miércoles, 30 de octubre de 2024

La presencia y la acción del Espíritu Santo.

 

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AR  - DE  - EN  - ES  - FR  - HR  - IT  - PL  - PT ]

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 30 de octubre de 2024

[Multimedia]

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza 10. «Nos ungió y nos marcó con su sello». Confirmación, sacramento del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy proseguimos nuestra reflexión sobre en la presencia y la acción del Espíritu Santo la vida de la Iglesia mediante los Sacramentos.

La acción santificadora del Espíritu Santo nos llega ante todo a través de dos canales: la Palabra de Dios y los Sacramentos. Y entre todos los Sacramentos, hay uno que es, por antonomasia, el Sacramento del Espíritu Santo, y es en el que quisiera detenerme hoy. Se trata de la Crismación o de la Confirmación.

En el Nuevo Testamento, además del bautismo con agua, se menciona otro rito, el de la imposición de manos, que tiene como objetivo comunicar visiblemente y de manera carismática el Espíritu Santo, con efectos similares a los producidos en los Apóstoles en Pentecostés. Los Hechos de los Apóstoles relatan un episodio significativo a este respecto. Tras saber que algunos en Samaria habían acogido la palabra de Dios, desde Jerusalén enviaron a Pedro y Juan. «Estos bajaron - dice el texto - y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (8:14-17).

A esto se añade lo que escribe San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios: «Es Dios mismo quien nos conforta juntamente con ustedes en Cristo y el, y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (1.21-22). Las "arras" del Espíritu. El tema del Espíritu Santo como «sello real» con el que Cristo marca a sus ovejas es la base de la doctrina del «carácter indeleble» que confiere este rito.

Con el pasar del tiempo, el rito de la unción tomó forma como un sacramento por derecho propio, asumiendo diferentes formas y contenidos en las diversas épocas y ritos de la Iglesia. No es éste el lugar para desandar esta historia tan compleja. Lo que el sacramento de la Confirmación es en la comprensión de la Iglesia, me parece, está descrito, simple y claramente, por el Catecismo para los Adultos de la Conferencia Episcopal Italiana. Dice así: «La Confirmación es para cada fiel lo que Pentecostés fue para toda la Iglesia. [...] Refuerza la incorporación bautismal a Cristo y a la Iglesia y, la consagración a la misión profética, real y sacerdotal. Comunica la abundancia de los dones del Espíritu [...]. Si, por tanto, el bautismo es el sacramento del nacimiento, la confirmación es el sacramento del crecimiento. Por eso es también el sacramento del testimonio, porque éste está estrechamente ligado a la madurez de la existencia cristiana». [1]

El problema es cómo conseguir que el sacramento de la confirmación no se reduzca, en la práctica, a una «extremaunción», es decir, al sacramento de la «salida» de la Iglesia. Se dice que es el “sacramento del adiós”, porque una vez que los jóvenes lo realizan se van, y luego volverán para casarse. Eso dice la gente. Pero debemos hacer que se convierta en el sacramento del inicio de una participación activa en la vida de la Iglesia. Es un objetivo que puede parecernos imposible, dada la situación actual en casi en toda la Iglesia, pero eso no significa que debamos dejar de perseguirlo. No será así para todos los confirmandos, sean niños o adultos, pero es importante que lo sea al menos para algunos que luego serán los animadores de la comunidad.

Puede ser útil, con este fin, dejarse ayudar, en la preparación al Sacramento, por fieles laicos que hayan tenido un encuentro personal con Cristo y hayan tenido una verdadera experiencia del Espíritu. Algunas personas dicen haberlo experimentado como un florecimiento en ellos del Sacramento de la Confirmación recibido desde chicos.

Pero esto no sólo afecta a los futuros confirmandos; nos afecta a todos y en todo momento. Junto con la confirmación y la unción, hemos recibido también, nos asegura el Apóstol, la «prenda del Espíritu», que en otro lugar llama «las primicias del Espíritu» (Rom 8,23). Debemos «gastar» esta garantía, disfrutar de estas primicias, no enterrar bajo tierra los carismas y talentos recibidos.

San Pablo exhortó a su discípulo Timoteo a «reavivar el don de Dios, recibido por la imposición de manos» (2 Tm 1,6), y el verbo utilizado sugiere la imagen de quien sopla sobre el fuego para reavivar su llama. ¡He aquí un hermoso objetivo para el año jubilar! Quitarnos las cenizas de la costumbre y del desenganche, para convertirnos, como los portadores de la antorcha en las Olimpiadas, en portadores de la llama del Espíritu. ¡Que el Espíritu nos ayude a dar algunos pasos en esta dirección!

 

[1] La verdad los hará libres. Catecismo de los adultos. Libreria Editrice Vaticana 1995, p. 324.
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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Espíritu Santo que reavive el fuego del amor en nuestros corazones y nos impulse a dar un testimonio jubiloso de su presencia en nuestras vidas. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis, seguimos reflexionando sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Su presencia y acción santificante llega a nosotros por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos. De los siete sacramentos, la confirmación es el sacramento del Espíritu Santo por antonomasia.

En el Nuevo Testamento vemos algunos elementos del sacramento de la confirmación. Por ejemplo, cuando se menciona la “imposición de las manos”, que comunica de manera visible y carismática el Espíritu Santo. También encontramos la “unción” y el “sello” que manifiestan el carácter indeleble de este sacramento. Imposición de las manos, unción, el sello del Espíritu Santo.

Podemos decir que, si el bautismo es el sacramento del nacimiento a la vida de la Iglesia, a la vida en Cristo, la confirmación es el del crecimiento. Y esto significa que se da inicio a una etapa de madurez cristiana, lo que conlleva a dar testimonio de la propia fe. Para poder realizar esta misión, es importante no dejar de cultivar los dones del Espíritu que hemos recibido.



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domingo, 27 de octubre de 2024

CONCLUSIÓN DE LA ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

 

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CONCLUSIÓN DE LA ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

SANTA MISA

CAPILLA PAPAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro
XXX domingo del tiempo ordinario, 27 de octubre de 2024

[Multimedia]

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El Evangelio nos presenta a Bartimeo, un ciego que se ve obligado a mendigar junto al camino, un descartado sin esperanza que, sin embargo, cuando oye pasar a Jesús, comienza a gritar hacia Él. Lo único que le queda es eso: gritar su propio dolor y llevar a Jesús su deseo de recuperar la vista. Y mientras todos lo reprenden porque les molesta su voz, Jesús se detiene. Porque Dios escucha siempre el clamor de los pobres y ningún grito de dolor queda sin ser escuchado por Él.

Hoy, al concluir la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, llevando en el corazón mucha gratitud por lo que hemos podido compartir, detengámonos en lo que le sucede a este hombre: al principio, estaba mendigando «sentado junto al camino» (Mc 10,46), mientras que al final, tras ser llamado por Jesús y recuperar la vista, «lo siguió por el camino» (v. 52).

La primera cosa que el Evangelio nos dice sobre Bartimeo es esta: está sentado mendigando. Su postura es la típica de una persona encerrada en su propio dolor, sentada al borde del camino como si no le quedara nada más que esperar recibir algo de los muchos peregrinos que pasaban por la ciudad de Jericó con motivo de la Pascua. Pero, como sabemos, para vivir de verdad no podemos permanecer sentados: vivir es siempre ponerse en movimiento, caminar, soñar, hacer proyectos, abrirse al futuro. Entonces, el ciego Bartimeo representa también aquella ceguera interior que nos bloquea, que nos hace quedarnos sentados, inmóviles al margen de la vida, sin esperanza.

Y esto nos puede llevar a pensar, no sólo sobre nuestra vida personal, sino también sobre nuestro ser Iglesia del Señor. A lo largo del camino, muchas cosas pueden volvernos ciegos, incapaces de reconocer la presencia del Señor, incapaces de afrontar los desafíos de la realidad y, a veces, inadecuados para saber responder a los muchos interrogantes que nos interpelan, como hace Bartimeo con Jesús. No obstante, frente a las preguntas de las mujeres y los hombres de hoy, a los retos de nuestro tiempo, a las urgencias de la evangelización y a tantas heridas que afligen a la humanidad, hermanas y hermanos, no podemos quedarnos sentados. Una Iglesia sentada que, casi sin darse cuenta, se retira de la vida y se pone a sí misma a los márgenes de la realidad, es una Iglesia que corre el riesgo de permanecer en la ceguera y acomodarse en el propio malestar. Y si nos mantenemos inmóviles en nuestra ceguera, seguiremos sin ver nuestras urgencias pastorales y tantos problemas del mundo en el que vivimos. Por favor, pidamos al Señor que nos de al Espíritu Santo, para no permanecer sentados en nuestra ceguera; ceguera que podríamos llamar mundanidad, que podríamos llamar comodidad, que podríamos llamar corazón cerrado. No nos quedemos sentados en nuestras cegueras.

En cambio, recordemos que el Señor pasa, el Señor pasa todos los días, el Señor pasa siempre y se detiene para hacerse cargo de nuestra ceguera. Y yo, ¿lo siento pasar?, ¿tengo la capacidad de escuchar los pasos del Señor?, ¿tengo la capacidad de discernir cuando pasa el Señor? Y sería hermoso si el Sínodo nos impulsara a ser Iglesia como Bartimeo; es decir, la comunidad de los discípulos que, oyendo al Señor que pasa, percibe la conmoción de la salvación, se deja despertar por la fuerza del Evangelio y comienza a clamar a Él. Y lo hace recogiendo el grito de todas las mujeres y de todos los hombres de la tierra: el grito de aquellos que desean descubrir la alegría del Evangelio y de aquellos que, en cambio, se han alejado; el grito silencioso de quienes son indiferentes; el grito de los que sufren, de los pobres y de los marginados, de los niños que son esclavos del trabajo, esclavizados en tantas partes del mundo a causa del trabajo; la voz quebrada —escuchar esa voz quebrada— de quienes no tienen ni siquiera la fuerza de clamar a Dios, porque no tienen voz o porque se han resignado. No necesitamos una Iglesia paralizada e indiferente, sino una Iglesia que recoge el grito del mundo y —quiero decirlo, quizá alguno se escandalice— una Iglesia que se ensucia las manos para servir al Señor.

Pasamos, así, al segundo aspecto: si al principio Bartimeo estaba sentado, vemos, en cambio, que al final lo sigue por el camino. Esta es una expresión típica del Evangelio cuyo significado es que se convirtió en su discípulo, comenzó a seguirlo. Después de haber gritado hacia Él, Jesús se detuvo y lo hizo llamar. Y Bartimeo, de sentado por tierra como estaba, se puso de pie de un salto y, en seguida, recobró la vista. Ahora él puede ver al Señor, puede reconocer la obra de Dios en su propia vida y, finalmente, puede seguirlo. Así, también nosotros, hermanos y hermanas: cuando estemos sentados y acomodados, cuando como Iglesia no encontremos las fuerzas, la parresia, el valor y la audacia necesarias para levantarnos y retomar el camino, por favor, recordémonos de regresar siempre al Señor, regresar al Evangelio. Regresar al Señor, regresar al Evangelio. Siempre y de nuevo, mientras Él pasa, debemos ponernos a la escucha de su llamada, que nos vuelve a poner de pie y nos hace salir de nuestra ceguera. Y, a continuación, volver nuevamente a seguirlo, a caminar con Él a lo largo del camino.

Quisiera repetirlo: el Evangelio nos dice que Bartimeo «lo siguió por el camino». Esta es una imagen de la Iglesia sinodal: el Señor nos llama, nos levanta cuando estamos sentados por tierra o caídos, nos hace recobrar una vista nueva, para que, a la luz del Evangelio, podamos ver las inquietudes y los sufrimientos del mundo; y de este modo, puestos en pie por el Señor, experimentemos la alegría de seguirlo por el camino. Al Señor se le sigue por el camino, no se le sigue desde la cerrazón de nuestras comodidades, no se le sigue desde el laberinto de nuestras ideas, se le sigue por el camino. Y recordémoslo siempre: no caminar por nuestra propia cuenta o según los criterios del mundo, sino caminar por el camino, juntos, detrás de Él y caminar con Él.

Hermanos, hermanas: no una Iglesia sentada, una Iglesia en pie. No una Iglesia muda, una Iglesia que recoge el grito de la humanidad. No una Iglesia ciega, sino una Iglesia iluminada por Cristo, que lleva la luz del Evangelio a los demás. No una Iglesia estática, una Iglesia misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo.

Y hoy, mientras damos gracias al Señor por el camino recorrido juntos, podremos admirar y venerar la reliquia de la antigua Cátedra de san Pedro, meticulosamente restaurada. Contemplándola con el asombro de la fe, recordemos que esta es la cátedra del amor, es la cátedra de la unidad, es la cátedra de la misericordia, según aquella orden que Jesús le dio al apóstol Pedro, no de dominar a los demás, sino de servirlos en la caridad. Y mirando el majestuoso baldaquino de Bernini más resplandeciente que nunca, descubramos que este encuadra el verdadero punto focal de toda la Basílica, es decir, la gloria del Espíritu Santo. Esta es la Iglesia sinodal: una comunidad cuyo primado está en el don del Espíritu, que nos hace a todos hermanos en Cristo y nos eleva hacia Él.

Hermanas y hermanos, continuemos con confianza nuestro camino juntos. También hoy la Palabra de Dios nos repite, como a Bartimeo, «¡Ánimo, levántate! Él te llama» (v. 49). ¿Yo me siento llamado? Esta es la pregunta que nos debemos hacer, ¿yo me siento llamado? Si me siento débil y no me puedo levantar, ¿pido ayuda? Por favor, dejemos a un lado el manto de la resignación y entreguemos al Señor nuestras cegueras. Levantémonos y llevemos la alegría del Evangelio, llevémosla por las calles del mundo.

 



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(Mc 10,46-52) nos habla de Jesús, que cura a un hombre de la ceguera. Su nombre es Bartimeo.

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 27 de octubre de 2024

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Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy el Evangelio de la liturgia (Mc 10,46-52) nos habla de Jesús, que cura a un hombre de la ceguera. Su nombre es Bartimeo, pero la multitud, por la calle, lo ignora: es un pobre mendigo. Esa gente no tiene ojos para este ciego; lo dejan, lo ignoran. Ninguna mirada atenta, ningún sentimiento de compasión. Bartimeo tampoco ve, pero oye y se hace oír. Grita, grita fuerte: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 48). Pero Jesús le escucha y le ve. Se pone a su disposición y le pregunta. «¿Qué quieres que te haga?» (v. 51).

“¿Qué quieres que haga yo por ti?”. Esta pregunta, delante de una persona ciega, parece una provocación y, sin embargo, es una prueba. Jesús está preguntando a Bartimeo a quién busca realmente, y por qué motivo. ¿Quién es para ti el “Hijo de David”? Y así el Señor empieza a abrir los ojos del ciego. Consideramos tres aspectos de este encuentro, que se convierte en diálogo: el grito, la fe, el camino.

En primer lugar, el grito de Bartimeo, que no es solo una petición de ayuda. Es una afirmación de sí mismo. El ciego está diciendo: “Yo existo, miradme. Yo no veo, Jesús. ¿Tú me ves?”. Sí, Jesús ve al hombre mendicante, y lo escucha, con los oídos del cuerpo y con los del corazón. Pensemos en nosotros, cuando por el camino nos cruzamos con algún mendigo, cuántas veces miramos para otro lado, cuántas veces lo ignoramos, como si no existiera. Y nosotros, ¿escuchamos el grito de los mendigos?

Segundo punto: la fe. Jesús ¿qué dice? «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52). Bartimeo ve porque cree; Cristo es la luz de sus ojos. El Señor observa cómo Bartimeo le mira a Él. ¿Cómo miro yo a un mendigo? ¿Lo ignoro? ¿Lo miro como Jesús? ¿Soy capaz de entender sus preguntas, su grito de ayuda? Cuando tú das limosna, ¿miras a los ojos del mendigo? ¿Le tocas la mano para sentir su carne?

Finalmente, el camino: Bartimeo, curado, seguía a Jesús «por el camino» (v. 52). Pero cada uno de nosotros es Bartimeo, ciego dentro, que sigue a Jesús una vez que se ha acercado a Él. Cuando tú te acercas a un pobre y te haces sentir cercano, es Jesús que se acerca a ti en la persona de ese pobre. Por favor, no confundamos: la limosna no es beneficencia. El que recibe más gracia de la limosna es el que la da, porque se hace mirar por los ojos del Señor.

Rezamos juntos a María, aurora de la salvación, para que custodie nuestro camino en la luz de Cristo.

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Después del Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!

Hoy hemos concluido el Sínodo de los Obispos. Rezamos para que todo lo que hemos hecho en este mes vaya adelante por el bien de la Iglesia.

El 22 de octubre se celebraba el 50º aniversario de la creación, por parte de san Pablo VI, de la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, y mañana será el 60º aniversario de la Declaración Nostra aetate del Concilio Ecuménico Vaticano II. Sobre todo, en estos tiempos de grandes sufrimientos y tensiones, animo a los que están comprometidos a nivel local por el diálogo y por la paz.

Mañana se abrirá en Ginebra una importante Conferencia Internacional de la Cruz Roja y la Media Luna Roja, a los 75 años de los Convenios de Ginebra.  Que este evento pueda despertar las conciencias para que, durante los conflictos armados, se respeten la vida y la dignidad de las personas y de los pueblos, como también la integridad de las estructuras civiles y de los lugares de culto, cumpliendo el derecho internacional humanitario. Es triste ver cómo en la guerra, en algunos lugares, se destruyen los hospitales y las escuelas.

Me uno a la amada Iglesia de San Cristóbal de las Casas, en el estado mexicano de Chiapas, que llora al sacerdote Marcelo Pérez Pérez, asesinado el domingo pasado. Un dedicado servidor del Evangelio y del pueblo fiel de Dios. Su sacrificio, como el de otros sacerdotes asesinados por fidelidad al ministerio, sea semilla de paz y de vida cristiana.

Estoy cerca de las poblaciones de Filipinas golpeadas por un fortísimo ciclón. El Señor sostenga a ese pueblo tan lleno de fe.

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos. En particular, saludo a la Cofradía del Señor de los Milagros, de los peruanos en Roma, a quienes doy las gracias por su testimonio y animo a proseguir en el camino de fe.

Saludo al grupo de ancianos de Loiri Porto San Paolo, a los chicos de la Confirmación de Assemini (Cagliari), a los “Peregrinos de la salud” de Piacenza, los Oblatos Seculares Cistercienses del Santuario de Cotrino y la Confederación de los Pobres Caballeros de San Bernardo de Chiaravalle.

Y por favor sigamos rezando por la paz, especialmente en Ucrania, Palestina, Israel, Líbano, para que se ponga fin a la escalada y se ponga en primer lugar el respeto de la vida humana que ¡es sagrada! Las primeras víctimas están entre la población civil: lo vemos todos los días. ¡Demasiadas víctimas inocentes! Vemos cada día imágenes de niños masacrados. ¡Demasiados niños! Recemos por la paz.

Os deseo a todos un buen domingo. Y por favor no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!



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miércoles, 23 de octubre de 2024

El Espíritu Santo y el sacramento del matrimonio.

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 23 de octubre de 2024

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza 10. «El Espíritu don de Dios» El Espíritu Santo y el sacramento del matrimonio.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La vez pasada, explicamos lo que proclamamos sobre el Espíritu Santo en el credo. Sin embargo, la reflexión de la Iglesia no se ha detenido en esa breve profesión de fe. Ha continuado, tanto en Oriente como en Occidente, a través de la obra de grandes Padres y Doctores. Hoy, queremos recoger algunas “migajas” de la doctrina del Espíritu Santo desarrollada en la tradición latina, para ver cómo ilumina toda la vida cristiana y, especialmente, el sacramento del matrimonio.

El principal artífice de esta doctrina es San Agustín, que desarrolló la doctrina sobre el Espíritu Santo. Él parte de la revelación de que «Dios es amor» ( 1 Jn 4,8). Ahora bien, el amor presupone alguien que ama, alguien que es amado y el amor mismo que los une. El Padre es, en la Trinidad, el que ama, la fuente y el principio de todo; el Hijo es el que es amado, y el Espíritu Santo es el amor que los une [1]. El Dios de los cristianos es, por tanto, un Dios «único», pero no solitario; la suya es una unidad de comunión, de amor. En esta línea, algunos han propuesto llamar al Espíritu Santo no la «tercera persona» singular de la Trinidad, sino más bien «la primera persona plural». Él es, en otras palabras, el Nosotros, el Nosotros divino del Padre y del Hijo, el vínculo de unidad entre diferentes personas  [2], el principio mismo de la unidad de la Iglesia, que es exactamente un «solo cuerpo» resultante de una multitud de personas.

Como les decía, hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo que el Espíritu Santo tiene que decir a la familia. ¿Qué tiene que ver el Espíritu Santo con el matrimonio, por ejemplo? Mucho, quizá lo esencial; intento explicar por qué. El matrimonio cristiano es el sacramento del hacerse don, el uno para la otra, del hombre y la mujer. Así lo pensó el Creador cuando «creó al ser humano a su imagen y semejanza [...]:  hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). La pareja humana es, por tanto, la primera y más básica realización de la comunión de amor que es la Trinidad.

Los cónyuges también deben formar una primera persona del plural, un «nosotros». Estar el uno ante el otro como un «yo» y un «tú», y estar ante el resto del mundo, incluidos los hijos, como un «nosotros». Qué hermoso es oír a una madre decir a sus hijos: «Tu padre y yo...», como dijo María a Jesús, que tenía entonces doce años, cuando lo encontraron enseñando a los Doctores en el templo (cf. Lc 2,48); y oír a un padre decir: «Tu madre y yo», casi como si fueran una única persona. ¡Cuánto necesitan los hijos esta unidad – “papá y mamá juntos” -, la unidad de los padres, y cuánto sufren cuando falta! ¡Cuánto sufren los hijos de padres que se separan, cuánto sufren!

Para responder a esta vocación, el matrimonio necesita el apoyo de Aquel que es el Don, o, mejor dicho, el que se dona por excelencia. Allí donde entra el Espíritu Santo, renace la capacidad de entregarse. Algunos Padres de la Iglesia latina afirmaron que, siendo don recíproco del Padre y del Hijo en la Trinidad, el Espíritu Santo es también la razón de la alegría que reina entre ellos; y no temieron utilizar, al hablar de esto, la imagen de gestos propios de la vida conyugal, como el beso y el abrazo [3].

Nadie dice que esa unidad sea un objetivo fácil, y menos en el mundo actual; pero ésta es la verdad de las cosas tal y como el Creador las concibió y, por tanto, está en su naturaleza. Por supuesto, puede parecer más fácil y más rápido construir sobre arena que sobre roca; pero Jesús nos dice cuál es el resultado (cfr. Mt 7:24-27). En este caso, ni siquiera necesitamos la parábola, porque las consecuencias de los matrimonios construidos sobre arena están, lamentablemente, a la vista de todos, y son sobre todo los hijos quienes pagan el precio. ¡Los hijos sufren la separación o la falta de amor de sus padres! De muchos cónyuges, hay que repetir lo que María le dijo a Jesús en Caná de Galilea: «No tienen vino» (Jn 2,3). El Espíritu Santo es quien sigue realizando, en el plano espiritual, el milagro que Jesús realizó en aquella ocasión, a saber, cambiar el agua de la costumbre en una nueva alegría de estar juntos. No es una ilusión piadosa: es lo que el Espíritu Santo ha hecho en tantos matrimonios, cuando los esposos se decidieron a invocarlo.

No estaría mal, por tanto, si, junto a la información de orden jurídico, psicológico y moral que se da en la preparación de los novios al matrimonio, se profundizara en esta preparación “espiritual”, el Espíritu Santo que hace la unidad. Dice un proverbio italiano: “Entre mujer y marido no pongas el dedo”. En cambio, hay un “dedo” que se debe poner entre marido y mujer, y es precisamente el “dedo de Dios”: ¡es decir, el Espíritu Santo!

 

[1] Cfr. S. Agustín, De Trinitate, VIII,10,14)

[2] Cfr. H. Mühlen, Una mystica persona.  La Iglesia como el misterio del Espíritu Santo, Città Nuova, 1968.

[3] Cfr. S. Hilario de Poitiers, De Trinitate, II,1; S. Agustín, De Trinitate, VI, 10,11.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Veo que hay tantos aquí, tantas banderas y la imagen de la Virgen de Guadalupe. Los invito a que invoquemos siempre al Espíritu Santo para que renueve el amor y la unión en los matrimonios cristianos y en todas las familias.  Que Jesús los bendiga y que la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre cómo la relación del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, tiene mucho que decir al sacramento del matrimonio, a la familia. En el matrimonio cristiano, el hombre y la mujer se entregan el uno al otro, su relación es la primera y fundamental realización de la comunión de amor que es la Trinidad. En ella, el Padre es la Fuente de todo amor, el Hijo es el Amado que corresponde con amor, y el Espíritu Santo es el Amor que los une.

Nosotros decimos que el Espíritu Santo es un don, es más, que es el don por excelencia, el regalo por excelencia. Por eso, para responder a la vocación del matrimonio, que es también donación, se necesita dejar entrar al Espíritu Santo. No es casualidad que algunos padres de la Iglesia latina hayan usado imágenes propias del amor conyugal, como el beso y el abrazo, para hablar de cómo en la Trinidad el Espíritu Santo es el don recíproco del Padre y del Hijo, y es la razón de la alegría que reina entre ellos.

Hoy hay tantos esposos sobre quienes se podría decir, como dijo María a Jesús en Caná de Galilea: «No tienen vino» (Jn 2,3) —les falta la alegría, les falta el amor—. Y es el Espíritu Santo quien sigue haciendo el milagro que hizo Jesús en aquella ocasión.
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Llamamiento

Hermanos y hermanas, ¡oremos por la paz!

Hoy, a primera hora de la mañana, he recibido las cifras de los muertos en Ucrania: ¡es terrible! La guerra no perdona; la guerra es una derrota desde el principio. Recemos al Señor por la paz, para que nos dé paz a todos, a todos nosotros. Y no olvidemos Myanmar; no olvidemos Palestina, que sufre ataques inhumanos; no olvidemos Israel y no olvidemos a todas las naciones que están en guerra.

Hay un dato, hermanos y hermanas, que debe asustarnos: las inversiones más rentables hoy en día son las fábricas de armas. ¡Se gana dinero con la muerte!

Recemos por la paz, todos juntos.

Y a todos, ¡mi bendición!



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lunes, 21 de octubre de 2024

20/10/2024. Hoy celebramos la Jornada Misionera Mundial, cuyo tema – “Id e invitad a todos al banquete” (cfr Mt 22,9)

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 20 de octubre de 2024

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Antes de concluir esta celebración eucarística, os doy las gracias a todos vosotros, que habéis venido a honrar a los nuevos santos. Saludo a los cardenales, los obispos, los sacerdotes, las personas consagradas, en particular a los Frailes Menores y a los fieles maronitas, a los Misioneros y las Misioneras de la Consolata, las Pequeñas Hermanas de la Santa Familia y las Oblatas del Espíritu Santo, como también los otros grupos de peregrinos venidos de varios lugares. Un saludo deferente dirijo al presidente de la República Italiana, a las otras delegaciones oficiales y a las autoridades civiles.

Saludo al numeroso grupo de peregrinos ugandeses, con el vicepresidente del país, que han venido con ocasión de los sesenta años de la canonización de los mártires de Uganda.

El testimonio de san Giuseppe Allamano nos recuerda la atención necesaria hacia las poblaciones más frágiles y más vulnerables. Pienso en particular en el pueblo Yanomami, en la selva amazónica brasileña, entre cuyos miembros tuvo lugar precisamente el milagro vinculado a la canonización de hoy. Hago un llamamiento a las autoridades políticas y civiles, para que aseguren la protección de estos pueblos y de sus derechos fundamentales y contra todo tipo de explotación de su dignidad y de sus territorios.

Hoy celebramos la Jornada Misionera Mundial, cuyo tema – “Id e invitad a todos al banquete” (cfr Mt 22,9) – nos recuerda que el anuncio misionero es llevar a todos la invitación al encuentro festivo con el Señor, que nos ama y que nos quiere partícipes de su alegría conyugal. Como nos enseñan los nuevos santos: «todo cristiano está llamado a participar en esta misión universal con su propio testimonio evangélico en todos los ambientes» (Mensaje para la XCVIII Jornada misionera mundial, 25 de enero 2024). Sostengamos, con nuestra oración y con nuestra ayuda, a todos los misioneros que, a menudo con gran sacrificio, llevan el anuncio luminoso del Evangelio a cada lugar de la tierra.

Y seguimos rezando por las poblaciones que sufren a causa de la guerra – la atormentada Palestina, Israel, Líbano, la atormentada Ucrania, Sudán, Myanmar y todas las demás – e invocamos para todos el don de la paz.

La Virgen María nos ayude a ser, como Ella y como los santos, valientes y felices testigos del Evangelio.



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miércoles, 16 de octubre de 2024

El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza.

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 16 de octubre de 2024

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]


Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza 9. «Creo en el Espíritu Santo» El Espíritu Santo en la fe de la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con la catequesis de hoy pasamos de lo que se nos ha revelado sobre el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras a cómo está presente y actúa en la vida de la Iglesia, en nuestra vida cristiana.

En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de dar una formulación explícita de su fe en el Espíritu Santo. Por ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo de los Apóstoles, tras proclamar: «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos, resucitó y subió a los cielos», se añade: «[Creo] en el Espíritu Santo» y nada más, sin ninguna especificación.

Pero fue la herejía la que impulsó a la Iglesia a especificar esta fe. Cuando comenzó este proceso -con San Atanasio, en el siglo IV- fue la experiencia vivida por la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo la que la condujo a la certeza de su plena divinidad. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con estas conocidas palabras que aún hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas».

Decir que el Espíritu Santo es “Señor” era como decir que comparte el «señorío» de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es el argumento de la igualdad en el honor, muy querido por San Basilio el Grande, que fue el principal artífice de esa fórmula: el Espíritu Santo es Señor, es Dios.

La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida. Y, de hecho, una vez superadas las razones históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del Espíritu Santo, ésta se proclamaría tranquilamente en el culto de la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, tras ese Concilio, afirmará sin más reparos: «¿Es entonces Dios el Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es Él consustancial? Sí, si es Dios verdadero» (Oratio 31, 5.10).

¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa? “¿Creo en el Espíritu Santo?” En el pasado, nos ocupaba principalmente la afirmación de que el Espíritu Santo «procede del Padre». La Iglesia latina pronto completó esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede «también del Hijo». Dado que en latín la expresión «y del Hijo» se dice «Filioque», esto dio lugar a la disputa conocida con este nombre, que fue el motivo (o el pretexto) de muchas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Ciertamente, no es el caso de tratar aquí esta cuestión, que, por otra parte, en el clima de diálogo establecido entre las dos Iglesias, ha perdido la dureza del pasado y permite hoy esperar una plena aceptación mutua, como una de las principales «diferencias reconciliadas». Me gusta decir esto: «diferencias reconciliadas». Entre los cristianos hay muchas diferencias: este es de esta escuela, este es de aquella otra; este es protestante, este otro…Lo importante es que estas diferencias sean reconciliadas, en el amor de caminar juntos.

Superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del Credo, es decir, que el Espíritu Santo es 'vivificador', es decir, da la vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser viviente" (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2).

¿Dónde está, en todo esto, la noticia grande y consoladora para nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es la vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan soberanas en la tierra. Nos lo asegura otra palabra del Apóstol: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes» (Rom 8,11). El Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.

Cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo sin culpa propia, se ven privados de ella y no pueden dar sentido a la vida. ¡Y no nos olvidemos de dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos obtuvo este don inestimable!
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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, que son tantos. El próximo domingo se celebra la Jornada Mundial de las Misiones, y canonizaré a catorce beatos; catorce nuevos santos. Los invito a conocer a esos nuevos santos y a pedir su intercesión, ya que son un claro testimonio de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre la presencia y la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. En los primeros siglos del cristianismo no hubo necesidad de formular explícitamente la fe en el Espíritu Santo. Fue la aparición de las herejías, en el siglo IV, lo que impulsó a la Iglesia a definir su divinidad. Y aún hoy reafirmamos esa certeza —tal como se había proclamado en el Concilio Ecuménico de Constantinopla— cuando decimos: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

Siguiendo ese artículo del Credo, pensemos en la expresión “dador de vida”. ¿Qué vida nos da el Espíritu Santo? En la creación del mundo, Dios le dio la vida a Adán, lo hizo un “ser viviente”. Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo da la vida nueva a todos los creyentes, la vida en Cristo, que nos hace hijos de Dios. Esto significa que el Espíritu Santo nos da la vida eterna, y esa es la buena noticia que da sentido a nuestra existencia.



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