domingo, 19 de marzo de 2023

Muestra cómo procede Jesús y cómo procede el corazón humano: el corazón humano bueno, el corazón humano tibio, el corazón humano temeroso, el corazón humano valiente

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 19 de marzo de 2023

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy el Evangelio nos muestra a Jesús que devuelve la vista a un hombre ciego de nacimiento (cf. Jn 9,1-41). Pero este prodigio no es bien recibido por varias personas y grupos. Veamos en detalle.

Pero primero quisiera deciros: hoy, tomad el Evangelio duan y leed vosotros este milagro de Jesús, es hermoso el modo en el que Juan lo cuenta. Capítulo 9, en dos minutos se lee. Muestra cómo procede Jesús y cómo procede el corazón humano: el corazón humano bueno, el corazón humano tibio, el corazón humano temeroso, el corazón humano valiente J. Capítulo 9 del Evangelio de Juan. Hacedlo hoy, os ayudará mucho. ¿Y de qué manera las personas acogen este signo?

En primer lugar, están los discípulos de Jesús, que ante el ciego de nacimiento terminan en el chismorreo: se preguntan si la culpa es de sus padres o suya (cf. v. 2). Buscan un culpable; y nosotros muchas veces caemos en esto que es tan cómodo: buscar un culpable, en lugar de plantearnos preguntas exigentes en la vida. Y hoy podemos decir: ¿qué significa para nosotros la presencia de esta persona? ¿qué nos pide a nosotros? Después, una vez curado, las reacciones aumentan. La primera es la de los vecinos, que se muestran escépticos: “Este hombre siempre ha sido ciego: ¡no es posible que vea ahora, no puede ser él, es otro!”: escepticismo (cf. vv. 8-9). Para ellos es inaceptable, mejor dejar todo como era antes (cf. v. 16) y no meterse en este problema. Tienen miedo, temen a las autoridades religiosas y no se pronuncian (cf. vv. 18-21). En todas estas reacciones, emergen corazones cerrados frente al signo de Jesús, por varios motivos: porque buscan un culpable, porque no saben sorprenderse, porque no quieren cambiar, porque están bloqueados por el miedo. Y muchas situaciones se parecen hoy a esta. Frente a algo que es precisamente un mensaje de testimonio de una persona, es un mensaje de Jesús, nosotros caemos en esto: buscamos otra explicación, no queremos cambiar, buscamos una salida más elegante que aceptar la verdad.

El único que reacciona bien es el ciego: él, feliz de ver, testimonia lo que le ha sucedido de la forma más sencilla: «Era ciego y ahora veo» (v. 25). Dice la verdad. Primero se veía obligado a pedir limosna para vivir y sufría los prejuicios de la gente: “es pobre y ciego de nacimiento, debe sufrir, debe pagar por sus pecados o por los de sus antepasados”. Ahora, libre en el cuerpo y en el espíritu, da testimonio de Jesús: no inventa nada y no esconde nada. “Era ciego y ahora veo”. No tiene miedo de lo que dirán los otros: el sabor amargo de la marginación ya lo ha conocido durante toda la vida, ya ha sentido sobre él la indiferencia, el desprecio de los transeúntes, de quien lo consideraba como un descarte de la sociedad, útil a lo sumo para la piedad de alguna limosna. Ahora, curado, ya no teme esas actitudes de desprecio, porque Jesús le ha dado plena dignidad. Y esto es claro, sucede siempre: cuando Jesús nos sana, nos devuelve la dignidad, la dignidad de la sanación de Jesús, plena, una dignidad que sale del fondo del corazón, que toma toda la vida; y Él en sábado, delante de todos, le ha liberado y le ha donado la vista sin pedirle nada, ni siquiera un gracias, y él da testimonio. Esta es la dignidad de una persona noble, de una persona que se sabe curada y empieza de nuevo, renace; ese renacer en la vida, del que se hablaba hoy en “A Sua Immagine”: renacer.

Hermanos, hermanas, con todos estos personajes el Evangelio de hoy nos pone también a nosotros en medio de la escena, así que nos preguntamos: ¿qué posición tomamos?, ¿qué hubiéramos dicho entonces? Y, sobre todo, ¿qué hacemos hoy? ¿Sabemos, como el ciego, ver el bien y ser agradecidos por los dones que recibimos? Me pregunto: ¿cómo es mi dignidad? ¿Cómo es tu dignidad? ¿Testimoniamos a Jesús o difundimos críticas y sospechas? ¿Somos libres frente a los prejuicios o nos asociamos a los que difunden negatividad y chismes? ¿Estamos felices de decir que Jesús nos ama, que nos salva o, como los padres del ciego de nacimiento, nos dejamos enjaular por temor a lo que pensará la gente? Los tibios de corazón que no aceptan la verdad y no tienen la valentía de decir: “No, esto es así”. Y también, ¿cómo acogemos las dificultades y la indiferencia de los demás? ¿Cómo acogemos a las personas que tienen tantas limitaciones en la vida, ya sean físicas, como este ciego; o sociales, como los mendigos que encontramos por la calle? ¿Y esto lo acogemos como una maldición o como ocasión para hacernos cercanos a ellos con amor?

Hermanos y hermanas, pidamos hoy la gracia de sorprendernos cada día por los dones de Dios y de ver las diferentes circunstancias de la vida, también las más difíciles de aceptar, como ocasiones para obrar el bien, como hizo Jesús con el ciego. Que la Virgen nos ayude en esto, junto a san José, hombre justo y fiel.


 
Después del Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!

Ayer en Ecuador un terremoto ha causado muertos, heridos y grandes daños. Estoy cerca del pueblo ecuatoriano y aseguro mi oración por los difuntos y por todos los que sufren.

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de tantos países —veo banderas: colombianas, argentinas, polacas… muchos, muchos países…—. Saludo a los españoles venidos de Murcia, Alicante y Albacete.

Saludo a las parroquias de San Ramón Nonato y de los Mártires Canadienses, en Roma, y a la de Cristo Rey, en Civitanova Marche; a la Asociación de los Salesianos Cooperadores; a los chicos de Arcore, los de confirmación de Empoli y los de la parroquia Santa María del Rosario de Roma. Saludo a los chicos de la Inmaculada, ¡bravo!

¡Con mucho gusto saludo también a los participantes en el Maratón de Roma! Os felicito porque, por impulso de "Athletica Vaticana", hacéis de este importante acontecimiento deportivo una ocasión de solidaridad en favor de los más pobres.

¡Y hoy felicitamos a todos los padres! Que encuentren en san José el modelo, el apoyo, el consuelo para vivir bien su paternidad. Y todos juntos, por los padres, rezamos al Padre [Padre Nuestro…].

Hermanos y hermanas, no olvidemos rezar por el martirizado pueblo ucraniano, que sigue sufriendo por los crímenes de la guerra.

Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor no os olvidéis de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta pronto.



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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 15 de marzo de 2023

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Catequesis. La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente 7. El Concilio Vaticano II. 2. Ser apóstoles en una Iglesia apostólica

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos las catequesis sobre la pasión de evangelizar: no sólo sobre “evangelizar” sino la pasión de evangelizar y, en la escuela del Concilio Vaticano II, tratamos de entender mejor qué significa ser “apóstoles” hoy. La palabra “apóstol” nos trae a la mente el grupo de los Doce apóstoles elegidos por Jesús. A veces llamamos “apóstol” a algún santo, o más en general a los obispos: son apóstoles, porque van en nombre de Jesús. Pero ¿somos conscientes que el ser apóstoles se refiere a cada cristiano? ¿Somos conscientes de que se refiere a cada uno de nosotros? En efecto, estamos llamados a ser apóstoles —es decir, enviados— en una Iglesia que en el Credo profesamos como apostólica.

Por tanto, ¿qué significa ser apóstoles? Significa ser enviado para una misión. Ejemplar y fundacional es el acontecimiento en el que Cristo Resucitado manda a sus apóstoles al mundo, transmitiéndoles el poder que Él mismo ha recibido del Padre y donándoles su Espíritu. Leemos en el Evangelio de Juan: «Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros”. Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (20,21-22).

Otro aspecto fundamental del ser apóstol es la vocación, es decir la llamada. Ha sido así desde el principio, cuando el Señor Jesús «llamó a los que él quiso; y vinieron donde él» (Mc 3,13). Les constituyó como grupo, atribuyéndoles el título de “apóstoles”, para que estuvieran con Él y para enviarles en misión (cfr. Mc 3,14; Mt 10,1-42). San Pablo en sus cartas se presenta así: «Pablo, llamado a ser apóstol», es decir, enviado, (1 Cor 1,1) y también: «Pablo, siervo de Cristo, apóstol enviado por vocación, escogido para el Evangelio de Dios» (Rm 1,1). E insiste en el hecho de ser «apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos» (Gal 1,1); Dios lo ha llamado desde el seno de su madre para anunciar el evangelio entre los gentiles (cfr. Gal 1,15-16).

La experiencia de los Doce apóstoles y el testimonio de Pablo nos interpelan también a nosotros hoy. Nos invitan a verificar nuestras actitudes, a verificar nuestras elecciones, nuestras decisiones, sobre la base de estos puntos firmes: todo depende de una llamada gratuita de Dios; Dios nos elige también para servicios que a veces parecen sobrepasar nuestras capacidades o no corresponder a nuestras expectativas; a la llamada recibida como don gratuito es necesario responder gratuitamente.

Dice el Concilio: «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (Decr. Apostolicam actuositatem [AA], 2). Se trata de una llamada que es común, «como común es la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad» (LG, 32).

Es una llamada que se refiere tanto a aquellos que han recibido el sacramento del Orden, como a las personas consagradas, como a cada fiel laico, hombre o mujer, es una llamada a todos. Tú, el tesoro que has recibido con tu vocación cristiana, estás obligado a darlo: es la dinamicidad de la vocación, es la dinamicidad de la vida. Es una llamada que capacita para desempeñar de forma activa y creativa la propia tarea apostólica, en el seno de una Iglesia en la que «hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su mismo nombre y autoridad. Mas también los laicos: todos vosotros; la mayoría de vosotros sois laicos. También los laicos, hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo» (AA, 2).

En este cuadro, ¿cómo entiende el Concilio la colaboración del laicado con la jerarquía? ¿Cómo lo entiende? ¿Se trata de una mera adaptación estratégica a las nuevas situaciones que surgen? En absoluto, en absoluto: hay algo más, que va más allá de las contingencias del momento y que mantiene su propio valor también para nosotros. La Iglesia es así, es apostólica.

En el marco de la unidad de la misión, la diversidad de carismas y de ministerios no debe dar lugar, dentro del cuerpo eclesial, a categorías privilegiadas: aquí no hay una promoción, y cuando tú concibes la vida cristiana como una promoción, que el que está encima manda a los otros porque ha logrado trepar, esto no es cristianismo. Esto es paganismo puro. La vocación cristiana no es una promoción para ir hacia arriba, ¡no! Es otra cosa. Y si hay una cosa grande se debe a que, aunque «algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos en un lugar quizá más importante, doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG, 32). ¿Quién tiene más dignidad en la Iglesia: el obispo, el sacerdote? No… todos somos cristianos al servicio de los demás. ¿Quién es más importante en la Iglesia: la monja o la persona común, bautizada, el niño, el obispo…? Todos son iguales, somos iguales y cuando una de las partes se cree más importante que los otros y levanta un poco la barbilla, se equivoca. Eso no es la vocación de Jesús. La vocación que Jesús da, a todos —también a aquellos que parecen estar en lugares más altos—, es el servicio, servir a los otros, humillarte. Si tú encuentras una persona que en la Iglesia tiene una vocación más alta y tú la ves vanidosa, tú dirás: “Pobrecillo”; reza por él porque no ha entendido qué es la vocación de Dios. La vocación de Dios es adoración al Padre, amor a la comunidad y servicio. Esto es ser apóstoles, este es el testimonio de los apóstoles.

La cuestión de la igualdad en dignidad nos pide que reflexionemos sobre muchos aspectos de nuestras relaciones, que son decisivas para la evangelización. Por ejemplo, ¿somos conscientes del hecho de que con nuestras palabras podemos dañar la dignidad de las personas, arruinando así las relaciones dentro de la Iglesia? Mientras tratamos de dialogar con el mundo, ¿sabemos también dialogar entre nosotros creyentes? ¿O en la parroquia uno va contra otro, uno habla mal del otro para trepar más? ¿Sabemos escuchar para comprender las razones del otro, o nos imponemos, quizá también con palabras suaves? Escuchar, humillarse, estar al servicio de los otros: esto es servir, esto es ser cristiano, esto es ser apóstol.

Queridos hermanos y hermanas, no temamos plantearnos estas preguntas. Huyamos de la vanidad, de la vanidad de los puestos. Estas palabras nos pueden ayudar a verificar la forma en la que vivimos nuestra vocación bautismal, cómo vivimos nuestra forma de ser apóstoles en una Iglesia apostólica, que está al servicio de los demás.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Dentro de unos días celebraremos la solemnidad de san José, patrono de la Iglesia universal. Pidamos a Dios, por intercesión de este querido santo, que nos ayude a ser apóstoles fieles y valientes, abiertos al diálogo y dispuestos a afrontar los desafíos de la evangelización. Quiero agradecer de una manera especial a todas las personas pertenecientes a los partidos políticos y referentes sociales de mi país, que se han unido para firmar una carta de saludo con motivo del décimo año del pontificado. Gracias por este gesto. Se me ocurre decirles —así como se han unido para firmar esta carta— qué lindo que se unan para hablar, para discutir y llevar la patria adelante. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis reflexionamos sobre lo que significa “ser apóstoles” en una “Iglesia apostólica”. El Concilio Vaticano II nos enseña que la vocación cristiana es también una llamada al apostolado. Con el bautismo recibimos una vocación y una misión, es decir, el Señor nos llama para estar con Él y para enviarnos a anunciar la Buena Noticia. Por eso, apóstoles no son sólo los Doce discípulos que eligió Jesús, sino todos los bautizados, que formamos el santo Pueblo fiel de Dios.

El testimonio de los primeros cristianos ilumina también nuestro apostolado en la Iglesia de hoy. Sus experiencias nos muestran que es Dios quien nos elige y nos da la gracia para la misión —que a veces esta misión parece superar nuestras capacidades—, y que a ese don gratuito corresponde una respuesta gratuita de nuestra parte. La tarea apostólica, como hemos dicho, es común a todos los bautizados, y cada uno la lleva adelante de manera activa y creativa, según los dones y los carismas que ha recibido.



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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 12 de marzo de 2023

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días, ¡feliz domingo!

Este domingo el Evangelio nos presenta uno de los encuentros más hermosos y fascinantes de Jesús, el encuentro con la samaritana (cf. Jn 4,5-42). Jesús y los discípulos hacen una parada junto a un pozo en Samaria. Llega una mujer y Jesús le dice: «Dame de beber» (v. 7). Quisiera detenerme precisamente en esta expresión: Dame de beber.

La escena nos muestra a Jesús sediento y cansado, que se encuentra en el pozo de la samaritana en la hora más calurosa a mediodía, y como un mendigo pide algo fresco. Es una imagen del abajamiento de Dios: Dios se abaja en Jesucristo por la redención, viene a nosotros. En Jesús, Dios se hizo uno de nosotros, se abajó; sediento como nosotros, sufre nuestra misma canícula. Contemplando esta escena, cada uno de nosotros puede decir: el Señor, el Maestro, «me pide de beber. Tiene, por lo tanto, sed como yo. Tiene mi sed. ¡Estás cerca de mí realmente, Señor! Estas vinculado a mi pobreza —¡no me lo puedo creer!— me has tomado desde abajo, desde lo más bajo de mí mismo, donde nadie puede alcanzarme» (P. Mazzolari, La Samaritana, Bolonia 2022, 55-56). Y tú viniste a mí, desde abajo, y me tomaste desde allí, porque tenías, y tienes, sed de mí. La sed de Jesús, de hecho, no es solo física, expresa las sequedades más profundas de nuestra vida: es sobre todo la sed de nuestro amor. Es más que un mendigo, está sediento de nuestro amor. Y emergerá en el momento culminante de la pasión, en la cruz; allí, antes de morir, Jesús dirá: «Tengo sed» (Jn 19,28). Esa sed de amor que lo llevó a descender, a abajarse, a ser uno de nosotros.

Pero el Señor, que pide beber, es Aquel que da de beber: al encontrarse con la samaritana le habla del agua viva del Espíritu Santo y desde la cruz derrama sangre y agua desde su costado atravesado (cf. Jn 19,34). Jesús, sediento de amor, sacia nuestra sed con amor. Y hace con nosotros como con la samaritana: se acerca a nosotros en lo cotidiano, comparte nuestra sed, nos promete el agua viva que hace brotar en nosotros la vida eterna (cf. Jn 4,14).

Dame de beber. Hay un segundo aspecto. Estas palabras no son solo la petición de Jesús a la samaritana, sino un llamamiento —a veces silencioso— que cada día se eleva hacia nosotros y nos pide que nos hagamos cargo de la sed ajenaDame de beber nos dicen quienes —en la familia, en el lugar de trabajo, en el resto de lugares que frecuentamos— tienen sed de cercanía, de atención, de escucha; nos lo dice quien tiene sed de la Palabra de Dios y necesita encontrar en la Iglesia un oasis donde beber. Dame de beber es el llamamiento de nuestra sociedad, donde la prisa, la carrera por el consumo y, sobre todo, la indiferencia, esta cultura de la indiferencia, generan aridez y vacío interior. Y —no lo olvidemos— dame de beber es el grito de tantos hermanos y hermanas a los que les falta el agua para vivir, mientras se sigue contaminando y estropeando nuestra casa común; también ella agotada y reseca, “tiene sed”.

Frente a estos desafíos, el Evangelio de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros el agua viva que puede hacer que nos convirtamos en fuente de refrigerio para los demás. Y entonces, como la samaritana, que dejó su ánfora en el pozo y fue a llamar a la gente del pueblo (cf. v. 28), tampoco nosotros pensaremos solo en saciar nuestra sed, nuestra sed material, intelectual o cultural, sino que, con la alegría de haber encontrado al Señor, podremos saciar la sed de los demás: dar sentido a la vida de los demás, no como amos sino como servidores de esta Palabra de Dios que ha despertado nuestra sed, que continuamente nos la despierta; podremos entender su sed y compartir el amor que Él nos dio a nosotros. Se me ocurre hacer esta pregunta, a mí y a vosotros: ¿Somos capaces de entender la sed de los demás? ¿La sed de la gente, la sed de tantos en mi familia, en mi barrio? Hoy podemos preguntarnos: ¿Tengo sed de Dios, me doy cuenta de que necesito su amor como el agua para vivir? Y después, yo que estoy sediento, ¿me preocupo de la sed de los demás, la sed espiritual, la sed material?

Que la Virgen interceda por nosotros y nos sostenga en el camino.



Después del Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de tantos países, en particular a los fieles llegados de Madrid y de Split.

Saludo a los grupos parroquiales de Padua, Caerano San Marco, Bagolino, Formia y Sant’Ireneo de Roma.

El viernes próximo, 17 de marzo, y el sábado 18 se renovará en toda la Iglesia la iniciativa “24 horas para el Señor”: un tiempo dedicado a la oración de adoración y al sacramento de la Reconciliación. En la tarde del viernes iré a una parroquia romana para la celebración penitencial. Hace un año, en este contexto, llevamos a cabo el solemne Acto de Consagración al Corazón Inmaculado de María, invocando el don de la paz. Que nuestro ruego no decaiga, que no vacile nuestra esperanza. El Señor escucha siempre las súplicas que su pueblo le dirige por la intercesión de la Virgen Madre. Permanezcamos unidos en la fe y en la solidaridad con nuestros hermanos que sufren a causa de la guerra; sobre todo no olvidemos al martirizado pueblo ucraniano.

Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!



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