sábado, 23 de septiembre de 2023

Hoy el Evangelio nos habla de perdón (cfr Mt 18,21-35).

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 17 de septiembre de 2023

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¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Hoy el Evangelio nos habla de perdón (cfr Mt 18,21-35). Pedro pregunta a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (v. 21).

Siete, en la Biblia, es un número que indica plenitud, y por tanto Pedro es muy generoso en los presupuestos de su pregunta. Pero Jesús va más allá y le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). Es decir, le dice que cuando se perdona no se calcula, que está bien perdonar ¡todo y siempre! Precisamente como hace Dios con nosotros, y como está llamado a hacer quien administra el perdón de Dios: perdonar siempre. Yo esto lo digo mucho a los sacerdotes, a los confesores: perdonad siempre como perdona Dios.

Jesús ilustra después esta realidad a través de una parábola, que también tiene que ver con los números. Un rey, después de que le suplicara, perdona a un siervo la deuda de 10.000 talentos: es un valor exagerado, inmenso, que oscila entre las 200 y las 500 toneladas de plata: exagerado. Era una deuda imposible de saldar, incluso trabajando una vida entera: y sin embargo ese señor, que hace referencia a nuestro Padre, lo perdona por pura «compasión» (v. 27). Este es el corazón de Dios: perdona siempre porque Dios es compasivo. No olvidemos cómo es Dios: es cercano, compasivo y tierno; así es la forma de ser de Dios. Después, este siervo, al cual se le había perdonado la deuda, no tiene ninguna misericordia con un compañero que le debe 100 denarios. También esta es una cifra consistente, equivalente a cerca de tres meses de sueldo - ¡como diciendo que perdonarnos entre nosotros cuesta! -, pero para nada comparable con la cifra precedente, que el señor había perdonado.

El mensaje de Jesús es claro: Dios perdona de forma incalculable, excediendo cualquier medida. Él es así, actúa por amor y por gratuidad. Dios no se compra, Dios es gratuito, es todo gratuidad. Nosotros no podemos repagarlo pero, cuando perdonamos al hermano o a la hermana, lo imitamos. Perdonar no es por tanto una buena acción que se puede hacer o no hacer: perdonar es una condición fundamental para quien es cristiano. Cada uno de nosotros, de hecho, es un “perdonado” o una “perdonada”: no olvidemos esto, nosotros somos perdonados, Dios ha dado la vida por nosotros y de ninguna forma podremos compensar su misericordia, que Él no retira nunca del corazón. Pero, correspondiendo a su gratuidad, es decir perdonándonos unos a otros, podemos testimoniarlo, sembrando vida nueva en torno a nosotros. Fuera del perdón, de hecho, no hay esperanza; fuera del perdón no hay paz. El perdón es el oxígeno que purifica el aire contaminado por el odio, el perdón es el antídoto que cura los venenos del rencor, es el camino para calmar la rabia y sanar tantas enfermedades del corazón que contaminan la sociedad.

Preguntémonos, entonces: ¿yo creo que he recibido de Dios el don de un perdón inmenso? ¿Advierto la alegría de saber que Él siempre está preparado para perdonarme cuando caigo, también cuando los otros no lo hacen, también cuando ni siquiera yo logro perdonarme a mí mismo? Él perdona: ¿creo que Él perdona? Y ¿sé perdonar a su vez a quien me ha hecho daño? Al respecto, quisiera proponeros un pequeño ejercicio: intentemos, ahora, cada uno de nosotros, pensar en una persona que nos ha herido, y pidamos al Señor la fuerza para perdonarla. Y perdonémosla por amor del Señor: hermanos y hermanas esto nos hará bien, nos devolverá la paz en el corazón.

María, Madre de Misericordia, nos ayude a acoger la gracia de Dios y a perdonarnos los unos a los otros.

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Después del Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!

El viernes iré a Marsella para participar en la conclusión de los Rencontres Méditerranéennes, una bonita iniciativa que se desarrolla en diferentes ciudades del Mediterráneo, reuniendo responsables eclesiales y civiles para promover caminos de paz, de colaboración y de integración en torno al mare nostrum, con una atención especial al fenómeno migratorio. Esto representa una desafío no fácil, como vemos también en las crónicas de estos días, pero que debe ser afrontado juntos, en cuanto que es esencial para el futuro de todos, que solo será próspero si se construye sobre la fraternidad, poniendo en el primer puesto la dignidad humana, las personas concretas, sobre todo las más necesitadas. Mientras os pido que acompañéis este viaje con la oración, quisiera dar las gracias a las autoridades civiles y religiosas, y a cuantos están trabajando para preparar el encuentro en Marsella, ciudad rica de pueblos, llamada a ser puerto de esperanza. Ya desde ahora saludo a todos los habitantes, esperando encontrar a muchos queridos hermanos y hermanas.

Y os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de Italia  y de varios países, en particular los representantes de algunas parroquias en Miami, la Banda de Gaitas del Batallón de San Patricio, los fieles de Pieve del Cairo y de Castelnuovo Scrivia, las Hermanas Misioneras del Santísimo Redentor de la Iglesia greco-católica ucraniana. Y seguimos rezando por el martirizado pueblo ucraniano y por la paz en toda tierra ensangrentada por la guerra.

¡Y saludo a los chicos de la Inmaculada!

A todos os deseo un feliz domingo y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!



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sábado, 16 de septiembre de 2023

Catequesis. El viaje a Mongolia

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Mercoledì, 6 de septiembre de 2023

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Catequesis. El viaje a Mongolia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El lunes regresé de Mongolia. Quisiera expresar reconocimiento a cuantos han acompañado mi visita con la oración y renovar la gratitud a las autoridades, que me han acogido solemnemente: en particular al señor presidente Khürelsükh, y también al ex presidente Enkhbayar, que me había entregado la invitación oficial para visitar el país. Pienso con alegría en la Iglesia local y en el pueblo mongol: un pueblo noble y sabio, que me ha demostrado tanta cordialidad y afecto. Hoy me gustaría llevaros al corazón de este viaje.

Se podría preguntar: ¿por qué el Papa va tan lejos a visitar un pequeño rebaño de fieles? Porque es precisamente ahí, lejos de los focos, que a menudo se encuentran los signos de la presencia de Dios, el cual no mira a las apariencias, sino al corazón como hemos escuchado en el pasaje del profeta Samuel (cfr 1 Sam 16,7). El Señor no busca el centro del escenario, sino el corazón sencillo de quien lo desea y lo ama sin aparentar, sin querer destacar por encima de los demás. Y yo he tenido la gracia de encontrar en Mongolia una Iglesia humilde pero una Iglesia feliz, que está en el corazón de Dios, y puedo testimoniaros su alegría al encontrarse por algunos días también en el centro de la Iglesia.

Esta comunidad tiene una historia conmovedora. Surgió, por gracia de Dios, del celo apostólico – sobre el que estamos reflexionando en este periodo – de algunos misioneros que, apasionados por el Evangelio, hace unos treinta años, fueron a ese país que no conocían. Aprendieron la lengua – que no es fácil – y, aun viniendo de naciones diferentes, dieron vida a una comunidad unida y verdaderamente católica. De hecho este es el sentido de la palabra “católico”, que significa “universal”. Pero no se trata de una universalidad que homologa, sino de una universalidad que se incultura, es una universalidad que se incultura. Esta es la catolicidad: una universalidad encarnada, “inculturada” que acoge el bien ahí donde vive y sirve a la gente con la que vive. Es así cómo vive la Iglesia: testimoniando el amor de Jesús con mansedumbre, con la vida antes que con las palabras, feliz por sus verdaderas riquezas: el servicio del Señor y de los hermanos.

Así nació esa joven Iglesia: a raíz de la caridad, que es el mejor testimonio de la fe. Al final de mi visita tuve la alegría de bendecir e inaugurar la “Casa de la misericordia”, primera obra caritativa surgida en Mongolia como expresión de todos los componentes de la Iglesia local. Una casa que es la tarjeta de visita de esos cristianos, pero que recuerda a cada una de nuestras comunidades ser casa de la misericordia: es decir lugar abierto, lugar acogedor, donde las miserias de cada uno puedan entrar sin vergüenza en contacto con la misericordia de Dios que levanta y sana. Este es el testimonio de la Iglesia mongola, con misioneros de varios países que se sienten una sola cosa con el pueblo, felices de servirlo y de descubrir las bellezas que ya hay. Porque estos misioneros no fueron allí a hacer proselitismo, esto no es evangélico, fueron allí a vivir como el pueblo mongol, a hablar su lengua, la lengua de la gente, a tomar los valores de ese pueblo y predicar el Evangelio en estilo mongol, con las palabras mongolas. Fueron y se “inculturaron”: han tomado la cultura mongola para anunciar en esa cultura el Evangelio.

Yo he podido descubrir un poco de esta belleza, también conociendo algunas personas, escuchando sus historias, apreciando su búsqueda religiosa. En este sentido, estoy agradecido por el encuentro interreligioso y ecuménico del domingo pasado. Mongolia tiene una gran tradición budista, con muchas personas que en el silencio viven su religiosidad de forma sincera y radical, a través del altruismo y la lucha a las propias pasiones. Pensemos en cuántas semillas de bien, desde lo escondido, hacen brotar el jardín del mundo, ¡mientras habitualmente escuchamos hablar solo del ruido de los árboles que caen! Y a la gente, también a nosotros, nos gusta el escándalo: “¡Pero mira qué barbaridad, ha caído un árbol, el ruido que ha hecho!” – “¿Pero tú no ves el bosque que crece todos los días?”, porque el crecimiento es en silencio. Es crucial saber ver y reconocer el bien. A menudo, sin embargo, apreciamos a los otros solo en la medida en la que corresponden a nuestras ideas, sin embargo, debemos ver ese bien. Y por eso es importante, como hace el pueblo mongol, orientar la mirada hacia lo alto, hacia la luz del bien. Solo de esta manera, a partir del reconocimiento del bien, se construye el futuro común; solo valorando al otro se le ayuda a mejorar.

He estado en el corazón de Asia y me ha hecho bien. Hace bien entrar en diálogo con ese gran continente, acoger los mensajes, conocer la sabiduría, la forma de mirar las cosas, de abrazar el tiempo y el espacio. Me ha hecho bien encontrar al pueblo mongol, que custodia las raíces y las tradiciones, respeta a los ancianos y vive en armonía con el ambiente: es un pueblo que mira al cielo y siente la respiración de la creación. Pensando en las extensiones ilimitadas y silenciosas de Mongolia, dejémonos estimular por la necesidad de ampliar los confines de nuestra mirada, por favor: ampliar los confines, mirar amplio y alto, mirar y no caer prisioneros de las pequeñeces, ampliar los confines de nuestra mirada, para poder ver el bien que existe en los demás y poder ampliar nuestros horizontes y también dilatar el propio corazón para entender, para estar cerca de cada persona y cada civilización.

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Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que nos ayude a elevar nuestra mirada hacia lo alto para reconocer el bien que procede de Él y para acoger todos los dones que nos ofrece por medio de nuestros hermanos. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

El lunes pasado regresé de Mongolia, donde encontré un pueblo con una rica historia y una gran tradición milenaria. Agradezco a Dios que me permitió realizar este viaje tan ansiado para muchos desde hace casi treinta años, y a todas las personas que colaboraron y rezaron para que esta visita fuera posible. De manera especial agradezco a las autoridades el modo cordial y hospitalario con el que me han recibido.

En este país, también pude constatar la presencia de Dios a través del trabajo humilde de la Iglesia. He visto el empeño y el celo apostólico con el que los misioneros y misioneras dan testimonio de lo que significa ser “católico”. Ellos han extendido las fronteras de una caridad que no uniforma a las personas, sino que más bien dialoga, se encarna y aprovecha todo lo bueno que encuentra en las culturas para seguir dando testimonio de la fe y de esa presencia de un Dios cercano y misericordioso, que no se fija en las apariencias, sino que ve en lo profundo del corazón.



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domingo, 10 de septiembre de 2023

“Corrección fraterna”

 

“Cuando un hermano comete una falta contra ti, corrígelo a solas”: el Papa en el Ángelus

El Papa Francisco reflexiona en su alocución previa al Ángelus dominical sobre el concepto “corrección fraterna”, asegurando que es una de las expresiones más grandes del amor, y también una de las más exigentes: “Cuando un hermano en la fe comete una falta contra ti, tú, sin rencor, ayúdalo corrigiéndolo”.

Mireia Bonilla – Ciudad del Vaticano

Esta mañana, el Santo Padre ha ofrecido el camino a seguir cuando nos encontramos en la situación en la que un hermano comete una falta contra nosotros. Antes de explicar los pasos que dar, según nos enseña Jesús, ha advertido de la “plaga de las habladurías”: “Por desgracia, lo primero que se suele crear en torno a quien se equivoca son habladurías, en las que todos se enteran del error, con todos los detalles, ¡menos la persona afectada! Esto no está bien y no agrada a Dios” y no se cansa de repetir que “los chismes son una plaga en la vida de las personas y de las comunidades, porque traen división, sufrimiento y escándalo, y nunca ayudan a mejorar y a crecer”. A continuación, los pasos que propone el Papa cuando un hermano nos ha ofendido:

En primer lugar: Hablar cara a cara con mansedumbre y amabilidad

Tras advertir de “las habladurías”, ha explicado cómo comportarse con el hermano que ha cometido la falta contra nosotros, según nos enseña Jesús: "Si tu hermano comete una falta contra ti, ve y repréndelo entre tú y él a solas". Lo primero que nos pide hoy Francisco es: Hablar cara a cara, lealmente, para ayudarlo a entender en qué se equivoca. “Hazlo por su bien, superando la vergüenza y encontrando el verdadero valor, que no es hablar mal de él a sus espaldas, sino decirle las cosas a la cara con mansedumbre y amabilidad” explica el Pontífice.

Si no funciona: Buscar ayuda en otras personas cercanas

A veces este paso puede ser suficiente, pero en otras ocasiones no. Por tanto, si nuestro hermano aun “no entiende” el Papa aconseja “buscar ayuda” en otras personas: “Pero, ¡cuidado! ¡No la del grupito que chismea! Jesús dice: "Toma contigo una o dos personas" refiriéndose a personas que realmente quieran ayudar a ese hermano o hermana que ha errado”.

¿Y si sigue sin entender?

Si después de estos pasos, nuestro hermano sigue sin entender, entonces nos queda el último cartucho: la comunidad. Pero también en este caso, el Papa advierte: “no se trata de poner a la persona en la picota, de avergonzarla públicamente, sino de unir los esfuerzos de todos para ayudarla a cambiar”. El Papa explica que “señalar con el dedo a las personas no es bueno, de hecho, a menudo hace más difícil que quien se ha equivocado reconozca su propio error”, más bien, la comunidad debe hacerle sentir a él o a ella que, al tiempo que condena el error, “le está cerca con la oración y el afecto, siempre dispuesta a ofrecer el perdón y a empezar de nuevo”.

 “Que María, que siguió amando incluso cuando escuchaba a la gente condenar a su Hijo, nos ayude a buscar siempre el camino del bien” es el deseo final del Santo Padre.

Catequesis. El viaje a Mongolia

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Mercoledì, 6 de septiembre de 2023

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Catequesis. El viaje a Mongolia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El lunes regresé de Mongolia. Quisiera expresar reconocimiento a cuantos han acompañado mi visita con la oración y renovar la gratitud a las autoridades, que me han acogido solemnemente: en particular al señor presidente Khürelsükh, y también al ex presidente Enkhbayar, que me había entregado la invitación oficial para visitar el país. Pienso con alegría en la Iglesia local y en el pueblo mongol: un pueblo noble y sabio, que me ha demostrado tanta cordialidad y afecto. Hoy me gustaría llevaros al corazón de este viaje.

Se podría preguntar: ¿por qué el Papa va tan lejos a visitar un pequeño rebaño de fieles? Porque es precisamente ahí, lejos de los focos, que a menudo se encuentran los signos de la presencia de Dios, el cual no mira a las apariencias, sino al corazón como hemos escuchado en el pasaje del profeta Samuel (cfr 1 Sam 16,7). El Señor no busca el centro del escenario, sino el corazón sencillo de quien lo desea y lo ama sin aparentar, sin querer destacar por encima de los demás. Y yo he tenido la gracia de encontrar en Mongolia una Iglesia humilde pero una Iglesia feliz, que está en el corazón de Dios, y puedo testimoniaros su alegría al encontrarse por algunos días también en el centro de la Iglesia.

Esta comunidad tiene una historia conmovedora. Surgió, por gracia de Dios, del celo apostólico – sobre el que estamos reflexionando en este periodo – de algunos misioneros que, apasionados por el Evangelio, hace unos treinta años, fueron a ese país que no conocían. Aprendieron la lengua – que no es fácil – y, aun viniendo de naciones diferentes, dieron vida a una comunidad unida y verdaderamente católica. De hecho este es el sentido de la palabra “católico”, que significa “universal”. Pero no se trata de una universalidad que homologa, sino de una universalidad que se incultura, es una universalidad que se incultura. Esta es la catolicidad: una universalidad encarnada, “inculturada” que acoge el bien ahí donde vive y sirve a la gente con la que vive. Es así cómo vive la Iglesia: testimoniando el amor de Jesús con mansedumbre, con la vida antes que con las palabras, feliz por sus verdaderas riquezas: el servicio del Señor y de los hermanos.

Así nació esa joven Iglesia: a raíz de la caridad, que es el mejor testimonio de la fe. Al final de mi visita tuve la alegría de bendecir e inaugurar la “Casa de la misericordia”, primera obra caritativa surgida en Mongolia como expresión de todos los componentes de la Iglesia local. Una casa que es la tarjeta de visita de esos cristianos, pero que recuerda a cada una de nuestras comunidades ser casa de la misericordia: es decir lugar abierto, lugar acogedor, donde las miserias de cada uno puedan entrar sin vergüenza en contacto con la misericordia de Dios que levanta y sana. Este es el testimonio de la Iglesia mongola, con misioneros de varios países que se sienten una sola cosa con el pueblo, felices de servirlo y de descubrir las bellezas que ya hay. Porque estos misioneros no fueron allí a hacer proselitismo, esto no es evangélico, fueron allí a vivir como el pueblo mongol, a hablar su lengua, la lengua de la gente, a tomar los valores de ese pueblo y predicar el Evangelio en estilo mongol, con las palabras mongolas. Fueron y se “inculturaron”: han tomado la cultura mongola para anunciar en esa cultura el Evangelio.

Yo he podido descubrir un poco de esta belleza, también conociendo algunas personas, escuchando sus historias, apreciando su búsqueda religiosa. En este sentido, estoy agradecido por el encuentro interreligioso y ecuménico del domingo pasado. Mongolia tiene una gran tradición budista, con muchas personas que en el silencio viven su religiosidad de forma sincera y radical, a través del altruismo y la lucha a las propias pasiones. Pensemos en cuántas semillas de bien, desde lo escondido, hacen brotar el jardín del mundo, ¡mientras habitualmente escuchamos hablar solo del ruido de los árboles que caen! Y a la gente, también a nosotros, nos gusta el escándalo: “¡Pero mira qué barbaridad, ha caído un árbol, el ruido que ha hecho!” – “¿Pero tú no ves el bosque que crece todos los días?”, porque el crecimiento es en silencio. Es crucial saber ver y reconocer el bien. A menudo, sin embargo, apreciamos a los otros solo en la medida en la que corresponden a nuestras ideas, sin embargo, debemos ver ese bien. Y por eso es importante, como hace el pueblo mongol, orientar la mirada hacia lo alto, hacia la luz del bien. Solo de esta manera, a partir del reconocimiento del bien, se construye el futuro común; solo valorando al otro se le ayuda a mejorar.

He estado en el corazón de Asia y me ha hecho bien. Hace bien entrar en diálogo con ese gran continente, acoger los mensajes, conocer la sabiduría, la forma de mirar las cosas, de abrazar el tiempo y el espacio. Me ha hecho bien encontrar al pueblo mongol, que custodia las raíces y las tradiciones, respeta a los ancianos y vive en armonía con el ambiente: es un pueblo que mira al cielo y siente la respiración de la creación. Pensando en las extensiones ilimitadas y silenciosas de Mongolia, dejémonos estimular por la necesidad de ampliar los confines de nuestra mirada, por favor: ampliar los confines, mirar amplio y alto, mirar y no caer prisioneros de las pequeñeces, ampliar los confines de nuestra mirada, para poder ver el bien que existe en los demás y poder ampliar nuestros horizontes y también dilatar el propio corazón para entender, para estar cerca de cada persona y cada civilización.

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Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que nos ayude a elevar nuestra mirada hacia lo alto para reconocer el bien que procede de Él y para acoger todos los dones que nos ofrece por medio de nuestros hermanos. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

El lunes pasado regresé de Mongolia, donde encontré un pueblo con una rica historia y una gran tradición milenaria. Agradezco a Dios que me permitió realizar este viaje tan ansiado para muchos desde hace casi treinta años, y a todas las personas que colaboraron y rezaron para que esta visita fuera posible. De manera especial agradezco a las autoridades el modo cordial y hospitalario con el que me han recibido.

En este país, también pude constatar la presencia de Dios a través del trabajo humilde de la Iglesia. He visto el empeño y el celo apostólico con el que los misioneros y misioneras dan testimonio de lo que significa ser “católico”. Ellos han extendido las fronteras de una caridad que no uniforma a las personas, sino que más bien dialoga, se encarna y aprovecha todo lo bueno que encuentra en las culturas para seguir dando testimonio de la fe y de esa presencia de un Dios cercano y misericordioso, que no se fija en las apariencias, sino que ve en lo profundo del corazón.



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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MONGOLIA

 

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
A MONGOLIA

[31 de agosto - 4 de septiembre de 2023]

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Steppe Arena, Ulán Bator
Domingo, 3 de septiembre 2023

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Con las palabras del Salmo hemos rezado: «Oh Dios, […] mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (Sal 63,2). Esta estupenda invocación acompaña el viaje de nuestra vida, en medio de los desiertos que estamos llamados a atravesar. Y es precisamente en esa tierra árida donde llega hasta nosotros la buena noticia. En nuestro camino no estamos solos; nuestras sequedades no tienen el poder de hacer estéril para siempre nuestra vida; el grito de nuestra sed no permanece sin respuesta. Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos el agua viva del Espíritu Santo que apague la sed de nuestra alma (cf. Jn 4,10). Y Jesús —lo hemos escuchado hace un momento en el Evangelio— nos muestra el camino para apagar nuestra sed: es el camino del amor, que Él ha recorrido hasta el final, hasta la cruz, desde la cual nos llama a seguirlo "perdiendo la vida para encontrarla" nuevamente (cf. Mt 16,24-25).

Detengámonos juntos en estos dos aspectos: la sed que nos habita el amor que apaga la sed.

Ante todo, estamos llamados a reconocer la sed que nos habita. El salmista grita a Dios la propia aridez porque su vida se asemeja a un desierto. Sus palabras tienen una resonancia particular en una tierra como Mongolia; un territorio inmenso, rico de historia, y una tierra rebosante de cultura, pero marcado también por la aridez de la estepa y del desierto. Muchos de ustedes están acostumbrados a la belleza y a la fatiga de tener que caminar, una acción que evoca un aspecto esencial de la espiritualidad bíblica, representado por la figura de Abrahán y, más en general, algo distintivo del pueblo de Israel y de cada discípulo del Señor. Todos, todos nosotros, en efecto, somos "nómadas de Dios", peregrinos en búsqueda de la felicidad, caminantes sedientos de amor. El desierto evocado por el salmista se refiere, entonces, a nuestra vida; somos nosotros esa tierra árida que tiene sed de un agua límpida, de un agua que apaga la sed profundamente. Es nuestro corazón el que desea descubrir el secreto de la verdadera alegría, la que incluso en medio de las sequedades existenciales, puede acompañarnos y sostenernos. Sí, arrastramos una sed inextinguible de felicidad, buscamos un significado y un sentido para nuestra vida, una motivación para las actividades que llevamos a cabo cada día; y sobre todo estamos sedientos de amor, porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed, nos hace estar bien —el amor nos hace estar bien—, nos abre a la confianza haciéndonos saborear la belleza de la vida. Queridos hermanos y hermanas, la fe cristiana responde a esta sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con paliativos o sustitutos. Porque en esta sed está nuestro gran misterio; esta sed nos abre al Dios vivo, al Dios amor que viene a nuestro encuentro para hacernos hijos suyos y hermanos y hermanas entre nosotros.

Y llegamos así al segundo aspecto: el amor que apaga la sed. El primero era nuestra sed, existencial, profunda, y ahora reflexionamos sobre el amor que apaga nuestra sed. Este es el contenido de la fe cristiana: Dios, que es amor, en su Hijo Jesús se ha hecho cercano a ti, a mí, a todos nosotros. Él desea compartir tu vida, tus trabajos, tus sueños, tu sed de felicidad. Es verdad, a veces nos sentimos como una tierra sedienta, reseca y sin agua, pero también es verdad que Dios se hace cargo de nosotros y nos ofrece el agua límpida que apaga la sed, el agua viva del Espíritu que, brotando en nosotros, nos renueva y nos libra del peligro de la sequedad. Esta agua nos la da Jesús. Como afirma san Agustín, «si nos reconocemos como sedientos, nos reconoceremos también como quienes beben» (Comentarios a los Salmos, 62,3). Efectivamente, si tantas veces en nuestra vida experimentamos el desierto, la soledad, el cansancio, la esterilidad, no debemos olvidar esto: «Pero a fin de que no desfallezcamos en este desierto —añade san Agustín—, Dios nos envió el rocío de su Palabra […], [para] que de tal manera sintamos sed, que podamos beber […]. Dios se ha compadecido de nosotros, y nos ha abierto un camino en el desierto: el mismo Señor nuestro Jesucristo —Él es el camino en desierto de la vida—; y nos ha brindado un consuelo en el desierto, enviándonos predicadores de su Palabra; nos dio a beber agua en el desierto, colmando del Espíritu Santo a sus predicadores, para que surgiese en ellos la fuente de agua que brota hasta la vida eterna» (ibíd., 3.8). Estas palabras, queridos hermanos, evocan nuestra historia. En el desierto de la vida, en el trabajo de ser una comunidad pequeña, el Señor no nos hace faltar el agua de su Palabra, especialmente a través de los predicadores y los misioneros que, ungidos por el Espíritu Santo, siembran su belleza. Y la Palabra siempre, siempre nos lleva a lo esencial, a lo esencial de la fe: dejarnos amar por Dios para hacer de nuestra vida una ofrenda de amor. Porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed. No lo olvidemos: sólo el amor apaga verdaderemente nuestra sed.

Es lo que Jesús dice, con un tono fuerte, al apóstol Pedro en el Evangelio de hoy. Él no acepta el hecho de que Jesús tenga que sufrir, ser acusado por los jefes del pueblo, pasar por la pasión para después morir en la cruz. Pedro reacciona, Pedro protesta, quisiera convencer a Jesús de que se equivoca, porque según él —y a menudo también nosotros pensamos así— el Mesías no puede acabar derrotado, de ningún modo puede morir crucificado, como un delincuente abandonado por Dios. Pero el Señor reprende a Pedro, porque su modo de pensar es "el de los hombres" —dice el Señor— y no el de Dios (cf. Mt 16,21-23). Si pensamos que para apagar la sed de la aridez de nuestra vida sean suficientes el éxito, el poder, las cosas materiales, esta es una mentalidad mundana, que no lleva a nada bueno, sino que además nos deja más secos que antes. Jesús, sin embargo, nos indica el camino: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).

Hermanos, hermanas, este es el mejor camino de todos: abrazar la cruz de Cristo. En el corazón del cristianismo se encuentra esta noticia desconcertante, y esta noticia extraordinaria: cuando pierdes tu vida, cuando la ofreces sirviendo con generosidad, cuando la arriesgas comprometiéndola en el amor, cuando haces de ella un don gratuito para los demás, entonces vuelve a ti abundantemente, derrama dentro de ti una alegría que no pasa, una paz en el corazón, una fuerza interior que te sostiene. Tenemos necesidad de paz interior.

Esta es la verdad que Jesús nos invita a descubrir, que Jesús quiere revelar a todos, a esta tierra de Mongolia: para ser felices no hace falta ser grandes, ricos o poderosos. Sólo el amor apaga la sed de nuestro corazón, sólo el amor cura nuestras heridas, sólo el amor nos da la verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y ha abierto para nosotros.

Entonces, también nosotros, hermanos y hermanas, escuchemos la palabra que el Señor dice a Pedro: «Ve detrás de mí» (Mt 16,23), es decir: sé mi discípulo, realiza el mismo camino que hago yo y no pienses más como el mundo. De ese modo, con la gracia de Cristo y del Espíritu Santo, podremos transitar por el camino del amor. Incluso cuando amar conlleve negarse a sí mismos, luchar contra los egoísmos personales y mundanos, atreverse a vivir fraternalmente. Porque si es verdad que todo esto cuesta esfuerzo y sacrificio, y a veces implique tener que subir a la cruz, no es menos cierto que cuando perdemos la vida por el Evangelio, el Señor nos la da en abundancia, llena de amor y alegría, para la eternidad.

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Agradecimiento al final de la Santa Misa

 

Quisiera aprovechar la presencia de estos dos hermanos obispos, el emérito y el actual obispo de Hong-Kong, para enviar un caluroso saludo al noble pueblo chino. A todo ese pueblo le deseo lo mejor, que siga adelante y progrese siempre. Y a los católicos chinos les pido que sean buenos cristianos y buenos ciudadanos. A todos les doy las gracias.

Gracias por sus palabras, Eminencia, y gracias por vuestro regalo. Usted ha dicho que en estos días han podido experimentar mi afecto hacia el Pueblo de Dios que peregrina en Mongolia. Es verdad, he venido a esta peregrinación con gran expectativa, con el deseo de encontrarme con ustedes y de conocerlos, y ahora agradezco a Dios por ustedes; porque, por medio de ustedes, Él se complace en realizar cosas grandes en la pequeñez. Gracias, porque son buenos cristianos y ciudadanos honestos. Sigan adelante, con mansedumbre y sin miedo, sintiendo la cercanía y el aliento de toda la Iglesia, y sobre todo la mirada tierna del Señor, que no se olvida de nadie y mira con amor a cada uno de sus hijos.

Saludo a los hermanos obispos, a los sacerdotes, consagrados y consagradas, y a todos los amigos que han venido de diferentes países, en particular de distintas regiones del inmenso continente asiático, en el que me siento honrado de estar y que abrazo con gran estima. Expreso un agradecimiento particular a las personas que colaboran con la Iglesia local, sosteniéndola espiritual y materialmente.

Durante estos días, significativas delegaciones del gobierno han estado presentes en cada evento. Agradezco al señor Presidente y a las demás autoridades por la acogida y la cordialidad, así como también por todo el trabajo de preparación que han realizado. He podido experimentar vuestra tradicional cordialidad: gracias.

Saludo de corazón, además, a los hermanos y hermanas de otras confesiones cristianas y religiones. Sigamos creciendo juntos en la fraternidad, como semillas de paz en un mundo tristemente asolado por tantas guerras y conflictos.

Y quisiera dedicar un recuerdo agradecido a todos aquellos que han trabajado, tanto y desde hace tanto tiempo, para hacer hermoso y para hacer posible este viaje, y a cuantos lo han preparado con la oración.

Eminencia, nos ha recordado que la palabra "gracias" en lengua mongola deriva del verbo "alegrarse". Mi "gracias" está en sintonía con esta maravillosa intuición de la lengua local, porque está lleno de alegría. Es un "gracias" grande a ti, pueblo mongol, por el don de la amistad que he recibido en estos días, por tu auténtica capacidad de valorar también los aspectos más sencillos de la vida, de custodiar con sabiduría las relaciones y las tradiciones, de cultivar la cotidianidad con cuidado y atención.

La Misa es acción de gracias, "Eucaristía". Celebrarla en esta tierra me ha hecho recordar la oración del padre jesuita Pierre Teilhard de Chardin, elevada a Dios hace exactamente cien años, en el desierto de Ordos, no muy lejos de aquí. Dice así: «Me prosterno, Dios mío, ante tu Presencia en el Universo, que se ha hecho ardiente, y en los rasgos de todo lo que encuentre, y de todo lo que me suceda, y de todo lo que realice en el día de hoy, te deseo y te espero». El padre Teilhard trabajaba en investigaciones geológicas. Deseaba ardientemente celebrar la Santa Misa, pero no tenía consigo ni pan ni vino. Fue entonces cuando compuso su "Misa sobre el mundo", expresando su ofrenda de este modo: «Recibe, Señor, esta Hostia total que la Creación, atraída por Ti, te presenta en esta nueva aurora». Y una oración similar había nacido ya en él durante la Primera guerra mundial, mientras estaba en el frente, ejerciendo como camillero. Este sacerdote, a menudo incomprendido, había intuido que «la Eucaristía se celebra, en cierto sentido —en cierto sentido—, sobre el altar del mundo» y que es «el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable» (Carta enc. Laudato si’, 236), incluso en un tiempo de tensiones y de guerras como el nuestro. Recemos hoy, por tanto, con las palabras del padre Teilhard: «Verbo resplandeciente, Potencia ardiente, Tú que amasas lo múltiple para infundirle tu vida, abate sobre nosotros, te lo ruego, tus manos poderosas, tus manos previsoras, tus manos omnipresentes».

Hermanos y hermanas de Mongolia, gracias por su testimonio, bayarlalaa! [¡gracias!]. Que Dios los bendiga. Están en mi corazón y permanecen en él. Acuérdense de mí, por favor, en sus oraciones y en sus pensamientos. Gracias.



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sábado, 2 de septiembre de 2023

El celo apostólico del creyente. 19. Rezar y servir con alegría: Santa Catalina Tekakwitha, la primera santa nativa norteamericana

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 30 de agosto de 2023

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Catequesis. La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente. 19. Rezar y servir con alegría: Santa Catalina Tekakwitha, la primera santa nativa norteamericana

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy, reflexionamos sobre santa Catalina Tekakwitha, la primera nativa norteamericana en ser canonizada. Cuando Catalina tenía apenas cuatro años, sus padres y su hermano menor murieron a causa de una epidemia de viruela. Ella sobrevivió, pero le quedaron algunas secuelas físicas. A los veinte años recibió el Bautismo. Esta decisión provocó incomprensiones y amenazas entre los suyos, por lo que tuvo que refugiarse en la región de los mohicanos, en una misión de los Padres jesuitas. 

Todos estos acontecimientos suscitaron en Catalina un gran amor por la cruz, que es a su vez el signo definitivo del amor de Cristo por todos nosotros. En la comunidad, ella se distinguió por su vida de oración y de servicio humilde y constante. Enseñaba a los niños a rezar, cuidaba a los enfermos y a los ancianos. En definitiva, supo dar testimonio del Evangelio viviendo lo cotidiano con fidelidad y sencillez. Que también nosotros sepamos vivir lo ordinario de manera extraordinaria, pidiendo la gracia de ser —como esta joven santa— verdaderos seguidores de Jesús.

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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Mañana por la tarde partiré hacia el continente asiático, para visitar a los hermanos y hermanas de Mongolia. Les pido que me acompañen en este viaje con su oración. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.



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