domingo, 27 de noviembre de 2022

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 27 de noviembre de 2022

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Estimados hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡feliz domingo!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy escuchamos una hermosa promesa que nos introduce en el Tiempo de Adviento: "Vendrá tu Señor" (Mt 24,42). Tu Señor vendrá. Este es el fundamento de nuestra esperanza, es lo que nos sostiene incluso en los momentos más difíciles y dolorosos de nuestra vida: Dios viene. Dios está cerca y viene. No lo olvidemos nunca. Siempre el Señor viene, el Señor nos visita, el Señor se hace cercano, y volverá al final de los tiempos para acogernos en su abrazo. Ante esta palabra, nos preguntamos: ¿cómo viene el Señor? ¿Y cómo lo reconocemos y acogemos? Detengámonos brevemente en estas dos interrogantes.

La primera pregunta: ¿cómo viene el Señor? Muchas veces hemos oído decir que el Señor está presente en nuestro camino, que nos acompaña y nos habla. Pero tal vez, distraídos como estamos por tantas cosas, esta verdad nos queda sólo en teoría; sí, sabemos que el Señor viene pero no vivimos esta verdad o nos imaginamos que el Señor viene de una manera llamativa, tal vez a través de algún signo prodigioso. (cf. v. 37). ¿Y qué hicieron en los días de Noé? Porque Él dice “como en los días de Noé”. Simplemente las cosas normales y corrientes de la vida, como siempre: "comían y bebían, tomaban mujeres y tomaban maridos" (v. 38). Tengamos esto en cuenta: Dios se esconde en nuestras vidas, siempre está ahí, se esconde en las situaciones más comunes y corrientes de nuestra vida. No viene en eventos extraordinarios, sino en cosas cotidianas. El Señor viene en las cosas de cada día, porque está ahí, se manifiesta en lo cotidiano. Él está ahí, en nuestro trabajo diario, en un encuentro fortuito, en el rostro de una persona necesitada, incluso cuando afrontamos días que parecen grises y monótonos, justo ahí está el Señor, llamándonos, hablándonos e inspirando nuestras acciones.

Pero, sin embargo, hay una segunda pregunta: ¿cómo reconocemos y acogemos al Señor? Debemos estar despiertos, alertas, vigilantes. Jesús nos advierte: existe el peligro de no darse cuenta de su venida y no estar preparados para su visita. He recordado en otras ocasiones lo que decía San Agustín: "Temo al Señor que pasa" (Serm. 88.14.13), es decir, ¡temo que pase y no lo reconozca! De hecho, de aquellas personas de la época de Noé, Jesús dice que comían y bebían "y no se dieron cuenta de nada hasta que llegó el diluvio y arrastró a todos" (v. 39). Prestemos atención a esto: ¡no se dieron cuenta de nada! Estaban absortos en sus cosas y no se dieron cuenta de que el diluvio se acercaba. De hecho, Jesús dice que cuando Él venga, "habrá dos hombres en el campamento: uno será llevado y el otro dejado" (v. 40). Pero, ¿cuál es la diferencia? ¿En qué sentido? Simplemente que uno estaba vigilante, estaba esperando, capaz de discernir la presencia de Dios en la vida cotidiana; el otro, en cambio, estaba distraído, "apartado", como si nada y no se daba cuenta de nada.

Hermanos y hermanas, en este tiempo de Adviento, ¡sacudamos el letargo y despertemos del sueño! Preguntémonos: ¿soy consciente de lo que vivo, estoy alerta, estoy despierto? ¿Estoy tratando de reconocer la presencia de Dios en las situaciones cotidianas, o estoy distraído y un poco abrumado por las cosas? Si no somos conscientes de su venida hoy, tampoco estaremos preparados cuando venga al final de los tiempos. Por lo tanto, hermanos y hermanas, ¡permanezcamos vigilantes! Esperando que el Señor venga, esperando que el Señor se acerque a nosotros, porque está ahí, pero esperando: atentos. Y la Virgen Santa, Mujer de la espera, que supo captar el paso de Dios en la vida humilde y oculta de Nazaret y lo acogió en su seno. Nos ayude en este camino a estar atentos para esperar al Señor que está entre nosotros y pasa.

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 23 de noviembre de 2022

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Catequesis sobre el discernimiento 9. La consolación

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Seguimos con las catequesis sobre el discernimiento del espíritu: cómo discernir lo que sucede en nuestro corazón, en nuestra alma. Y después de haber considerado algunos aspectos de la desolación —esa oscuridad del alma— hablamos hoy de la consolación, que sería la luz del alma, y que es otro elemento importante para el discernimiento, que no debe darse por descontado, porque se puede prestar a equívocos. Nosotros debemos entender qué es la consolación, como hemos tratado de entender bien qué es la desolación.

¿Qué es la consolación espiritual? Es una experiencia de alegría interior, que consiente ver la presencia de Dios en todas las cosas; esta refuerza la fe y la esperanza, y también la capacidad de hacer el bien. La persona que vive la consolación no se rinde frente a las dificultades, porque experimenta una paz más fuerte que la prueba. Se trata por tanto de un gran don para la vida espiritual y para la vida en su conjunto. Y vivir esta alegría interior.

La consolación es un movimiento íntimo, que toca lo profundo de nosotros mismos. No es llamativa, sino que es suave, delicada, como una gota de agua en una esponja (cfr. S. Ignacio de L., Ejercicios espirituales, 335): la persona se siente envuelta en la presencia de Dios, siempre de una forma respetuosa con la propia libertad. Nunca es algo desafinado, que trata de forzar nuestra voluntad, tampoco es una euforia pasajera: al contrario, como hemos visto, también el dolor —por ejemplo, por los propios pecados— puede convertirse en motivo de consolación.

Pensemos en la experiencia vivida por san Agustín cuando habla con su madre Mónica de la belleza de la vida eterna; o en la perfecta leticia de san Francisco —asociada además a situaciones muy duras de soportar—; y pensemos en tantos santos y santas que han sabido hacer grandes cosas, no porque se consideraban buenos y capaces, sino porque fueron conquistados por la dulzura pacificante del amor de Dios. Es la paz que san Ignacio notaba en sí con estupor cuando leía las vidas de los santos. Ser consolado es estar en paz con Dios, sentir que todo está arreglado en paz, todo es armónico dentro de nosotros. Es la paz que siente Edith Stein después de la conversión; un año después de haber recibido el Bautismo, ella escribe – así dice Edith Stein: «Cuando me abandono a este sentimiento, me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y que, sin ninguna presión por parte de mi voluntad, va a impulsarme hacia nuevas realizaciones. Este aflujo vital me parece ascender de una actividad y de una fuerza que no me pertenecen, pero que llegan a hacerse activas en mí» (Psicologia e scienze dello spirito, Città Nuova, 1996, 116). Es decir, una paz genuina es una paz que hace brotar los buenos sentimientos en nosotros.

La consolación tiene que ver sobre todo con la esperanza, mira hacia el futuro, pone en camino, consiente tomar iniciativas hasta ese momento siempre postergadas, o ni siquiera imaginadas, como el Bautismo para Edith Stein.

La consolación es una paz grande, pero no para permanecer sentados ahí disfrutándola, no, te da la paz y te atrae hacia el Señor y te pone en camino para hacer cosas, para hacer cosas buenas. En tiempo de consolación, cuando somos consolados, nos vienen ganas de hacer mucho bien, siempre. En cambio, cuando llega el momento de la desolación, nos vienen ganas de cerrarnos en nosotros mismos y de no hacer nada. La consolación te impulsa adelante, al servicio de los demás, de la sociedad, de las personas. La consolación espiritual no es “controlable” —tú no puedes decir ahora que venga la consolación, no, no es controlable— no es programable a voluntad, es un don del Espíritu Santo: permite una familiaridad con Dios que parece anular las distancias. Santa Teresa del Niño Jesús, visitando la basílica de Santa Cruz en Jerusalén a la edad de catorce años en Roma, intenta tocar el clavo allí venerado, uno de aquellos con los que Jesús fue crucificado. Teresa siente esta osadía suya como un arranque de amor y confianza. Y luego escribe: «Fui realmente demasiado audaz. Pero el Señor ve el fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura […]. Actuaba con él como niña que se cree todo permitido y considera como propios los tesoros del Padre» (Manuscrito autobiográfico, 183). La consolación es espontánea, te lleva a hacer todo espontáneo, como si fuéramos niños. Los niños son espontáneos, y la consolación te lleva a ser espontáneo con una dulzura, con una paz muy grande. Una chica de catorce años nos da una descripción espléndida de la consolación espiritual: se advierte un sentido de ternura hacia Dios, que nos hace audaces en el deseo de participar de su misma vida, de hacer lo que le agrada, porque nos sentimos familiares con Él, sentimos que su casa es nuestra casa, nos sentimos acogidos, amados, revitalizados. Con esta consolación no nos rendimos frente a las dificultades: de hecho, con la misma audacia, Teresa pedirá al Papa el permiso para entrar en el Carmelo, aunque sea demasiado joven, y le será concedido.  ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la consolación nos hace audaces: cuando estamos en tiempo de oscuridad, de desolación, y pensamos: “Esto no soy capaz de hacerlo”. Te abate la desolación, te hace ver todo oscuro: “No, yo no puedo hacerlo, no lo haré”. En cambio, en tiempo de consolación, ves las mismas cosas de forma diferente y dices: “No, yo voy adelante, lo hago”. “Pero ¿estás seguro?”. “Yo siento la fuerza de Dios y voy adelante”. Y así la consolación te impulsa a ir adelante y a hacer las cosas que en tiempo de desolación tú no serías capaz; te impulsa a dar el primer paso. Esto es lo hermoso de la consolación.

Pero estemos atentos. Tenemos que distinguir bien la consolación que es de Dios, de las falsas consolaciones. En la vida espiritual sucede algo similar a lo que sucede en las producciones humanas: están los originales y están las imitaciones. Si la consolación auténtica es como una gota en una esponja, es suave e íntima, sus imitaciones son más ruidosas y llamativas, son puro entusiasmo, son un fuego fatuo, sin consistencia, llevan a plegarse sobre uno mismo, y a no cuidar de los otros. La falsa consolación al final nos deja vacíos, lejos del centro de nuestra existencia. Por esto, cuando nosotros nos sentimos felices, en paz, somos capaces de hacer cualquier cosa. Pero no confundir esa paz con un entusiasmo pasajero, porque el entusiasmo hoy está, después cae y ya no está.

Por eso se debe hacer discernimiento, también cuando uno se siente consolado. Porque la falsa consolación puede convertirse en un peligro, si la buscamos como fin en sí misma, de forma obsesiva, y olvidándonos del Señor. Como diría san Bernardo, se buscan las consolaciones de Dios y no se busca al Dios de las consolaciones. Nosotros debemos buscar al Señor y el Señor, con su presencia, nos consuela, nos hace ir adelante. Y no buscar a Dios porque nos trae las consolaciones, con esto implícito, no, esto no va, no debemos estar interesados en esto. Es la dinámica del niño de la que hablábamos la vez pasada, que busca a los padres solo para obtener cosas de ellos, pero no por ellos mismos: va por interés. “Papá, mamá”. Y los niños saben hacer esto, saben jugar y cuando la familia está dividida, y tienen esta costumbre de buscar ahí y buscar aquí, esto no hace bien, esto no es consolación, eso es interés. También nosotros corremos el riesgo de vivir la relación con Dios de forma infantil, buscando nuestro interés, buscando reducir a Dios a un objeto para nuestro uso y consumo, perdiendo el don más hermoso que es Él mismo. Así vamos adelante en nuestra vida, que procede entre las consolaciones de Dios y las desolaciones del pecado del mundo, pero sabiendo distinguir cuando es una consolación de Dios, que te da paz hasta el fondo del alma, de cuando es un entusiasmo pasajero que no es malo, pero no es la consolación de Dios.

sábado, 19 de noviembre de 2022

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 16 de noviembre de 2022

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Catequesis sobre el discernimiento 8. ¿Por qué estamos desolados?

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días, bienvenidos!

Retomamos hoy las catequesis sobre el tema del discernimiento. Hemos visto lo importante que es leer lo que se mueve dentro de nosotros, para no tomar decisiones apresuradas, en la ola emocional del momento, solo para arrepentirnos cuando ya es demasiado tarde. Es decir, leer qué sucede y después tomar las decisiones.

En este sentido, también el estado espiritual que llamamos desolación, cuando en el corazón todo está oscuro, está triste, este estado de desolación puede ser ocasión de crecimiento. De hecho, si no hay un poco de insatisfacción, un poco de tristeza saludable, una sana capacidad de habitar en la soledad y de estar con nosotros mismos sin huir, corremos el riesgo de permanecer siempre en la superficie de las cosas y no tomar nunca contacto con el centro de nuestra existencia. La desolación provoca una “sacudida del alma”: cuando uno está triste es como si el alma se sacudiera; mantiene despiertos, favorece la vigilancia y la humildad y nos protege del viento del capricho. Son condiciones indispensables para el progreso en la vida, y, por tanto, también en la vida espiritual. Una serenidad perfecta, pero “aséptica”, sin sentimientos, nos hace deshumanos cuando se convierte en el criterio de decisiones y comportamientos. Nosotros no podemos no hacer caso a los sentimientos: somos humanos y el sentimiento es una parte de nuestra humanidad; sin entender los sentimientos seremos deshumanos, sin vivir los sentimientos seremos también indiferentes al sufrimiento de los otros e incapaces de acoger el nuestro. Sin considerar que tal “perfecta serenidad” no se alcanza por este camino de la indiferencia. Esta distancia aséptica: “Yo no me involucro con las cosas, yo tomo distancia”: esto no es vida, esto es como si viviéramos en un laboratorio, cerrados, para no tener microbios, enfermedades. Para muchos santos y santas, la inquietud ha sido un impulso decisivo para dar un giro a la propia vida. Esta serenidad artificial, no va, mientras que la sana inquietud es buena, el corazón inquieto, el corazón que trata de buscar camino. Es el caso, por ejemplo, de Agustín de Hipona o de Edith Stein o de José Benito Cottolengo o de Carlos de Foucauld. Las decisiones importantes tienen un precio que la vida presenta, un precio que está al alcance de todos: es decir, las decisiones importantes no vienen de la lotería, no; tienen un precio y tú debes pagar ese precio. Es un precio que tú debes pagar con tu corazón, es un precio de la decisión, un precio que hay llevar adelante, un poco de esfuerzo. No es gratis, pero es un precio al alcance de todos. Todos nosotros debemos pagar esta decisión para salir del estado de indiferencia, que nos abate, siempre.

La desolación es también una invitación a la gratuidad, a no actuar siempre y solo en vista de una gratificación emotiva. Estar desolados nos ofrece la posibilidad de crecer, de iniciar una relación más madura, más hermosa, con el Señor y con las personas queridas, una relación que no se reduzca a un mero intercambio de dar y tomar. Pensemos en nuestra infancia, por ejemplo, cuando somos niños, sucede a menudo que buscamos a los padres para obtener algo de ellos, un juguete, dinero para comprar un helado, un permiso... Y así los buscamos no por sí mismos, sino por un interés. Sin embargo, ellos son el don más grande, los padres, y esto lo entendemos a medida que crecemos.

También muchas de nuestras oraciones son un poco de este tipo, son peticiones de favores dirigidos al Señor, sin un verdadero interés por Él. Vamos a pedir, pedir, pedir al Señor. El Evangelio señala que Jesús a menudo estaba rodeado de mucha gente que lo buscaba para obtener algo, curaciones, ayudas materiales, pero no simplemente para estar con Él. Estaba rodeado de multitud y, sin embargo, estaba solo. Algunos santos, y también algunos artistas, han meditado sobre esta condición de Jesús. Podría parecer raro, irreal, preguntar al Señor: “¿Cómo estás?”. Y sin embargo es una manera muy hermosa de entrar en una relación verdadera, sincera, con su humanidad, con su sufrimiento, también con su singular soledad. Con Él, con el Señor, que ha querido compartir hasta el fondo su vida con nosotros.

Nos hace mucho bien aprender a estar con Él, a estar con el Señor sin otro fin, exactamente como nos sucede con las personas a las que queremos: deseamos conocerlos cada vez más, porque es hermoso estar con ellos.

Queridos hermanos y hermanas, la vida espiritual no es una técnica a nuestra disposición, no es un programa de “bienestar” interior que nosotros debemos programar. No. La vida espiritual es la relación con el Viviente, con Dios, el Viviente, irreductible a nuestras categorías. Y la desolación entonces es la respuesta más clara a la objeción que la experiencia de Dios sea una forma de sugestión, una simple proyección de nuestros deseos. La desolación es no sentir nada, todo oscuro: pero tú buscas a Dios en la desolación. En este caso, si pensamos que es una proyección de nuestros deseos, siempre seríamos nosotros quienes la programáramos, siempre estaríamos felices y contentos, como un disco que repite la misma música. En cambio, quien reza se da cuenta de que los resultados son imprevisibles: experiencias y pasajes de la Biblia que a menudo nos han entusiasmado, hoy, extrañamente, no suscitan ningún entusiasmo. E, igualmente de forma inesperada, experiencias, encuentros y lecturas a los que nunca se había hecho caso o que se prefería evitar ―como la experiencia de la cruz― dan una paz inmensa. No tener miedo a la desolación, llevarla adelante con perseverancia, no huir. Y en la desolación tratar de encontrar el corazón de Cristo, encontrar al Señor. Y la respuesta llega, siempre.

Frente a las dificultades, por tanto, nunca desanimarse, por favor, sino afrontar la prueba con decisión, con la ayuda de la gracia de Dios que nunca nos falla. Y si escuchamos dentro de nosotros una voz insistente que quiere distraernos de la oración, aprendamos a desenmascararla como la voz del tentador; y no nos dejemos impresionar: simplemente, ¡hagamos precisamente lo contrario de lo que nos dice! Gracias.


 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 13 de noviembre de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz domingo!

El Evangelio de hoy nos lleva a Jerusalén, al lugar más sagrado: el templo. Allí, en torno a Jesús, algunos hablan de la magnificencia de aquel edificio grandioso, «adornado de bellas piedras» (Lc 21,5). Pero el Señor dice: «De lo que ven, no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida» (v. 6). Luego aumenta la intensidad, explicando cómo en la historia casi todo se derrumba: habrá, dice, revoluciones y guerras, terremotos y hambrunas, plagas y persecuciones (cf. vv. 9-17). Es como si dijera: no hay que confiar demasiado en las realidades terrenales: pasan. Son palabras sabias, pero pueden darnos cierta amargura: ya hay tantas cosas que van mal, ¿por qué también el Señor hace discursos tan negativos? En realidad, su intención no es ser negativo, es otra, es darnos una valiosa enseñanza, a saber, el camino de salida de toda esta precariedad. ¿Y cuál es el camino de salida? ¿Cómo podemos salir de esto que pasa y pasa y no existirá más?

Este se encuentra en una palabra que quizás nos sorprenda. Cristo lo revela en la última frase del Evangelio, cuando dice: «Con su perseverancia salvarán su vida» (v. 19). La perseverancia. ¿Qué cosa es esto? La palabra indica ser “muy severos”; pero ¿severos en qué sentido? ¿Acaso con uno mismo, considerándose no estar a la altura? No. ¿Acaso con los demás, siendo rígidos e inflexibles? Tampoco. Jesús nos pide que seamos “severos”, disciplinados, persistentes en lo que a Él le importa, en lo que importa. Porque, lo que realmente importa, muchas veces no coincide con lo que atrae nuestro interés: a menudo, como aquellas personas en el templo, priorizamos las obras de nuestras manos, nuestros logros, nuestras tradiciones religiosas y civiles, nuestros símbolos sagrados y sociales. Esto está bien, pero le damos demasiada prioridad. Estas cosas son importantes, pero pasan. En cambio, Jesús dice que nos centremos en lo que permanece, que evitemos dedicar nuestra vida a construir algo que luego se destruirá, como aquel templo, olvidándonos de construir lo que no se derrumba, de construir sobre su palabra, sobre el amor, sobre el bien. Ser perseverantes, ser severos y decididos para edificar aquello que no pasa.

Esto es, entonces, la perseverancia: es construir el bien cada día. Perseverar es permanecer constantes en el bien, especialmente cuando la realidad circundante empuja a hacer otra cosa. Pongamos algunos ejemplos: sé que rezar es importante, pero yo, como todo el mundo, siempre tengo muchas cosas que hacer, y por eso lo dejo para más adelante: “No, ahora estoy ocupado, no puedo, lo hago después”. O bien, veo tanta gente astuta que se aprovecha de las situaciones, que “regatea” las normas, y yo también dejo de observarlas, dejo de perseverar en la justicia y la legalidad. “Pero si estos astutos lo hacen, también lo hago yo”. Atención con eso. Todavía más: hago un servicio en la Iglesia, para la comunidad, para los pobres, pero veo que tanta gente en su tiempo libre solo piensa en divertirse, y entonces me dan ganas de abandonar y hacer como ellos. Porque no veo resultados o me aburro o no me hace feliz.

Perseverar, en cambio, es permanecer en el bien. Preguntémonos: ¿cómo va mi perseverancia? ¿Soy constante, o vivo la fe, la justicia y la caridad según el momento, es decir, si me apetece, rezo, si me conviene, soy justo, servicial y atento, mientras que, si estoy insatisfecho, si nadie me lo agradece, dejo de hacerlo? En resumen, ¿mi oración y mi servicio dependen de las circunstancias o dependen de un corazón firme en el Señor? Si perseveramos —nos recuerda Jesús— no tenemos nada que temer, ni siquiera en los acontecimientos tristes y difíciles de la vida, ni siquiera en el mal que vemos a nuestro alrededor, porque permanecemos anclados en el bien. Dostoievski escribió: “No tengas miedo de los pecados de los hombres, ama al hombre incluso con su pecado, porque este reflejo del amor divino es el culmen del amor en la tierra” (Los hermanos Karamazov, II,6,3g). La perseverancia es el reflejo del amor de Dios en el mundo, porque el amor de Dios es fiel, es perseverante, nunca cambia.

Que la Virgen, sierva del Señor perseverante en la oración (cf. Hch 1,12), fortalezca nuestra constancia.


 

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Mañana se cumple el primer aniversario del lanzamiento de la Plataforma de Acción Laudato si', que promueve la conversión ecológica y estilos de vida coherentes con ella. Quiero dar las gracias a todos los que se han sumado a esta iniciativa: hay unos seis mil participantes, entre personas, familias, asociaciones, empresas, instituciones religiosas, culturales y sanitarias. Este es un excelente comienzo de un proceso de siete años dirigido a responder al clamor de la tierra y al grito de los pobres. Animo a que esta misión, crucial para el futuro de la humanidad, fomente en todos un compromiso concreto para el cuidado de la creación.

En esta perspectiva, me gustaría recordar la Cumbre del Clima COP27 que se desarrolla en Egipto. Espero que se den pasos adelante, con valor y determinación, siguiendo las huellas del Acuerdo de París.

Permanezcamos siempre cerca de nuestros hermanos y hermanas de la atormentada Ucrania. Cercanos con la oración y la solidaridad concreta. ¡La paz es posible! No nos resignemos a la guerra.

Y los saludo a todos, peregrinos de Italia y de varios países, familias, parroquias, asociaciones y fieles. En particular, saludo al grupo carismático “El Shaddai” de los Estados Unidos de América, a los músicos uruguayos del bandoneón —¡veo la bandera ahí, espléndidos!—, la Misión greco-católica rumana de París, los representantes de la pastoral escolar de Limoges y Tulle con sus respectivos obispos, los miembros de la comunidad eritrea de Milán, a quienes aseguro mis oraciones por su país. Me complace dar la bienvenida a los ministros servidores de Ovada, a la cooperativa “La Nuova Famiglia” de Monza, a la Protección Civil de Lecco, a los fieles de Perugia, Pisa, Sassari, Catania y Bisceglie, y a los chicos y chicas de la Inmaculada.

Les deseo a todos un buen domingo. Por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!



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domingo, 6 de noviembre de 2022

Difundan la alegría del Evangelio, alentó el Papa a los católicos de Bahréin

 

6 DE NOVIEMBRE, 2022

  • AWALI (REINO DE BAHRÉIN) (AICA)
Antes de despedirse de Bahréin, Francisco exhortó a los consagrados a dejar fluir los dones del Espíritu Santo, que es fuente de alegría, de unidad y de profecía. El Papa durante el encuentro con los consagrados y agentes pastorales de Bahréin (VaticanMedia)

El papa Francisco concluyó su visita apostólica al Reino de Bahréin con un encuentro de oración y rezo de la oración mariana del Ángelus con los obispos, sacerdotes, seminaristas y agentes pastorales en la Iglesia del Sagrado Corazón en Manama

Una comunidad cristiana con carácter “católico”, es decir, universal, porque está formada por personas que vienen de diversas regiones del mundo. Todos pertenecen al vicariato apostólico de Arabia del Norte, donde hay unos 60 sacerdotes y más de 1.300 catequistas que trabajan entre los cerca de 2 millones de católicos presentes en Bahrein, Kuwait, Qatar y Arabia Saudita.

De ahí que el pontífice insista en recordarles que el primer testimonio es la unidad: “¡Tratemos de ser custodios y constructores de unidad! Para ser creíbles en el diálogo con los demás, vivamos la fraternidad entre nosotros”, pidió Francisco a los consagrados y los alentó a empezar a hacerlo en las comunidades, casas religiosas, familias sociedad: "Estemos siempre abiertos al diálogo”, exhortó.

El Santo Padre llegó en silla de ruedas hasta el presbiterio de esta pequeña iglesia abarrotada, donde fue recibido con cantos populares y escuchó las palabras de bienvenida del administrador apostólico de Arabia del Norte, monseñor Paul Hinder y de una laica y una religiosa. 

En su último discurso del viaje Francisco quiso mostrar su cercanía a todos los pueblos de Medio Oriente que sufren. “Es hermoso pertenecer a una Iglesia formada de historias y rostros diversos que encuentran armonía en el único rostro de Jesús”, aseguró.

El Papa explicó a continuación que la Iglesia “nace del costado abierto de Cristo, de un baño de regeneración en el Espíritu Santo”. 

En esta línea, habló de “tres grandes dones” que el Espíritu Santo nos da y nos pide que acojamos y vivamos: la alegría, la unidad y la profecía. 

Fuente de alegría
Por una parte, “el Espíritu es fuente de alegría”. Tras explicar que “la alegría del Espíritu no es un estado ocasional o una emoción del momento”, ha indicado que nace de la relación con Dios, “de saber que, aun en las dificultades y en las noches oscuras no estamos solos, perdidos o derrotados, porque Él está con nosotros”.

Así, les ha pedido a todos los asistentes que ya viven esa alegría en comunidad: “Consérvenla, más aún, multiplíquenla. ¿Y saben la mejor manera? Dándola”. De esta forma explicó que es necesario que la alegría no decaiga en las comunidades cristianas: “que no nos limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad”.

“Es importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la misa, fuente y cumbre de la vida cristiana, hagamos circular la alegría del Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa”, indicó.