(ZENIT – ).-
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Catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena Pascua!
Veis que hoy hay flores: las flores dicen gozo, alegría. En algunos
lugares Pascua se llama también “Pascua florida” porque florece el
Cristo resucitado: es la flor nueva; florece nuestra justificación;
florece la santidad de la Iglesia. Por eso, tantas flores: es nuestra
alegría. Toda la semana celebramos Pascua, toda la semana. Por eso
repetimos, una vez más, todos nosotros , el deseo de “Buena Pascua”.
Digamos juntos: “Buena Pascua”, ¡todos! (Responden: ¡Buena Pascua!). Me
gustaría que deseásemos
también una Buena Pascua –porque ha sido Obispo de Roma- al querido
Papa Benedicto, que nos ve por televisión. Al Papa Benedicto, deseamos
todos Buena Pascua. (Todos dicen: Buena Pascua). Y un fuerte aplauso.
Con esta catequesis concluimos el ciclo dedicado a la misa, que es
precisamente la conmemoración, pero no solamente como memoria, se vive
de nuevo la Pasión y la Resurrección de Jesús. La última vez llegamos a
la Comunión y a la oración después de la Comunión. Después de esta
oración la misa termina con la bendición impartida por el sacerdote y la
despedida del pueblo (véase Instrucción general del Misal Romano, 90).
Como había empezado con la señal de la cruz, en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, de nuevo es en el nombre de la Trinidad
como se sella la misa, es decir, la acción litúrgica.
Sin embargo, sabemos que cuando la misa termina, se abre el compromiso del testimonio cristiano.
Los cristianos no van a misa para cumplir con una tarea semanal y luego
se olvidan; no. Los cristianos van a misa para participar en la Pasión y
Resurrección del Señor y vivir más como cristianos: se abre el
compromiso del testimonio cristiano. Dejamos la iglesia para “ir en paz”
a llevar la bendición de Dios a las actividades diarias, a nuestros
hogares, al ambiente de trabajo, a las ocupaciones de la ciudad
terrenal, “glorificando al Señor con nuestra vida”.
Pero si salimos de
la iglesia chismorreando y diciendo: “Mira ese, mira ese otro”, con la
lengua larga, la misa no ha entrado en mi corazón. ¿Por qué? Porque no
soy capaz de vivir el testimonio cristiano. Cada vez que salgo de misa,
tengo que salir mejor que cuando entré, con más vida, con más fuerza,
con más ganas de dar testimonio cristiano. A través de la Eucaristía, el
Señor Jesús entra en nuestro corazón y en nuestra carne, para que
podamos “expresar en la vida el sacramento recibido en la fe” (Misal Romano, colecta del lunes de la Octava de Pascua).
De
la celebración a la vida, pues, conscientes de que la Misa halla su
cumplimiento en las elecciones concretas de los que se dejan involucrar
en primera persona en los misterios de Cristo. No debemos olvidar que
celebramos la Eucaristía para aprender a ser hombres y mujeres eucarísticos.
¿Qué significa esto? Significa dejar que Cristo actúe en nuestras
obras: que sus pensamientos sean nuestros pensamientos, sus
sentimientos nuestros sentimientos, sus decisiones las nuestras. Eso
es la santidad: Hacer como hizo Cristo es la santidad cristiana. San
Pablo lo expresa con precisión hablando de su asimilación a Jesús y dice
así: “Con Cristo estoy crucificado, y no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí.
La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en
la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gal
2: 19-20). Este es el testimonio cristiano. La experiencia de
Pablo también nos ilumina a nosotros: En la medida en que mortificamos
nuestro egoísmo, es decir en que dejamos que muera cuanto se opone al
Evangelio y al amor de Jesús, se crea dentro de nosotros un mayor
espacio para la potencia de su Espíritu. Los cristianos son hombres y
mujeres que se dejan ensanchar el alma con la fuerza del Espíritu Santo,
después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡Dejad que
se os ensanche el alma” ¡No esas almas, así de estrechas y cerradas,
pequeñas, egoístas ¡no! Almas anchas, almas grandes, con grandes
horizontes… Dejaos ensanchar el alma con la fuerza del Espíritu, después
de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Dado que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la misa (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1374), la Eucaristía se custodia en el sagrario para
la comunión de los enfermos y la adoración silenciosa del Señor en el
Santísimo Sacramento; de hecho, el culto eucarístico fuera de la misa,
ya sea en forma privada o comunitaria, nos ayuda a permanecer en Cristo
(cf. ibid., 1378-1380).
Los
frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la vida
cotidiana. Podríamos decir así, forzando algo la imagen: la Misa es como
la semilla, la semilla de trigo que después en la vida ordinaria crece,
crece y madura en las obras buenas, en las actitudes que hacen que nos
parezcamos a Jesús. Los frutos de la Misa, por lo tanto, están
destinados a madurar en la vida de cada día. En verdad, al acrecentar nuestra unión con Cristo,
la Eucaristía actualiza la gracia que el Espíritu nos ha dado en el
Bautismo y la Confirmación, para que nuestro testimonio cristiano sea
creíble (véase ibid., 1391-1392).
Todavía más, encendiendo en nuestros corazones el amor divino, ¿Qué hace la Eucaristía? Nos separa del pecado:
“Cuanto más compartimos la vida de Cristo, a progresar en su amistad,
tanto más difícil es separarnos de Él por el pecado mortal” (ibid, 1395. ).
Participar habitualmente en el banquete eucarístico renueva,
fortalece y profundiza el vínculo con la comunidad cristiana a la que
pertenecemos, de acuerdo con el principio de que la Eucaristía hace la Iglesia (cf. ibid., 1396), nos une a todos.
Por último, participar en la Eucaristía nos compromete con los demás, especialmente con los pobres,
educándonos a pasar de la carne de Cristo a la carne de los hermanos,
en los que espera ser por nosotros reconocido, servido, honrado, amado (cf. ibíd., 1397).
Ya que llevamos el tesoro de la unión con Cristo en vasijas de barro (2 Cor 4,7),
necesitamos regresar constantemente al santo altar, hasta que, en el
paraíso, saboreemos plenamente la felicidad del banquete de las bodas
del Cordero (cf. Ap 19.9).
Demos gracias al Señor por el camino de redescubrimiento de la Santa
Misa que nos ha concedido cumplir juntos, y dejémonos atraer con
renovada fe a este encuentro real con Jesús, muerto y resucitado por
nosotros, contemporáneo nuestro. Y que nuestra vida sea siempre
“florida”, así, como Pascua, con las flores de la esperanza, de la fe,
de las buenas obras. ¡Qué encontremos siempre fuerza para ello en la
Eucaristía, en la unión con Jesús! ¡Buena Pascua a todos!
© Librería Editorial Vaticano
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