeño, se lee fácilmente, son diez páginas, no más. Leed esta historia de una mujer valiente que termina así, con ternura, con generosidad, una mujer a la altura. Y así yo quisiera que fueran nuestras abuelas. Todas así: valientes, sabias y que nos dejen la herencia no del dinero, sino la herencia de la sabiduría, sembrada en sus nietos.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Está lleno de mexicanos. Los animo a vivir con generosidad el tiempo que Dios nos regala, dedicándolo a su servicio en la entrega a los demás, especialmente a las personas más frágiles y vulnerables. Pidamos esta gracia al Señor por intercesión de María, Madre de la Esperanza. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.


 

LLAMAMIENTO

Dirijo un pensamiento especial al pueblo de Sri Lanka, en particular a los jóvenes, que en los últimos tiempos han hecho sentir su grito frente a los desafíos y a los problemas sociales y económicos del país. Me uno a las autoridades religiosas al exhortar a todas las partes implicadas a mantener una actitud pacífica, sin ceder a la violencia. Hago un llamamiento a todos aquellos que tienen responsabilidad, para que escuchen las aspiraciones de la gente, garantizando el pleno respeto de los derechos humanos y de las libertades civiles.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis reflexionamos sobre Judit, una de las heroínas del Antiguo Testamento. Nos dice la Biblia que esta mujer, en su juventud, supo defender a su pueblo de los enemigos que lo asediaban. Después, Judit volvió a su ciudad, Betulia, donde vivió la etapa de su larga ancianidad con plenitud y serenidad, dejando en herencia a los suyos no sólo “bienes”, sino, sobre todo, dejando en herencia el testimonio de haber hecho siempre “el bien”.

Podríamos decir que, cuando a Judit le llegó “el tiempo de la jubilación”, supo vivirlo con ternura y generosidad. Tomando en cuenta su ejemplo, pensemos: ¿cómo se vive hoy esa etapa? Los hijos y los nietos, ¿se interesan por los abuelos? Las personas mayores, ¿están dispuestas a compartir con los más jóvenes la riqueza de su sabiduría, a enseñar, aconsejar, curar, escuchar? ¿Nos esforzamos por “remodelar” las relaciones entre las generaciones, a la luz del tiempo que vivimos? Son preguntas que nos hace bien repetirnos para poner nuestra vida en esta dirección. 



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domingo, 8 de mayo de 2022

Francisco: “El Señor, mientras nos lee dentro, nos quiere”

 

Jesús busca una cálida amistad con nosotros, una confidencia, una intimidad. Y quiere donarnos un conocimiento nuevo y maravilloso: el de sabernos siempre amados por Él y, por tanto, nunca nos deja solos, ni siquiera en las adversidades de la vida. Lo dijo el Santo Padre antes de rezar el Regina Caeli de este domingo en que explicó el significado de los tres verbos: escuchar, conocer y seguir del Evangelio del día

Vatican News

A la hora del Regina Caeli de este 8 de mayo, IV Domingo de Pascua, en que se celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, el Santo Padre comentó el conocido Evangelio propuesto por la Liturgia del día en que San Juan nos habla del vínculo que hay entre el Señor y cada uno de nosotros con la imagen tierna y hermosa del pastor que está con las ovejas.

 

El Papa se refirió a los tres verbos que caracterizan este concepto en que el Maestro dice: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”: “Escuchar, conocer, seguir. Veamos estos tres verbos”, dijo Francisco y explicó que, en primer lugar, “la iniciativa viene siempre del Señor; todo parte de su gracia: es Él que nos llama a la comunión con Él. Pero esta comunión nace si nosotros nos abrimos a la escucha”.

Disponibilidad, docilidad y tiempo dedicado al diálogo

Al destacar que “escucha significa disponibilidad, docilidad, tiempo dedicado al diálogo”, el Obispo de Roma afirmó:

“Hoy estamos abrumados por las palabras y por la prisa de tener que decir o hacer algo siempre. ¡Cuánto cuesta escucharse!¡En la familia, en la escuela, en el trabajo, incluso en la Iglesia! Pero para el Señor sobre todo es necesario escuchar”

Teniendo en cuenta que “Él es la Palabra del Padre y el cristiano es hijo de la escucha, llamado a vivir con la Palabra de Dios y llevada de la mano”, el Pontífice invitó a preguntarnos “si somos hijos de la escucha, si encontramos tiempo para la Palabra de Dios, si damos espacio y atención a los hermanos y a las hermanas”.

“Quien escucha a los otros escucha también al Señor, y viceversa. Y experimenta una cosa muy bonita, es decir que el Señor mismo escucha: nos escucha cuando le rezamos, cuando confiamos en Él, cuando lo invocamos”

Escuchar a Jesús

Francisco prosiguió explicando que “escuchar a Jesús se convierte así en el camino para descubrir que Él nos conoce. Este es el segundo verbo, que se refiere al buen pastor: Él conoce a sus ovejas”. “Pero esto no significa sólo que sabe muchas cosas sobre nosotros: conocer en sentido bíblico quiere decir amar. Quiere decir que el Señor, mientras ‘nos lee dentro’, nos quiere”. De ahí que si lo escuchamos, descubrimos que el Señor nos ama. Entonces la relación con Él ya no será impersonal, fría o de fachada”.

“Jesús busca una cálida amistad, una confidencia, una intimidad. Quiere donarnos un conocimiento nuevo y maravilloso: el de sabernos siempre amados por Él y por tanto nunca dejados solos a nosotros mismos”

Tras destacar que si estamos con el buen pastor viviremos la experiencia de la que habla el Salmo que dice que él está con nosotros aunque pasemos por un valle oscuro, por lo que ningún mal temeremos, Francisco añadió que así será “sobre todo en los sufrimientos, en las fatigas, en las crisis”: Y así, precisamente “en las situaciones difíciles, podemos descubrir ser conocidos y amados por el Señor”.

“Preguntémonos entonces: ¿yo me dejo conocer por el Señor? ¿Le hago espacio en mi vida, le llevo eso que vivo? Y, después de muchas veces en las que he experimentado su cercanía, su compasión, su ternura, ¿qué idea tengo de Él? ¿Pienso en Él todavía como un Dios distante y lejano, indiferente con mis asuntos, o lo conozco como mi buen pastor, que me conoce y me ama?”

Después de estas preguntas el Santo Padre se refirió al tercer verbo: las ovejas que escuchan y se descubren conocidas siguen a su pastor. Y quien sigue a Cristo, dijo, “va donde está Él, en el mismo camino, en la misma dirección. Va a buscar a quien está perdido, se interesa por quien está lejos, se toma en serio las situaciones de quien sufre, sabe llorar con quien llora, tiende la mano al prójimo, se lo carga sobre los hombros”.

Antes de rezar la plegaria mariana el Papa Francisco dijo textualmente:

“¿Y yo? ¿Me dejo sólo amar por Jesús o paso del amarlo al imitarlo? Que la Virgen Santa nos ayude a escuchar a Cristo, a conocerlo cada vez más y a seguirlo en el camino del servicio”