A continuación, voz y texto completo de la Homilía pronunciada por el Papa Francisco en el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante
del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura,
nos presenta nuestra vida como un misterio, cuya clave de interpretación
no poseemos. Los protagonistas de la historia son siempre dos: por un
lado, Dios, y por otro, los hombres. Nuestra tarea es la de escuchar la
llamada de Dios y luego aceptar su voluntad. Pero para cumplirla sin
vacilación debemos ponernos esta pregunta. ¿Cuál es la voluntad de Dios
en mi vida?
La respuesta la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los
hombres aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada
de Dios, debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta. En
muchas ocasiones, los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor.
Su
mensaje encuentra una síntesis admirable en la expresión: «Misericordia
quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13). A Dios le agrada toda obra
de misericordia, porque en el hermano que ayudamos reconocemos el rostro
de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Y cada vez que nos hemos
inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de comer y de
beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios (cf.
Mt 25,40): es decir, hemos tocado la carne de Cristo.
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la
oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes
se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes
aman a Dios (cf. 1 Jn 3,16-18; St 2,14-18).
Sin embargo, la vida
cristiana no es una simple ayuda que se presta en un momento de
necesidad. Si fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento de humana
solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril
porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el Señor pide
es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo
lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús»
(Lc 14,25). Hoy aquella «gente» está representada por el amplio mundo
del voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la
Misericordia. Vosotros sois esa gente que sigue al Maestro y que hace
visible su amor concreto hacia cada persona. Os repito las palabras del
apóstol Pablo: «He experimentado gran gozo y consuelo por tu amor, ya
que, gracias a ti, los corazones de los creyentes han encontrado alivio»
(Flm 1,7). Cuántos corazones confortan los voluntarios. Cuántas manos
sostienen; cuántas lágrimas secan; cuánto amor derraman en el servicio
escondido, humilde y desinteresado. Este loable servicio da voz a la fe -
¡da voz a la fe! y expresa la misericordia del Padre que está cerca de
quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo
gozoso; requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro
en los más pobres y descartados de la vida y ponerse a su servicio. Por
esto, los voluntarios que sirven a los últimos y a los necesitados por
amor a Jesús no esperan ningún agradecimiento ni gratificación, sino que
renuncian a todo esto porque han descubierto el verdadero amor. Y cada
uno de nosotros puede decir: ‘Igual que el Señor ha venido a mi
encuentro y se ha inclinado sobre mí en el momento de necesidad, así
también yo salgo al encuentro de él y me inclino sobre quienes han
perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los jóvenes sin
valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos y
los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e
indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados
a sí mismos, como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera
que haya una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí
debe estar nuestra presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y
da esperanza’ Y hacer esto con la memoria viva de la mano tendida del
Señor sobre mí, cuando estaba caído.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa
dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de
todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la
no nacida como la abandonada y descartada. Se ha comprometido en la
defensa de la vida proclamando incesantemente que «el no nacido es el
más débil, el más pequeño, el más pobre». Se ha inclinado sobre las
personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde de las calles,
reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho sentir su voz
a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los
crímenes - ¡ante los crímenes! - de la pobreza creada por ellos mismos.
La misericordia ha sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra
suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni
siquiera lágrimas para llorar - para llorar - su pobreza y sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias
existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la
cercanía de Dios hacia los más pobres entre los pobres. ¡Hoy entrego
esta emblemática figura de mujer y de consagrada a todo el mundo del
voluntariado: que ella sea vuestro modelo de santidad! Pienso, quizá,
que tendremos un poco de dificultad en llamarla Santa Teresa: su
santidad está tan cerca de nosotros, tan tierna y fecunda que
espontáneamente la seguiremos llamando: madre Teresa... Esta
incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada
vez más que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre
de toda ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin
distinción de lengua, cultura, raza o religión. Madre Teresa amaba
decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el
corazón su sonrisa y entreguémosla a todos los que encontremos en
nuestro camino, especialmente a los que sufren. Abriremos así horizontes
de alegría y esperanza a toda esa humanidad desanimada y necesitada de
comprensión y ternura.
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