(ZENIT
– Ciudad del Vaticano). «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5).
Comunicar esperanza y confianza en nuestros tiempos. Este es el tema
elegido por el papa Francisco para la 51ª Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales. Publicamos a continuación el Mensaje del Papa
para la Jornada que este año se celebra, en muchos países, el domingo 28
de mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor.
Gracias al desarrollo tecnológico, el
acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos
tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de
difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas,
verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente
humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede
detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad
de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre
en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en
nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano,
Carta a Leoncio Igumeno).
Me gustaría con este mensaje llegar y
animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de
las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para
ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos
de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación
constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente
una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica
confianza.
Creo que es necesario romper el círculo
vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa
costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo,
escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano).
Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se
ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que
no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el
contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y
de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos
en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se
puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la
lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un
impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del
drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación
de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación.
Por
lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo
abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que
trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud
activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la
noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de
nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena
noticia».
La buena noticia
La vida del hombre no es sólo una
crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una
historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave
interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más
importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado
unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del
«cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también
la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la
realidad con «las lentes» adecuadas?
Para los cristianos, las lentes que nos
permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena
noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de
Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el
evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se
refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata
de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas
del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su
contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de
Jesús.
Esta
buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena porque esté exenta de
sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una perspectiva
más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la
humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier
situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un
Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo»
(Is 43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde
siempre en la historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo»,
Dios asume, en su Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como
nosotros. En Él también las tinieblas y la muerte se hacen lugar de
comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en el lugar donde la
vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance
de todos. Se trata de
una esperanza que no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)― y que hace que la vida nueva brote
como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada
nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en
el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el
amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita
corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse,
manos listas para construir.
La confianza en la semilla del Reino
Para
iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta mentalidad
evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que acercarse a
la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las
parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la
semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf.
Mc 4,1-34). Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde
potencia del Reino, no es un manera de restarle importancia y urgencia,
sino una forma misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de
libertad para acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el
camino privilegiado para expresar la inmensa dignidad del misterio
pascual, dejando que sean las imágenes ―más que los conceptos― las que
comuniquen la paradójica belleza de la vida nueva en Cristo, donde las
hostilidades y la cruz
no impiden, sino que cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad
es más fuerte que toda potencia humana, donde el fracaso puede ser el
preludio del cumplimiento más grande de todas las cosas en el amor. En
efecto, así es como madura y se profundiza la esperanza del Reino de
Dios: «Como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se
levante, de noche o de día, el grano brota y crece» (Mc 4,26-27).
El
Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla oculta a una
mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio. Quien
tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y
no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría
del Reino.
Los horizontes del Espíritu
La
esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús nos hace elevar
la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de la
fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de
nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En
efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada
hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el
santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y
vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de
su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu
Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad nueva,
redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8).
La
confianza en la semilla del Reino de Dios y en la lógica de la Pascua
configura también nuestra manera de comunicar. Esa confianza nos hace
capaces de trabajar ―en las múltiples formas en que se lleva a cabo hoy
la comunicación― con la convicción de que es posible descubrir e
iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en
el rostro de cada persona.
Quien
se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz de discernir en
cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad,
reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo,
está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el
que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro
que el Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las
virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es
similar a la levadura que hace fermentar toda la masa. Nosotros la
alimentamos leyendo de nuevo la Buena Nueva, ese Evangelio que ha sido
muchas veces «reeditado» en las vidas de los santos, hombres y mujeres
convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy el Espíritu
siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos «canales»
vivientes, a través de las
personas que se dejan conducir por la Buena Nueva en medio del drama de
la historia, y son como faros en la oscuridad de este mundo, que
iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y esperanza.
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