21/11/2016
– El Papa Francisco cerró ayer la Puerta Santa y con ella el Jubileo
Extraordinario de la Misericordia y aclaró que “permanece siempre
abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la
misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del
Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la
consolación y la esperanza”.
Además,
Francisco firmó ayer una Carta Apostólica titulada “Misericordia et
misera” que fue presentada hoy, como último gesto en la conclusión del
Año Santo Extraordinario de la Misericordia.Se trata de un documento que
se articula a lo largo de veintidós puntos, en el que, ante todo,
Francisco desea “misericordia y paz” a todos los que lo leerán.
A
través del documento, Francisco concede a todos los sacerdotes la
facultad de absolver del pecado del aborto de forma permanente e
instituye la Jornada mundial de los pobres.
Francisco
vuelve a recordarnos que “nada de cuanto un pecador arrepentido coloca
delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón”.
Por lo que ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia
que siempre es un acto de gratuidad del Padre celestial, un amor
incondicionado e inmerecido; una acción concreta del amor que,
perdonando, transforma y cambia la vida.
FRANCISCO
a cuantos leerán esta Carta Apostólica
misericordia y paz
Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn
8,1-11). No podía encontrar una expresión más bella y coherente que
esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al
encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la
misericordia»[1].
Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio. Su enseñanza
viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario de la
Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a seguir
en el futuro.
1. Esta página del
Evangelio puede ser asumida, con todo derecho, como imagen de lo que
hemos celebrado en el Año Santo, un tiempo rico de misericordia, que
pide ser siempre celebrada y vivida en nuestras
comunidades. En efecto, la misericordia no puede ser un paréntesis en la
vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que
manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se
revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso
del Padre
.
.
Una mujer y Jesús se
encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la
lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que
lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino
propósito originario. En el centro no aparece la ley y la justicia
legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona,
para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado
sobre todo. En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el
pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús
ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha
reconocido el deseo de ser comprendida, perdonada y liberada.
La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno (cf. Jn8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? […] Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (vv. 10-11).
De este modo la ayuda a mirar el futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera.
La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno (cf. Jn8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? […] Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (vv. 10-11).
De este modo la ayuda a mirar el futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera.
2.
Jesús lo había enseñado con claridad en otro momento cuando, invitado a
comer por un fariseo, se le había acercado una mujer conocida por todos
como pecadora (cf. Lc 7,36-50).
Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v. 47).
Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v. 47).
El perdón es
el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a
lo largo de toda su vida. No existe página del Evangelio que pueda ser
sustraída a este imperativo del amor que llega hasta el perdón. Incluso
en el último momento de su vida terrena, mientras estaba siendo
crucificado, Jesús tiene palabras de perdón: «Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Nada
de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de
Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de
nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un
acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e
inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad
del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.
La
misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando,
transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios
es misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.
3.
Cuánta alegría ha brotado en el corazón de estas dos mujeres, la
adúltera y la pecadora. El perdón ha hecho que se sintieran al fin más
libres y felices que nunca. Las lágrimas de vergüenza y de dolor se han
transformado en la sonrisa de quien se sabe amado. La misericordia
suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una
vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero se
trasparenta en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen
está el amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el
círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros
instrumentos de misericordia.
Qué
significativas son, también para nosotros, las antiguas palabras que
guiaban a los primeros cristianos: «Revístete de alegría, que encuentra
siempre gracia delante de Dios y siempre le es agradable, y complácete
en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y
desprecia la tristeza […] Vivirán en Dios cuantos alejen de sí la
tristeza y se revistan de toda alegría»[2].
Experimentar la misericordia produce alegría. No permitamos que las
aflicciones y preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien
arraigada en nuestro corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad
la vida cotidiana.
En una cultura
frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de
tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos
jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la incertidumbre
que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos de
melancolía, tristeza y aburrimiento que lentamente pueden conducir a la
desesperación. Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera
alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con
paraísos artificiales.
El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).
El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).
4. Hemos
celebrado un Año intenso, en el que la gracia de la misericordia se nos
ha dado en abundancia. Como un viento impetuoso y saludable, la bondad y
la misericordia se han esparcido por el mundo entero. Y delante de esta
mirada amorosa de Dios, que de manera tan prolongada se ha posado sobre
cada uno de nosotros, no podemos permanecer indiferentes, porque ella
cambia la vida.
Sentimos la
necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: «Has sido
bueno, Señor, con tu tierra […]. Has perdonado la culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
En
este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha
experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que
mediante la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y
el mandato de Jesús sobre el perdón. Ha sido realmente una nueva visita
del Señor en medio de nosotros. Hemos percibido cómo su soplo vital se
difundía por la Iglesia y, una vez más, sus palabras han indicado la
misión: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,22-23).
5. Ahora,
concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de
comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo, la
riqueza de la misericordia divina. Nuestras comunidades continuarán con
vitalidad y dinamismo la obra de la nueva evangelización en la medida en
que la «conversión pastoral», que estamos llamados a vivir[3],
se plasme cada día, gracias a la fuerza renovadora de la misericordia.
No limitemos su acción; no hagamos entristecer al Espíritu, que siempre
indica nuevos senderos para recorrer y llevar a todos el Evangelio que
salva.
En primer lugar estamos llamados a celebrar la misericordia.
Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso. Después de la súplica de perdón inicial, con la invocación «Señor, ten piedad», somos inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, qué aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas»[4]. Después nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado»[5].
Además, la plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». «Ten misericordia de todos nosotros»[6], es la súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna. Después del Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes del signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia»[7]. Mediante estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la unidad y de la paz para la santa Madre Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina en el Sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo entero. En resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a la misericordia de Dios.
Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso. Después de la súplica de perdón inicial, con la invocación «Señor, ten piedad», somos inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, qué aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas»[4]. Después nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado»[5].
Además, la plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». «Ten misericordia de todos nosotros»[6], es la súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna. Después del Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes del signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia»[7]. Mediante estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la unidad y de la paz para la santa Madre Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina en el Sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo entero. En resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a la misericordia de Dios.
En toda la vida sacramental la
misericordia se nos da en abundancia. Es muy relevante el hecho de que
la Iglesia haya querido mencionar explícitamente la misericordia en la
fórmula de los dos sacramentos llamados «de sanación», es decir, la Reconciliacióny la Unción de los enfermos.
La fórmula de la absolución dice: «Dios, Padre misericordioso, que
reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y
derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda,
por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz»[8];
y la de la Unción reza así: «Por esta santa Unción y por su bondadosa
misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo»[9]. Así, en la oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser solamente parenética, es altamente performativa,
es decir que, mientras la invocamos con fe, nos viene concedida;
mientras la confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente. Este
es un aspecto fundamental de nuestra fe, que debemos conservar en toda
su originalidad: antes que el pecado, tenemos la revelación del amor con
el que Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El amor es el
primer acto con el que Dios se da a conocer y viene a nuestro encuentro.
Por tanto, abramos el corazón a la confianza de ser amados por Dios. Su
amor nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a
pesar de nuestro pecado.
6. En este contexto, la escucha de la Palabra de Dios
asume también un significado particular. Cada domingo, la Palabra de
Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor
se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual[10].
En la celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre
Dios y su pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se
recorre la historia de nuestra salvación como una incesante obra de
misericordia que se nos anuncia. Dios sigue hablando hoy con nosotros
como sus amigos, se «entretiene» con nosotros[11],
para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su
Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es
también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente
su cercanía. Qué importante es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de la belleza y del bien»[12],
para que el corazón de los creyentes vibre ante la grandeza de la
misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el cuidado
de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya
experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del
Señor. Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un
ejercicio retórico, sino condición de credibilidad del propio
sacerdocio. Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella
llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida
pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de estar siempre
sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.
7. La Biblia
es la gran historia que narra las maravillas de la misericordia de
Dios. Cada una de sus páginas está impregnada del amor del Padre que
desde la creación ha querido imprimir en el universo los signos de su
amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras de los profetas y de
los escritos sapienciales, ha modelado la historia de Israel con el
reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a pesar de la
infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación marcan de
manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende la
propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento
permanente de su misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23). Por
medio de la Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe de
la Iglesia, el Señor continúa hablando a su Esposa y le indica los
caminos a seguir, para que el Evangelio de la salvación llegue a todos.
Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se
difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio
del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda
claramente el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y además
útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia» (2 Tm 3,16).
Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura: un
domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la
inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su
pueblo. Habría que enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que
animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la
Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que estar la difusión más amplia de la lectio divina, para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se fortalezca y crezca. La lectio divina
sobre los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza
hay en el texto sagrado, que leído a la luz de la entera tradición
espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en gestos y obras
concretas de caridad[13].
8. La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es
el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro
encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos
pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que
queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la
gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la
misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el
perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante
nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera
cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Co 13,7).
En
el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia
él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que
se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando escribe que «el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Pe
4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero quiere que también nosotros
estemos dispuestos a perdonar a los demás, como él perdona nuestras
faltas: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué tristeza cada vez que nos
quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa
el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula
el alegre compromiso por la misericordia.
9.
Una experiencia de gracia que la Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo
largo del Año jubilar ha sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia.
Su acción pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite
a cuantos lo buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de
todos, como un Padre. He recibido muchos testimonios de alegría por el
renovado encuentro con el Señor en el Sacramento de la Confesión. No
perdamos la oportunidad de vivir también la fe como una experiencia de
reconciliación. «Reconciliaos con Dios» (2 Co 5,20), esta es la
invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada creyente, para que
descubra la potencia del amor que transforma en una «criatura nueva» (2 Co 5,17).
Doy
las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este inestimable
servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este ministerio
extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la Puerta
Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición, como
signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a
lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo
para la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este
periodo a los Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de
mi solicitud y cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el
ejercicio de este precioso ministerio.
10. A
los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para
el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal.
Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en
el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer
adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a
muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga también un
corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia
condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.
11.
Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas
hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido
el primero de los pecadores, «por esto precisamente se compadeció de mí»
(1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza arrebatadora para
hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra existencia y para
que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar, convertir y
transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor
nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a
mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios
tuvo compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).
Por
tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras del
Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó
el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). Con vistas a
este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados;
hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón. No
existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al
hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a
recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a
banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm
8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la
tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las
normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.
Nosotros,
confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden delante
de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad de gestos y palabras que
toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la
cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones
con comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia
que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia
personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).
El
Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto
central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que
pongan su vida al servicio del «ministerio de la reconciliación» (2 Co
5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le
impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se
les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del
perdón.
Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor
en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen
consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral
para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.
12. En
virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre
la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante
concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad
de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto. Cuanto había
concedido de modo limitado para el período jubilar[14],
lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en
contrario.
Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.
Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.
En
el Año del Jubileo había concedido a los fieles, que por diversos
motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes de la
Fraternidad San Pío X, la posibilidad de recibir válida y lícitamente la
absolución sacramental de sus pecados[15].
Por el bien pastoral de estos fieles, y confiando en la buena voluntad
de sus sacerdotes, para que se pueda recuperar con la ayuda de Dios, la
plena comunión con la Iglesia Católica, establezco por decisión personal
que esta facultad se extienda más allá del período jubilar,
hasta nueva disposición, de modo que a nadie le falte el signo
sacramental de la reconciliación a través del perdón de la Iglesia.
13. La misericordia tiene también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1), son
las sentidas palabras que el profeta pronuncia también hoy, para que
llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y padecen. No
nos dejemos robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor
resucitado. Es cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás
debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su misericordia se
expresa también en la cercanía, en el afecto y en el apoyo que muchos
hermanos y hermanas nos ofrecen cuando sobrevienen los días de tristeza y
aflicción. Enjugar las lágrimas es una acción concreta que rompe el
círculo de la soledad en el que con frecuencia terminamos encerrados.
Todos
tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al sufrimiento,
al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar una palabra
rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto
sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la violencia y del
abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres queridos. Sin
embargo, Dios nunca permanece distante cuando se viven estos dramas.
Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir comprendido, una
caricia que hace percibir el amor, una oración que permite ser más
fuerte…, son todas expresiones de la cercanía de Dios a través del
consuelo ofrecido por los hermanos.
A veces también el silencio
es de gran ayuda; porque en algunos momentos no existen palabras para
responder a los interrogantes del que sufre. La falta de palabras, sin
embargo, se puede suplir por la compasión del que está presente y
cercano, del que ama y tiende la mano. No es cierto que el silencio sea
un acto de rendición, al contrario, es un momento de fuerza y de amor.
El silencio también pertenece al lenguaje de la consolación, porque se
transforma en una obra concreta de solidaridad y unión con el
sufrimiento del hermano.
14. En
un momento particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de
la familia, entre otras, es importante que llegue una palabra de gran
consuelo a nuestras familias. El don del matrimonio es una gran vocación
a la que, con la gracia de Cristo, hay que corresponder con al amor
generoso, fiel y paciente. La belleza de la familia permanece inmutable,
a pesar de numerosas sombras y propuestas alternativas: «El gozo del
amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia»[16].
El sendero de la vida lleva a que un hombre y una mujer se encuentren,
se amen y se prometan fidelidad por siempre delante de Dios, a menudo se
interrumpe por el sufrimiento, la traición y la soledad. La alegría de
los padres por el don de los hijos no es inmune a las preocupaciones con
respecto a su crecimiento y formación, y para que tengan un futuro
digno de ser vivido con intensidad.
La
gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la familia
para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la misericordia,
sino que compromete a la comunidad cristiana, y con ella a toda la
acción pastoral, para que se resalte el gran valor propositivo de la
familia. De todas formas, este Año jubilar nos ha de ayudar a
reconocer la complejidad de la realidad familiar actual. La experiencia
de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades
humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y
acompañar[17].
No
podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia
historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con
sus alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se desenvuelve
bajo la mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre todo de parte
del sacerdote, un discernimiento espiritual atento, profundo y prudente
para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar la situación que
viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios, participar
activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de
Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios,
reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.
15. El momento de la muerte
reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este
dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha
abierto el camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un
gran reto que afrontar, sobre todo en la cultura contemporánea que, a
menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el punto de esconderla o
considerarla una simple ficción. La muerte en cambio se ha de afrontar y
preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de sentido:
como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia
Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones
el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de
una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias
como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una
ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la
persona amada.
Estoy convencido de la
necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los
signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia
del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada
ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La
participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento
importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana
en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto.
16.
Termina el Jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la
misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta, de par en
par. Hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros (cf. Os
11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia
los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del
Padre, que está esperando su regreso, está provocada también por el
testimonio sincero y generoso que algunos dan de la ternura divina. La Puerta Santa que hemos atravesado en este Año jubilar nos ha situado en la vía de la caridad, que
estamos llamados a recorrer cada día con fidelidad y alegría. El camino
de la misericordia es el que nos hace encontrar a tantos hermanos y
hermanas que tienden la mano esperando que alguien la aferre y poder así
caminar juntos.
Querer acercarse a
Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque nada es más
agradable al Padre que un signo concreto de misericordia. Por su misma
naturaleza, la misericordia se hace visible y tangible en una acción
concreta y dinámica. Una vez que se la ha experimentado en su verdad, no
se puede volver atrás: crece continuamente y transforma la vida. Es
verdaderamente una nueva creación que obra un corazón nuevo, capaz de
amar en plenitud, y purifica los ojos para que sepan ver las necesidades
más ocultas. Qué verdaderas son las palabras con las que la Iglesia ora
en la Vigilia Pascual, después de la lectura que narra la creación: «Oh
Dios, que con acción maravillosa creaste al hombre y con mayor
maravilla lo redimiste».[18]
La misericordia renueva y redime,
porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al
encuentro, y el del hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va
sanando: el corazón de piedra es transformado en corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una «nueva creatura» (cf. Ga 6,15):
soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco a una vida
nueva; he sido «misericordiado», entonces me convierto en instrumento
de misericordia.
17. Durante el Año Santo, especialmente en los «viernes de la misericordia»,
he podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia
no es conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y
silenciosa. Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos
signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e
indefensos, a los que están más solos y abandonados.
Existen personas que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo. Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas personas se acerquen a la Iglesia.
Existen personas que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo. Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas personas se acerquen a la Iglesia.
18. Es
el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida
a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia. La Iglesia necesita
anunciar hoy esos «muchos otros signos» que Jesús realizó y que «no
están escritos» (Jn 20,30), de modo que sean expresión elocuente
de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad que vive de él.
Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de misericordia
siguen haciendo visible la bondad de Dios.
Todavía
hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan
una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para
comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en
busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus múltiples
formas, es una causa permanente de sufrimiento que reclama socorro,
ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que, con frecuencia,
las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en ocasiones
graves, que se añaden a las penas restrictivas. El analfabetismo está
todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas se formen,
exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del
individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda
el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios
mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la
más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento
de la dignidad inviolable de la vida humana.
Con
todo, las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen
hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de
la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos
manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que
son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una
«ciudad fiable».[19]
19. En
este Año Santo se han realizado muchos signos concretos de
misericordia. Comunidades, familias y personas creyentes han vuelto a
descubrir la alegría de compartir y la belleza de la solidaridad. Y aun
así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas de pobreza
espiritual y material que atentan contra la dignidad de las personas.
Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a
descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y
entusiasmo.
Esforcémonos
entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con
inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta posee un
dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las
direcciones, sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle un
rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de siempre. En
efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda. Es
como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).
Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt
25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del
Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y,
sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron
(cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.
Miremos
fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está desnudo
en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y está en
sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene nada. En la cruz se
revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han
perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario. Si la Iglesia está llamada a ser la «túnica de Cristo»[20]
para revestir a su Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser
solidaria con aquellos que han sido despojados, para que recobren la
dignidad que les han sido despojada. «Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente.
No
tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa o una
tierra donde habitar; ser discriminados por la fe, la raza, la condición
social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan contra la
dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de
los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad.
Cuántas son las situaciones en las que podemos restituir la dignidad a
las personas para que tengan una vida más humana. Pensemos solamente en
los niños y niñas que sufren violencias de todo tipo, violencias que les
roban la alegría de la vida. Sus rostros tristes y desorientados están
impresos en mi mente; piden que les ayudemos a liberarse de las
esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos niños son los jóvenes del
mañana; ¿cómo los estamos preparando para vivir con dignidad y
responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar su presente y su
futuro?
El carácter social de
la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la
indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos no
queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu Santo nos ayude a estar
siempre dispuestos a contribuir de manera concreta y desinteresada, para
que la justicia y una vida digna no sean sólo palabras bonitas, sino
que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar
la presencia del reino de Dios.
20. Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia,
basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura
en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada
cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son «artesanales»:
ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de
mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la
«materia» de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada
una adquiere una forma diversa.
Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una persona.
Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a partir de la
simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el espíritu, es
decir la vida de las personas. Es una tarea que la comunidad cristiana
puede hacer suya, consciente de que la Palabra del Señor la llama
siempre a salir de la indiferencia y del individualismo, en el que se
corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y sin
problemas. «A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8),
dice Jesús a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una
falta de compromiso cuando sabemos que él se ha identificado con cada
uno de ellos.
La cultura de la
misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil
apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de
los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una invitación
apremiante a tener claro dónde tenemos que comprometernos
necesariamente.
La tentación de quedarse en la «teoría sobre la misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida cristiana: «Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una invitación hoy más que nunca actual, que se impone en razón de su evidencia evangélica.
La tentación de quedarse en la «teoría sobre la misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida cristiana: «Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una invitación hoy más que nunca actual, que se impone en razón de su evidencia evangélica.
21.
Que la experiencia del Jubileo grabe en nosotros las palabras del
apóstol Pedro: «Los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto
de compasión» (1 P 2,10). No guardemos sólo para nosotros
cuanto hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos que sufren,
para que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del Padre.
Que nuestras comunidades se abran hasta llegar a todos los que viven en
su territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los
creyentes, la caricia de Dios.
Este es el tiempo de la misericordia.
Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que
guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en
el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para
que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la
presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para
que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que,
venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la
vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.
A
la luz del «Jubileo de las personas socialmente excluidas», mientras en
todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las Puertas de
la Misericordia, intuí que, como otro signo concreto de este Año Santo
extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres.
Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los
pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de
misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una Jornada que
ayudará a las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la
pobreza está en el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras
Lázaro esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21),
no podrá haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también
una genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la
que se renueve el rostro de la Iglesia en su acción perenne de
conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia.
22. Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros. Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como el arte la ha
representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su
constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la
misericordia de Dios.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del Año del Señor 2016, cuarto de pontificado.
FRANCISCO
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