sábado, 30 de marzo de 2024

 


Viernes Santo: El Papa presidió la celebración de la Pasión del Señor

  • 29 DE MARZO, 2024
  • CIUDAD DEL VATICANO (AICA)
Al igual que otros años, el predicador de la Casa Pontificia, cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap, pronunció la homilía.Viernes Santo: El Papa presidió la celebración de la Pasión del Señor El Papa en la celebración de la Pasión del Señor este Viernes Santo (VaticanMedia)
El Papa Francisco participó, este Viernes Santo, de la liturgia de la Pasión del Señor en la basílica de San Pedro, en la que escuchó al predicador de la Casa Pontificia, cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap, quien expresó que “Jesús no vino a retocar y perfeccionar la idea que los hombres tienen de Dios, sino a trastocarla y mostrarles su verdadero rostro con su muerte en la cruz”. 

En la cruz, dijo Cantalamessa Jesús respeta la libre elección de los hombres y elige anularse a sí mismo, lección para los poderosos de la tierra. Del triunfo de la resurrección una invitación a toda la humanidad a confiarse a él: los ancianos, los encarcelados por su fe, las mujeres víctimas de la violencia.

Sólo cuando Él sea levantado en la cruz, de hecho, sabremos lo que "Él es", en un sentido absoluto y metafísico. Lo reiteró en su homilía el predicador de la Casa Pontificia, inspirado en lo que Jesús reveló a los fariseos en el Evangelio de Juan: "Cuando hayan resucitado el Hijo del Hombre, entonces sabrán que yo soy".

En la cruz el respeto de la libertad de los hombres
Jesús vino para "derrocar" la idea de Dios, pero, subraya el cardenal, "la idea de Dios que Jesús vino a cambiar, desgraciadamente todos la llevamos dentro de nosotros, en nuestro inconsciente", porque "podemos hablar de un único Dios, espíritu puro, ser supremo", pero es difícil verlo "en la aniquilación de su muerte en la cruz". 

Para comprender esto, es necesario reflexionar sobre el verdadero significado de la omnipotencia de Dios: “Frente a las criaturas humanas”, explica el cardenal Cantalamessa, Dios se encuentra “privado de cualquier capacidad, no sólo constrictiva, sino también defensiva. No puede intervenir con autoridad para imponerse a ellos. No puede hacer otra cosa que respetar, hasta el infinito, la libre elección de los hombres.

"El verdadero rostro de su omnipotencia, pues, se revela “en su Hijo que se arrodilla ante los discípulos para lavarles los pies; en aquel que, reducido a la impotencia más radical en la cruz, continúa amando y perdonando, sin condenar jamás".

Anularse, no presumir
La verdadera omnipotencia de Dios, por tanto, “es la impotencia total del Calvario”. De hecho, se necesita "poco poder para lucirse", pero "se necesita mucho, para dejarse de lado, para borrarse". “¡Qué lección para nosotros que, más o menos conscientemente, siempre queremos lucirnos!”, reitera el cardenal, “¡qué lección sobre todo para los poderosos de la tierra! Para aquellos entre ellos que ni remotamente piensan en servir, sino sólo en el poder por el poder".

El triunfo de la resurrección misma, "definitiva e irresistible", se diferencia de la pompa de la de los emperadores o del "triunfo de la Santa Iglesia" del que se hablaba en el pasado. 

“La resurrección”, dijo, “ocurre en misterio, sin testigos”. Si bien su muerte es vista por una gran multitud y por las más altas autoridades políticas y religiosas, "una vez resucitado, Jesús se aparece sólo a unos pocos discípulos, fuera de los focos". En efecto, después de haber sufrido, "no debemos esperar un triunfo exterior, visible, como la gloria terrena. ¡El triunfo se da en lo invisible y es de orden infinitamente superior porque es eterno! Los mártires de ayer y de hoy son prueba de ello".

La omnipotencia del amor
"No es una venganza que humilla a sus adversarios", explicó Cantalamessa, porque "cualquier venganza sería incompatible con el amor que Cristo quiso testimoniar a los hombres con su pasión". Sus palabras en la cruz lo reiteran: “Vengan a mí todos los que están cansados y fatigados, y yo les haré descansar”. 

“Quien no tiene una piedra sobre la que reclinar su cabeza, quien fue rechazado por los suyos, condenado a muerte”, concluye el predicador de la Casa Pontificia, “se dirige a toda la humanidad, de todos los lugares y de todas las veces". Todos, nadie excluido: "los ancianos, los enfermos y los solos", aquellos a quienes "el mundo permite morir en la pobreza, el hambre o bajo las bombas", aquellos que por su fe en Él o por su lucha por la libertad languidecen en una prisión. celular”, la mujer víctima de violencia. Al renunciar a la idea humana de omnipotencia, mantiene intacta la suya propia, que es la omnipotencia del amor.+

SANTA MISA CRISMAL HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

 

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SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro
Jueves Santo, 28 de marzo de 2024

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«Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lc 4,20). Llama la atención este pasaje del Evangelio, pues nos lleva a visualizar la escena, a imaginar ese momento de silencio en el que todas las miradas estaban concentradas en Jesús, en una mezcla de estupor y desconfianza. Sabemos sin embargo cómo terminaría: después de que Jesús hubo desenmascarado las falsas expectativas de sus compaisanos, estos «se enfurecieron» (Lc 4,28), salieron y lo echaron fuera de la ciudad. Sus ojos habían estado fijos en Jesús, pero sus corazones no estaban dispuestos a cambiar a causa de su palabra. De ese modo, perdieron la oportunidad de sus vidas.

Pero hoy, en esta tarde de Jueves Santo, se produce un cruce de miradas alternativo. El protagonista es el primer Pastor de nuestra Iglesia, Pedro. Al principio, tampoco él dio fe a la palabra “desenmascarante” que el Señor le había dirigido: «Me habrás negado tres veces» (Mc 14,30). Por eso, “perdió de vista” a Jesús y lo negó cuando cantó el gallo. Pero después, cuando “el Señor, dándose vuelta, lo miró, este recordó las palabras que él le había dicho. Y saliendo afuera, lloró amargamente” (cf. Lc 22,61-62). Sus ojos se llenaron de lágrimas que, nacidas de un corazón herido, lo liberaron de convicciones y justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida.

Las palabras y los gestos de Jesús durante tantos años no habían logrado mover a Pedro de sus expectativas, parecidas a las de la gente de Nazaret. También él esperaba un Mesías político y poderoso, fuerte y resolutivo, y frente al escándalo de un Jesús débil, arrestado sin oponer resistencia, declaró: «No lo conozco» (Lc 22,57). Y es verdad, no lo conocía, comenzó a conocerlo cuando, en la oscuridad de la negación, dio cabida a lágrimas de vergüenza, a las lágrimas de arrepentimiento. Y lo conocerá de verdad cuando, entristecido «de que por tercera vez le preguntara si lo quería», se dejó atravesar sin reservas por la mirada de Jesús. Entonces, del «no lo conozco» pasará a decir: «Señor, tú lo sabes todo» (Jn 21,17).

Queridos hermanos sacerdotes, la curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol y la curación del Pastor son posibles cuando, heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús; estas curaciones pasan a través de las lágrimas, del llanto amargo y del dolor que permite redescubrir el amor. Por eso, desde hace tiempo siento la necesidad de compartir con ustedes, algunos pensamientos sobre un aspecto de la vida espiritual bastante descuidado, pero esencial. Lo propongo hoy con una palabra tal vez pasada de moda, pero que creo que nos haga bien redescubrir: la compunción.

¿Qué es la compunción? La palabra evoca el punzar. La compunción es “una punción en el corazón”, un pinchazo que lo hiere, haciendo brotar lágrimas de arrepentimiento. Nos ayuda a explicarlo otro episodio relacionado también con san Pedro. Él, traspasado por la mirada y las palabras de Jesús resucitado el día de Pentecostés, purificado y lleno del fuego del Espíritu, proclamó a los habitantes de Jerusalén: «a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías» (Hch 2,36). Los que escuchaban advirtieron a la vez el mal que habían hecho y la salvación que el Señor derramaba sobre ellos, y «al oír estas cosas —dice el texto—, todos se conmovieron profundamente» (Hch 2,37).

Esta es la compunción, no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo [1]. Queridos hermanos sacerdotes, hoy les deseo esto.

Pero es necesario comprender bien qué significan las lágrimas de compunción. No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer. Esto sucede, por ejemplo, cuando estamos desilusionados o preocupados por nuestras expectativas frustradas, por la falta de comprensión por parte de los demás, tal vez hermanos de comunidad o superiores. También cuando, a causa de un extraño y malsano gusto de nuestro espíritu, nos regodeamos en los agravios recibidos para autocompadecernos, pensando que no nos han dado lo que merecíamos e imaginando que el futuro no nos depara otra cosa que continuas desilusiones. Esta —nos enseña san Pablo— es la tristeza según el mundo, opuesta a la tristeza que es según Dios [2].

Tener lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores; es admitir haber perdido el camino de la santidad, no habiendo creído en el amor de Aquel que dio su vida por mí [3]. Es mirarme dentro y dolerme por mi ingratitud y mi inconstancia; es considerar con tristeza mi doblez y mis falsedades; es bajar a los recovecos de mi hipocresía. La hipocresía clerical, queridos hermanos, es aquella hipocresía en la que nos resbalamos tanto, tanto. Tengan cuidado con la hipocresía clerical. Para después, fijar la mirada en el Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y levanta, que nunca defrauda las esperanzas de quien confía en Él. Así las lágrimas siguen derramándose y purifican el corazón.

La compunción, claro está, requiere esfuerzo pero restituye la paz; no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor, que trasforma el corazón cuando está «contrito y humillado» (Sal 51,19), suavizado por las lágrimas. La compunción es por tanto el antídoto contra la esclerosis del corazón, contra esa dureza del corazón que tanto denunció Jesús (cf. Mc 3,5; 10,5). El corazón sin arrepentimiento ni llanto se vuelve rígido. Primero se afianza en sus rutinas, después es intolerante con los problemas y las personas le son indiferentes, luego se torna frío y casi impasible, como envuelto en una coraza inquebrantable, y finalmente se vuelve un corazón de piedra. Pero, como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura.

Comprendemos entonces por qué los maestros espirituales insisten sobre la compunción. San Benito invitaba cada día a «confesar diariamente a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas» [4], y afirmaba que al rezar no seríamos escuchados «por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas» [5]. Y si para san Juan Crisóstomo una sola lágrima es capaz de apagar un brasero de culpas [6], en la Imitación de Cristo se recomienda: «Date a la compunción del corazón», en cuanto «por la liviandad del corazón y por el descuido de nuestros defectos no sentimos los males de nuestra alma» [7]. La compunción es el remedio, porque nos muestra la verdad de nosotros mismos, de modo que la profundidad de nuestro ser pecadores revela la realidad infinitamente más grande de nuestro ser perdonados, la alegría de ser perdonados. Por eso no nos debe extrañar la afirmación de Isaac de Nínive: «El que olvida la medida de sus propios pecados, olvida la medida de la gracia de Dios hacia él» [8].

Es verdad, queridos hermanos y hermanas, cada uno de nuestros renacimientos interiores brotan siempre del encuentro entre nuestra miseria y la misericordia del Señor —se encuentran nuestra miseria y su misericordia—, cada renacimiento interior pasa a través de nuestra pobreza de espíritu, que permite que el Espíritu Santo nos enriquezca. Con esta luz se comprenden las fuertes afirmaciones de tantos maestros espirituales. Detengámonos otra vez en las afirmaciones paradójicas de san Isaac: «Aquel que conoce sus pecados […] es más grande de aquel que con la oración resucita muertos. Aquel que llora una hora sobre sí mismo es más grande que quien sirve el mundo entero con la contemplación […]. Aquel al que ha sido dado conocerse a sí mismo es más grande que aquel a quien le fue dado ver a los ángeles» [9].

Hermanos, volvamos a nosotros sacerdotes y preguntémonos cuán presentes están la compunción y las lágrimas en nuestro examen de conciencia y en nuestra oración. Interroguémonos si con el pasar de los años las lágrimas aumentan. Bajo este aspecto sería bueno que ocurriese al revés de como sucede en la vida biológica, en la que cuando crecemos lloramos menos que cuando éramos niños. Sin embargo, en la vida espiritual, en la que cuenta hacerse como niños (cf. Mt 18,3), quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios, que —como escribe san Francisco en su testamento— antes, “como estaba en mis pecados”, los tenía lejos, pero cuya compañía, después, de amarga se convirtió en dulce [10]. Y, de ese modo, quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar.

Y esta, queridos hermanos, es otra característica de la compunción, la solidaridad. Un corazón dócil, liberado por el espíritu de las Bienaventuranzas, se inclina naturalmente a hacer compunción por los demás; en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás. Y el Señor busca, especialmente entre los consagrados a Él, a quienes lloren los pecados de la Iglesia y del mundo, haciéndose instrumento de intercesión por todos. Cuántos testigos heroicos en la Iglesia nos indican este camino. Pensemos en los monjes del desierto, en Oriente y en Occidente; en la intercesión continua, entre gemidos y lágrimas, de san Gregorio de Narek; en la ofrenda franciscana por el Amor no amado; en sacerdotes, como el cura de Ars, que vivían en penitencia por la salvación de los demás. Queridos hermanos, esto no se trata de poesía, esto es el sacerdocio.

Queridos hermanos, a nosotros, sus Pastores, el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados. Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos, al entrar en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de resistencias y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigorismos e insatisfacciones, para encomendarnos e interceder ante Dios, encontrando en Él una paz que salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás. Permitamos al Señor que realice maravillas. No temamos, Él nos sorprenderá.

Nuestro ministerio lo agradecerá. Hoy, en una sociedad secularizada, corremos el riesgo de mostrarnos muy activos y al mismo tiempo de sentirnos impotentes, con el resultado de perder el entusiasmo y de caer en la tentación de “tirar los remos en la barca”, de encerrarnos en la queja y de hacer prevalecer la magnitud de los problemas sobre la inmensidad de Dios. Si esto sucede, nos volvemos amargos y sarcásticos, siempre chismorreando, siempre encontrando una ocasión para quejarse. Pero si, por el contrario, la amargura y la compunción, en vez de dirigirse hacia el mundo, se dirigen hacia el propio corazón, el Señor no dejará de visitarnos y de alzarnos de nuevo. Como nos exhorta la Imitación de Cristo: «No te ocupes en cosas ajenas ni te entremetas en las causas de los mayores. Mira siempre primero por ti, y amonéstate a ti mismo más especialmente que a todos cuantos quieres bien. Si no eres favorecido de los hombres, no te entristezcas por eso, sino aflígete de que no te portas con el cuidado y circunspección que convienen» [11].

Por último, quisiera señalar un aspecto esencial: la compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración. El arrepentimiento es don de Dios, es fruto de la acción del Espíritu Santo. Para facilitar su crecimiento, comparto con ustedes dos pequeños consejos. El primero es el de no mirar la vida y la llamada en una perspectiva de eficacia y de inmediatez, ligada sólo al hoy y a sus urgencias y expectativas, sino en el conjunto del pasado y del futuro. Del pasado, recordando la fidelidad de Dios —Dios es fiel—, haciendo memoria de su perdón, anclándonos en su amor; y del futuro, pensando en el destino eterno al que estamos llamados, en el fin último de nuestra existencia. Ampliar los horizontes queridos hermanos, ampliar los horizontes ayuda a dilatar el corazón, estimula a entrar en uno mismo con el Señor y a experimentar la compunción. Un segundo consejo, que es consecuencia de esto: es redescubrir la necesidad de dedicarnos a una oración que no sea de compromiso y funcional, sino gratuita, serena y prolongada. Hermano, ¿cómo está tu oración? Volvamos a la adoración y volvamos a la oración del corazón. ¿Te has olvidado de adorar? Repitamos: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Sintamos la grandeza de Dios en nuestra bajeza de pecadores, para mirarnos dentro y dejarnos atravesar por su mirada. Redescubriremos la sabiduría de la Santa Madre Iglesia, que nos introduce siempre en la oración con la invocación del pobre que grita: Dios mío, ven en mi auxilio.  

Queridos hermanos, volvamos ahora a san Pedro y a sus lágrimas. El altar puesto sobre su tumba nos debe hacer pensar cuántas veces nosotros, que allí decimos cada día: «Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes», cuántas veces decepcionamos y entristecemos a Aquel que nos ama hasta el punto de hacer de nuestras manos los instrumentos de su presencia. Está bien por tanto hacer nuestras aquellas palabras con las que nos preparamos en voz baja: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» (cf. Sal 50). En todo, hermanos, nos consuela la certeza que hoy nos ha sido entregada en la Palabra: el Señor, consagrado con la unción (cf. Lc 4,18), ha venido «a vendar los corazones heridos» (Is 61,1). Por tanto, si el corazón se rompe podrá ser vendado y curado por Jesús. Gracias, queridos sacerdotes, gracias por sus corazones abiertos y dóciles; gracias por sus fatigas y gracias por sus lágrimas, gracias por llevar la maravilla de la misericordia. Perdonen siempre, sean misericordiosos y lleven esta misericordia, lleven a Dios a los hermanos y a las hermanas de nuestro tiempo. Queridos sacerdotes, que el Señor los consuele, los confirme y los recompense. Gracias.


[1] «En la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (S. Ambrosio, Epistula extra collectionem, I, 12).

[2] «Esa tristeza produce un arrepentimiento que lleva a la salvación y no se debe lamentar; en cambio, la tristeza del mundo produce la muerte» ( 2 Co 7,10).

[3] Cf. S. Juan Crisóstomo, De compunctione, I, 10.

[4]  Regla, IV, 57.

[5]  Ibíd., XX, 3.

[6] Cf. De paenitentia, VII, 5.

[7] Cap. XXI, 2.

[8] Discursos espirituales (III Colección), XII.

[9]  Discursos espirituales (I Colección), XXXIV (versión griega).

[10] Cf. Testamento, 1-3.

[11] Cap. XXI.



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La paciencia

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 27 de marzo de 2024

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Catequesis. Vicios y virtudes. 13. La paciencia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy la audiencia estaba prevista en la Plaza, pero debido a la lluvia se ha trasladado al interior. Es cierto que estarán un poco apretados, ¡pero al menos no estaremos mojados! Gracias por su paciencia.

El domingo pasado escuchamos el relato de la Pasión del Señor. A los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud que, aunque no se contemple entre las tradicionales, es muy importante: la paciencia. Esta se refiere a soportar lo que se padece: no es casualidad que paciencia tenga la misma raíz que pasión. Y precisamente en la Pasión se manifiesta la paciencia de Cristo, que con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia. Esta es la paciencia de Jesús. Todo esto nos dice que la paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande.

El apóstol Pablo, en el llamado "Himno a la caridad" (cf. 1 Co 13,4-7), une estrechamente amor y paciencia. En efecto, al describir la primera cualidad de la caridad, utiliza una palabra que se traduce por "magnánima" o "paciente". La caridad es magnánima, es paciente. Ella expresa un concepto sorprendente, que reaparece a menudo en la Biblia: Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra "lento a la cólera" (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia. Este es para Pablo el primer rasgo del amor de Dios, que ante el pecado propone el perdón. Pero no sólo eso: es el primer rasgo de todo gran amor, que sabe responder al mal con el bien, que no se encierra en la rabia y el desaliento, sino que persevera y se relanza. La paciencia que recomienza. Así que, en la raíz de la paciencia está el amor, como dice San Agustín: «El justo es tanto más fuerte para tolerar cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el amor de Dios» (De patientia, XVII).

Se podría decir entonces que no hay mejor testimonio del amor de Cristo que encontrarse con un cristiano paciente. ¡Pensemos también en cuantas madres y padres, trabajadores, médicos y enfermeras, enfermos, cada día, en secreto, embellecen el mundo con santa paciencia! Como dice la Escritura, «la paciencia es mejor que la fuerza de un héroe" (Pr 16,32). Sin embargo, debemos ser honestos: a menudo carecemos de paciencia. En lo cotidiano somos impacientes, todos. Necesitamos la paciencia como la "vitamina esencial" para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana. Inmediatamente viene la respuesta, no somos capaces de ser pacientes.

Recordemos, sin embargo, que la paciencia no es sólo una necesidad, sino una llamada: si Cristo es paciente, el cristiano está llamado a ser paciente. Y esto exige ir a contracorriente respecto a la mentalidad generalizada de hoy, en la que dominan la prisa y el "todo ahora"; en la que, en lugar de esperar a que las situaciones maduren, se se fuerza a las personas, esperando que cambien al instante. No olvidemos que la prisa y la impaciencia son enemigas de la vida espiritual. ¿Por qué?  Dios es amor, y quien ama no se cansa, no se irrita, no da ultimátums, sino que sabe esperar. Pensemos en la historia del Padre misericordioso, que espera a su hijo que se ha ido de casa: sufre con paciencia, impaciente solamente de abrazarlo apenas lo ve volver (cf. Lc 15, 21); o en la parábola del trigo y la cizaña, con el Señor que no tiene prisa en erradicar el mal antes de tiempo, para que nada se pierda (cf. Mt 13, 29-30). La paciencia nos lo salva todo.

Pero, hermanos y hermanas, ¿cómo se hace para acrecentar la paciencia? Al ser, como enseña san Pablo, un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22), hay que pedírsela al Espíritu de Cristo. Él nos da la fuerza mansa de la paciencia – la paciencia es una fuerza mansa-, porque "es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males" (San Agustín, Discursos, 46, 13). Especialmente en estos días, nos hará bien contemplar al Crucificado para asimilar su paciencia. Un buen ejercicio es también llevarle las personas más molestas, pidiéndole la gracia de poner en práctica con ellas esa obra de misericordia tan conocida como desatendida: soportar pacientemente a las personas molestas. Y no es fácil. Pensemos si hacemos esto: soportar con paciencia a las personas molestas. Se empieza por pedir que podamos mirarlas con compasión, con la mirada de Dios, sabiendo distinguir sus rostros de sus defectos. Tenemos la costumbre de clasificar a las personas por los errores que cometen. No, esto no es bueno. ¡Busquemos a las personas por su rostro, por su corazón y no por sus errores!

Por último, para cultivar la paciencia, virtud que da aliento a la vida, conviene ampliar la mirada. Por ejemplo, no hay que limitar el mundo a nuestros problemas; la Imitación de Cristo nos invita: «Es preciso, por tanto, que te acuerdes de los sufrimientos más graves de los demás, para que aprendas a soportar los tuyos, pequeños». Recuerda también que «no hay cosa, por pequeña que sea, que se soporte por amor de Dios, que pase sin recompensa delante de Dios» (III, 19). Y, además, cuando nos sentimos prisioneros en la prueba, como nos enseña Job, es bueno abrirnos con esperanza a la novedad de Dios, en la firme confianza de que Él no deja defraudadas nuestras expectativas. La paciencia es saber soportar los males.

Y hoy aquí, en esta audiencia, hay dos personas, dos padres: uno israelí y uno árabe. Ambos han perdido a sus hijas en esta guerra y ambos son amigos. No miran la enemistad de la guerra, sino la amistad de dos hombres que se quieren y que han pasado por la misma crucifixión. Pensemos en este testimonio tan hermoso de estas dos personas que sufrieron en sus hijas la guerra en Tierra Santa. ¡Queridos hermanos, gracias por su testimonio!
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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, de manera especial a los participantes en el Encuentro UNIV 2024. Los invito a vivir estos días santos contemplando a Cristo crucificado, que con su ejemplo nos enseña a amar y a ser pacientes, en la espera gozosa de la Resurrección. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
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Resumen leido en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre la virtud de la paciencia. En el relato de la Pasión —como escuchábamos el domingo pasado— la imagen de Cristo paciente nos interpela. Esta virtud se manifiesta como fortaleza y mansedumbre en el sufrimiento —las dos cosas—, y es una de las características del amor, como afirma san Pablo en el Himno a la caridad. Un ejemplo de paciencia lo vemos también en la parábola del Padre misericordioso, que no se cansa de esperar y siempre está dispuesto a perdonar.

En el mundo de hoy, donde se prioriza la inmediatez y predominan los apuros, ser pacientes es el mejor testimonio que podemos dar los cristianos. No es fácil vivir esta virtud, pero tengamos presente que es una llamada a configurarnos con Cristo. Y, ¿cómo se cultiva? Practicando en nuestra vida la obra de misericordia espiritual que nos invita a “sufrir con paciencia los defectos del prójimo”. No es fácil, pero se puede hacer. Pidámosle al Espíritu Santo que nos ayude.

 



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domingo, 24 de marzo de 2024

Domingo de Ramos

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo de Ramos, 24 de marzo de 2024

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Queridos hermanos y hermanas.

Expreso mi cercanía a la Comunidad de San José de Apartadó en Colombia, donde hace unos días fueron asesinados una joven y un niño. Esta Comunidad en 2018 fue premiada como ejemplo de compromiso con la economía solidaria, la paz y los derechos humanos.

Y aseguro mis oraciones por las víctimas del cobarde atentado terrorista perpetrado la pasada noche en Moscú. Que el Señor las acoja en su paz y consuele a sus familias. Que convierta los corazones de quienes planean, organizan y llevan a cabo estas acciones inhumanas, que ofenden a Dios, que ordenó: "No matarás" (Ex 20,13).

Saludo a todos ustedes, fieles de Roma y peregrinos de diversos países. Saludo en particular a la delegación de la ciudad de San Remo, que también este año, fiel a una tradición de cuatro siglos, ha ofrecido las hojas de palma tejidas para esta celebración. ¡Gracias, Sanremesi! Que el Señor los bendiga.

Queridos hermanos y hermanas, Jesús entró en Jerusalén como un Rey humilde y pacífico: ¡abrámosle nuestro corazón! Sólo Él puede librarnos de la enemistad, del odio y de la violencia, porque Él es la misericordia y el perdón de los pecados. Recemos por todos nuestros hermanos y hermanas que sufren a causa de la guerra; de modo especial pienso en la atormentada Ucrania, donde tantas personas se encuentran sin electricidad a causa de los intensos ataques contra las infraestructuras, que, además de causar muerte y sufrimiento, conllevan el riesgo de una catástrofe humanitaria aún mayor. Por favor, no olvidemos a la martirizada Ucrania y pensemos en Gaza, que tanto está sufriendo, y en tantos otros lugares de guerra.

Y ahora nos dirigimos en oración a la Virgen María: aprendamos de ella a permanecer junto a Jesús durante los días de la Semana Santa, para llegar a la alegría de la Resurrección.



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Catequesis. Vicios y virtudes. 12. La prudencia 20/3/2024

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 20 de marzo de 2024

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Catequesis. Vicios y virtudes. 12. La prudencia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La catequesis de hoy la dedicamos a la virtud de la prudencia. Ella, junto con la justicia, la fortaleza y la templanza, forma las virtudes llamadas cardinales, que no son prerrogativa exclusiva de los cristianos, sino que pertenecen al patrimonio de la sabiduría antigua, en concreto, la de los filósofos griegos. Por eso, uno de los temas más interesantes en la obra de encuentro y de inculturación fue precisamente el de las virtudes.

En los escritos medievales, la presentación de las virtudes no es una simple enumeración de cualidades positivas del alma. Retomando los autores clásicos a la luz de la revelación cristiana, los teólogos imaginaron el septenario de las virtudes - las tres teologales y las cuatro cardinales– como una suerte de organismo viviente en el que cada virtud ocupa un espacio armónico. Hay virtudes esenciales y virtudes accesorias, como pilares, columnas y capiteles. Quizá nada como la arquitectura de una catedral medieval puede dar la idea de la armonía que existe en el ser humano y de su continua tensión hacia el bien.

Entonces, comencemos por la prudencia. No es la virtud de la persona temerosa, siempre titubeante ante la acción que debe emprender. No, esta es una interpretación errónea. No es tampoco solamente la cautela. Conceder la primacía a la prudencia significa que la acción del ser humano está en manos de su inteligencia y de su libertad. La persona prudente es creativa: razona, evalúa, trata de comprender la complejidad de la realidad. Y no se deja llevar por las emociones, la pereza, las presiones, las ilusiones.

En un mundo dominado por las apariencias, por los pensamientos superficiales, por la banalidad tanto del bien como del mal, la antigua lección de la prudencia merece ser recuperada.

Santo Tomás, en la estela de Aristóteles, la llamó “recta ratio agibilium”. Es la capacidad de gobernar las acciones para dirigirlas hacia el bien; por eso recibe el sobrenombre de “conductor de las virtudes”. Prudente es quien sabe elegir: mientras permanece en los libros, la vida es siempre fácil, pero en medio de los vientos y las olas de lo cotidiano, la cosa cambia: a menudo nos sentimos inseguros y no sabemos hacia dónde ir.  Quien es prudente no elige al azar: ante todo, sabe lo que quiere; luego, pondera las situaciones, se deja aconsejar y, con amplitud de miras y libertad interior, elige qué camino tomar. No es que no pueda cometer errores, después de todo sigue siendo humano; pero evitará grandes “bandazos”. Desafortunadamente, en todos los ambientes hay quien tiende a liquidar los problemas con bromas superficiales o a suscitar siempre polémicas. La prudencia, en cambio, es la cualidad de quienes están llamados a gobernar: saben que administrar es difícil, que hay muchos puntos de vista y que es preciso tratar de armonizarlos, que no se debe hacer el bien de algunos, sino el de todos.

La prudencia enseña también que, como se suele decir, “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”. Demasiado celo, de hecho, en algunas situaciones, puede provocar desastres: puede arruinar una construcción que hubiera requerido gradualidad; puede generar conflictos e incomprensiones; puede incluso desatar la violencia.

La persona prudente sabe custodiar la memoria del pasado, no porque tenga miedo al futuro, sino porque sabe que la tradición es un patrimonio de sabiduría. La vida está hecha de una continua superposición de cosas antiguas y cosas nuevas, y no es bueno pensar siempre que el mundo empieza con nosotros, que tenemos que afrontar los problemas desde cero. La persona prudente también es previsora. Una vez decidido el objetivo por el que luchar, hay que procurarse todos los medios para alcanzarlo.

Muchos pasajes del Evangelio nos ayudan a educar la prudencia. Por ejemplo: es prudente quien edifica su casa sobre la roca, e imprudente el que la construye sobre la arena.  (cfr. Mt 7,24-27). Sabias son las vírgenes que llevan consigo el aceite para sus lámparas, y necias son las que no lo hacen (cfr. Mt 25,1-13). La vida cristiana es una combinación de sencillez y astucia. Al preparar a sus discípulos para la misión, Jesús les recomienda: «Yo los envío como ovejas entre lobos; sean entonces prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas». (Mt 10,16). Es como si dijera que Dios no sólo quiere que seamos santos, sino que quiere que seamos santos inteligentes, porque sin prudencia ¡equivocarse de camino es cuestión de un momento!
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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que nos ayude a crecer en la virtud de la prudencia para que, en medio de las tormentas y los vientos que pueden sacudir nuestra vida, permanezcamos cimentados en Cristo, la piedra angular. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
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Resumen leído en español

Queridos hermanos y hermanas:

Dedicamos nuestra catequesis de hoy a reflexionar sobre la virtud de la prudencia. La prudencia forma parte de las virtudes cardinales, junto con la justicia, la fortaleza y la templanza. Esta virtud dispone la inteligencia y la libertad a discernir y a obrar nuestro verdadero bien. Antes de tomar decisiones, la persona prudente pondera las situaciones, pide consejo, intenta comprender la complejidad de la realidad y no se deja llevar por las emociones, las presiones o la superficialidad.

En varios pasajes del Evangelio encontramos enseñanzas de Jesús que nos ayudan a crecer en el conocimiento de esta virtud. Por ejemplo, cuando describe la acción del hombre sensato que construyó su casa sobre roca, y la del insensato, que la edificó sobre arena. Estas imágenes evangélicas, que ilustran cómo actúa la persona prudente, nos muestran que la vida cristiana requiere sencillez y, al mismo tiempo, astucia, para saber elegir el camino que conduce al bien y a la vida verdadera.

 



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domingo, 17 de marzo de 2024

Jesús en el Evangelio (cf. Jn 12,20-33) nos dice una cosa importante: que en la Cruz veremos su gloria y la del Padre (cf. vv. 23.28).

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 17 de marzo de 2024

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, quinto Domingo de Cuaresma, mientras nos acercamos a la Semana Santa, Jesús en el Evangelio (cf. Jn 12,20-33) nos dice una cosa importante: que en la Cruz veremos su gloria y la del Padre (cf. vv. 23.28).

¿Pero cómo es posible que la gloria de Dios se manifieste precisamente ahí, en la Cruz? Uno podría pensar que eso sucedería en la Resurrección, no en la Cruz, que es una derrota, un fracaso. En cambio, hoy Jesús, hablando de su Pasión, dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (v. 23). ¿Qué quiere decirnos?

Quiere decirnos que la gloria, para Dios, no corresponde al éxito humano, a la fama o a la popularidad; la gloria, para Dios, no tiene nada de autorreferencial, no es una manifestación grandiosa de potencia a la que siguen los aplausos del público. Para Dios la gloria es amar hasta dar la vida. Glorificarse, para Él, quiere decir entregarse, hacerse accesible, ofrecer su amor. Y esto sucedió de manera culminante en la Cruz, precisamente allí, donde Jesús desplegó al máximo el amor de Dios, revelando plenamente su rostro de misericordia, entregándonos la vida y perdonando a quienes lo crucificaron.

Hermanos y hermanas, desde la Cruz, “cátedra de Dios”, el Señor nos enseña que la gloria verdadera, la que nunca se desvanece y hace feliz, está hecha de entrega y perdón. Entrega y perdón son la esencia de la gloria de Dios. Y son para nosotros el camino de la vida. Entrega y perdón: criterios muy diferentes a lo que vemos a nuestro alrededor, y también en nosotros, cuando pensamos en la gloria como en algo que hay que recibir más que dar; como algo que hay que poseer en vez de ofrecer. No, la gloria mundana pasa y no deja alegría en el corazón; ni siquiera lleva al bien de todos, sino a la división, a la discordia, a la envidia.

Y entonces podemos preguntarnos: ¿Cuál es la gloria que deseo para mí, para mi vida, la que sueño para mi futuro? ¿La de impresionar a los demás por mi maestría, por mis capacidades o por las cosas que poseo? ¿O la vía de la entrega y del perdón, la de Jesús Crucificado, la vía de quien no se cansa de amar, convencido de que eso da testimonio de Dios en el mundo y hace resplandecer la belleza de la vida? ¿Qué gloria quiero para mí? Recordemos, de hecho, que, cuando entregamos y perdonamos, en nosotros resplandece la gloria de Dios. Precisamente ahí: cuando entregamos y perdonamos.

Que la Virgen María, que siguió con fe a Jesús en la hora de la Pasión, nos ayude a ser reflejos vivientes del amor de Jesús.

Después del  Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

He sabido con alivio que en Haití han sido liberados un profesor y cuatro de los seis religiosos del Instituto Frères du Sacré-Cœur secuestrados el pasado 23 de febrero. Pido que se libere lo antes posible a los otros dos religiosos y a todas las personas que todavía están secuestradas en ese amado país probado por tanta violencia.  Invito a todos los actores políticos y sociales a abandonar todo interés particular y a comprometerse con espíritu solidario en la búsqueda del bien común, sosteniendo una transición serena hacia un país que, con la ayuda de la Comunidad internacional, esté dotado de instituciones sólidas capaces de restablecer el orden y la tranquilidad entre sus ciudadanos.

Sigamos rezando por las poblaciones martirizadas por la guerra, en Ucrania, en Palestina y en Israel, en Sudán. Y no olvidemos a Siria, un país que sufre tanto por la guerra, desde hace tiempo.

Os saludo a todos vosotros que habéis venido a Roma, desde Italia y desde tantas partes del mundo. En particular, saludo a los estudiantes españoles de la red de residencias universitarias “Camplus”, a los grupos parroquiales de Madrid, Pescara, Chieti, Locorotondo y de las parroquias de San Giovanni Leonardi en Roma. Saludo a la Cooperativa Social de San José de Como, a los niños de Perugia, a los jóvenes de Bolonia en camino hacia la Profesión de Fe y a los muchachos de la Confirmación de Pavia, Iolo di Prato y Cavaion Veronese.

Acojo con placer a los participantes de la Maratón de Roma, tradicional fiesta del deporte y de la fraternidad. También este año, por iniciativa de Athletica Vaticana, numerosos atletas participan en los “relevos de la solidaridad”, convirtiéndose en testigos del hecho de compartir.

Y deseo a todos un feliz domingo. por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!



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domingo, 10 de marzo de 2024

Jesus no vino a condenar, si no para salvar el mundo (cfr v. 17).

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 10 de marzo de 2024

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este cuarto domingo de Cuaresma el Evangelio nos presenta la figura de Nicodemo (cfr Jn 3,14-21), un fariseo, «uno de los notables entre los judíos» (Jn 3,1). Él vio los signos que Jesús ha cumplido, reconoció en Él un maestro enviado por Dios, y fue a encontrarlo de noche, para no ser visto. El Señor lo acoge, dialoga con él y le revela que no vino a condenar, si no para salvar el mundo (cfr v. 17). Detengámonos a reflexionar sobre esto: Jesus no vino a condenar sino a salvar. Es hermoso.

A menudo en el Evangelio vemos a Cristo desvelar las intenciones de las personas que encuentra, a veces desenmascarando actitudes falsas, como con los fariseos (cfr Mt 23,27-32), o haciéndolas reflexionar sobre el desorden de su vida, como la Samaritana (cfr Jn 4,5-42). Ante Jesús no hay secretos: Él lee en el corazón, en el corazón de cada uno de nosotros. Y esta capacidad podría ser perturbadora porque, si mal utilizada, hace daño a las personas, exponiéndolas a juicios faltos de misericordia. Nadie, en hecho es perfecto, todos somos pecadores, todos nos equivocamos, y si el Señor usara el conocimiento de nuestras debilidades para condenarnos, nadie podría salvarse.

Pero no es así. Porque Él no lo utiliza para señalarnos con el dedo, sino, para abrazar nuestra vida, para liberarnos de los pecados y para salvarnos. A Jesús no interesa procesarnos o someternos a una sentencia; Él quiere que ninguno entre nosotros se pierda. La mirada del Señor sobre cada uno de nosotros no es un faro cegador que deslumbra y pone en dificultad, sino el suave resplandor de una lámpara amiga, que nos ayuda a ver en nosotros el bien y a darnos cuenta del mal, para convertirnos y sanarnos con el sostén de su gracia.

Jesús no vino a condenar, sino a salvar el mundo. Pensemos en nosotros, que tantas veces condenamos a los demás; tantas veces nos gusta chismorrear, buscar chismes contra los demás. Pidamos al Señor que nos dé, a todos nosotros, esta mirada de misericordia, para mirar a los demás como Él nos mira a todos nosotros.

Que María nos ayude a desear el bien los unos a los otros.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas

Hace dos días celebramos el Día Internacional de la Mujer. Quisiera dirigir un pensamiento y expresar mi cercanía a todas las mujeres, especialmente a aquellas cuya dignidad no se respeta.

Todavía nos queda mucho trabajo por hacer a cada uno de nosotros para que se reconozca concretamente la igual dignidad de la mujer. Son las instituciones, sociales y políticas, las que tienen el deber fundamental de proteger y promover la dignidad de todo ser humano, ofreciendo a las mujeres, portadoras de vida, las condiciones necesarias para poder acoger el don de la vida y asegurar a sus hijos una existencia digna.

Sigo con preocupación y dolor la grave crisis que afecta a Haití y los episodios violentos que se han producido en los últimos días. Estoy cerca de la Iglesia y del querido pueblo haitiano, que sufre desde hace años. Os invito a rezar, por intercesión de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, para que cese toda violencia y para que todos ofrezcan su contribución al crecimiento de la paz y la reconciliación en el país, con el apoyo renovado de la comunidad internacional.

Esta noche nuestros hermanos y hermanas musulmanes comenzarán el Ramadán: expreso mi cercanía a todos ellos.

Saludo a todos ustedes venidos de Roma, de Italia y de muchas partes del mundo. En particular, saludo a los alumnos del Colegio Irabia-Izaga de Pamplona, a los peregrinos de Madrid, Murcia, Málaga y a los de St Mary's Plainfield - New Jersey.

Saludo a los niños de Primera Comunión y Confirmación de la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe y San Filippo Martire de Roma; a los fieles de Reggio Calabria, Quartu Sant'Elena y Castellamonte (Italia).

Saludo con afecto a la comunidad católica de la República Democrática del Congo en Roma. Recemos por la paz en este país, así como en la atormentada Ucrania y en Tierra Santa. Que cesen cuanto antes las hostilidades que causan inmensos sufrimientos a la población civil.

Deseo a todos un buen domingo. Por favor, no olviden rezar por mí. Buen almuerzo y ¡hasta la vista!

 



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