Radio Vaticana
Texto y audio completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo
Testamento, y lo hacemos meditando el Salmo 51, llamado Miserere. Se
trata de una oración penitencial en la cual la súplica de perdón es
precedida por la confesión de la culpa y en la cual el orante, dejándose
purificar por el amor del Señor, se convierte en una nueva creatura,
capaz de obediencia, de firmeza de espíritu, y de alabanza sincera.
El “título” que la antigua tradición judía ha puesto a este Salmo
hace referencia al rey David y a su pecado con Betsabé, la mujer de
Urías el Hitita. Conocemos bien los hechos. El rey David, llamado por
Dios a pastorear el pueblo y a guiarlo por caminos de obediencia a la
Ley divina, traiciona su propia misión y, después de haber cometido
adulterio con Betsabé, manda asesinar al marido. ¡Un horrible pecado! El
profeta Natán le revela su culpa y lo ayuda a reconocerlo. Es el
momento de la reconciliación con Dios, en la confesión del propio
pecado. ¡Y en esto David ha sido humilde, ha sido grande!
Quien ora con este Salmo está invitado a tener los mismos
sentimientos de arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David
cuando se había arrepentido y, a pesar de ser rey, se ha humillado sin
tener temor de confesar su culpa y mostrar su propia miseria al Señor,
pero convencido de la certeza de su misericordia. ¡Y no era un pecado,
una pequeña mentira, aquello que había hecho; había cometido adulterio y
un asesinato!
El Salmo inicia con estas palabras de súplica: «¡Ten piedad de mí, oh
Dios, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! – se
siente pecador – ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi
pecado!» (vv. 3-4).
La invocación está dirigida al Dios de misericordia porque, movido
por un amor grande como aquel de un padre o de una madre, tenga piedad,
es decir, hace una gracia, muestra su favor con benevolencia y
comprensión. Es un llamado a Dios, el único que puede liberar del
pecado. Son usadas imágenes muy plásticas: borra, lávame, purifícame. Se
manifiesta, en esta oración, la verdadera necesidad del hombre: la
única cosa de la cual tenemos verdaderamente necesidad en nuestra vida
es aquella de ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias
de muerte. Lamentablemente, la vida nos hace experimentar muchas veces
estas situaciones; y sobre todo en ellas debemos confiar en la
misericordia. Dios es más grande de nuestro pecado. No olvidemos esto:
Dios es más grande de nuestro pecado. “Padre yo no lo sé decir, he
cometido tantos graves, tantos” Dios es más grande de todos los pecados
que nosotros podamos cometer. Dios es más grande de nuestro pecado. ¿Lo
decimos juntos? Todos. “¡Dios – todos juntos – es más grande de nuestro
pecado! Una vez más: “Dios es más grande de nuestro pecado”. Una vez
más: “Dios es más grande de nuestro pecado”. Y su amor es un océano en
el cual podemos sumergirnos sin miedo de ser superados: perdonar para
Dios significa darnos la certeza que Él no nos abandona jamás. Cualquier
cosa podamos reclamarnos, Él es todavía y siempre más grande de todo
(Cfr. 1 Jn 3,20) porque Dios es más grande de nuestro pecado.
En este sentido, quien ora con este Salmo busca el perdón, confiesa
su propia culpa, pero reconociéndola celebra la justicia y la santidad
de Dios. Y luego pide todavía gracia y misericordia. El salmista confía
en la bondad de Dios, sabe que el perdón divino es sumamente eficaz,
porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo
borra; pero lo borra desde la raíz no como hacen en la tintorería
cuando llevamos un vestido y borran la mancha. ¡No! Dios borra nuestro
pecado desde la raíz, ¡todo! Por eso el penitente se hace puro, toda
mancha es eliminada y él ahora es más blanco que la nieve incontaminada.
Todos nosotros somos pecadores. ¿Y esto es verdad? Si alguno de ustedes
no se siente pecador que alce la mano. Ninguno, ¡eh! Todos lo somos.
Nosotros pecadores, con el perdón, nos hacemos creaturas nuevas,
rebosantes de espíritu y llenos de alegría. Ahora una nueva realidad
comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva
vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia
divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más. “Pero Padre,
yo soy débil: yo caigo, caigo”, ¡pero si tú caes, levántate! Cuando un
niño cae, ¿Qué hace? Levanta la mano a la mamá, al papá para que lo
levanten. Hagamos lo mismo. Si tú caes por debilidad en el pecado,
levanta la mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. Esta es la
dignidad del perdón de Dios. La dignidad que nos da el perdón de Dios es
aquella de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque Él ha creado al
hombre y a la mujer para estar en pie.
Dice el Salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva
la firmeza de mi espíritu. […] Yo enseñaré tu camino a los impíos y los
pecadores volverán a ti» (vv. 12.15).
Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es aquello de lo cual
todos tenemos necesidad, y es el signo más grande de su misericordia.
Un don que todo pecador perdonado es llamado a compartir con cada
hermano y hermana que encuentra. Todos aquellos que el Señor nos ha
puesto a nuestro alrededor, los familiares, los amigos, los compañeros,
los parroquianos… todos son, como nosotros, necesitados de la
misericordia de Dios. Es bello ser perdonados, pero también tú, si
quieres ser perdonado, perdona también tú. ¡Perdona! Que nos conceda el
Señor, por intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos de
su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)
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