lunes, 30 de agosto de 2021

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 29 de agosto de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy muestra a algunos escribas y fariseos asombrados por la actitud de Jesús. Están escandalizados porque sus discípulos comen sin antes realizar las tradicionales abluciones rituales. Piensan para sus adentros: “Esta forma de hacer es contraria a la práctica religiosa” (cf. Mc 7, 2-5).

También nosotros podríamos preguntarnos: ¿Por qué Jesús y sus discípulos descuidan estas tradiciones? Al fin y al cabo no son cosas malas, sino buenos hábitos rituales, simples abluciones antes de comer. ¿Por qué Jesús no le presta atención? Porque para Él es importante llevar de nuevo la fe a su centro. Este llevar de nuevo la fe a su centro lo vemos continuamente en el Evangelio. Y evitar un peligro, que vale tanto para esos escribas como para nosotros: el de observar las formalidades externas dejando en un segundo plano el corazón de la fe. Nosotros también muchas veces nos “maquillamos” el alma. La formalidad exterior y no el corazón de la fe: esto es un riesgo. Es el riesgo de una religiosidad de la apariencia: aparentar ser bueno por fuera, descuidando purificar el corazón. Siempre existe la tentación de “reducir nuestra relación con Dios” a alguna devoción externa, pero Jesús no está satisfecho con este culto. Jesús no quiere exterioridad, quiere una fe que llegue al corazón.

De hecho, inmediatamente después, llama otra vez a la multitud para decir una gran verdad: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro» (v. 15). En cambio, es «de dentro, del corazón» (v. 21) que salen las cosas malas. Estas palabras son revolucionarias, porque para la mentalidad de la época ciertos alimentos o contactos externos te hacían impuro. Jesús invierte la perspectiva: no daña lo que viene de fuera, sino lo que viene de dentro.

Queridos hermanos y hermanas, esto también nos concierne. A menudo pensamos que el mal proviene principalmente del exterior: del comportamiento de los demás, de quienes piensan mal de nosotros, de la sociedad. ¡Cuántas veces culpamos a los demás, a la sociedad, al mundo, de todo lo que nos pasa! Siempre es culpa de los “otros”: es culpa de la gente, de los que gobiernan, de la mala suerte, etcétera. Parece que los problemas vienen siempre de fuera. Y pasamos el tiempo repartiendo culpas; pero pasar el tiempo culpando a los demás es una pérdida de tiempo. Nos enojamos, nos amargamos y mantenemos a Dios fuera de nuestro corazón. Como esas personas del Evangelio, que se quejan, se escandalizan, discuten y no acogen a Jesús. No se puede ser verdaderamente religioso en la queja: la queja envenena, te conduce a la ira, al resentimiento y a la tristeza, la del corazón, que cierra las puertas a Dios.

Pidámosle hoy al Señor que nos libre de echar la culpa a los demás —como los niños: “¡Yo no he sido! Ha sido el otro, ha sido el otro…”—. Pidamos en la oración la gracia de no perder el tiempo contaminando el mundo con quejas, porque esto no es cristiano. Jesús nos invita a mirar la vida y el mundo desde nuestro corazón. Si nos miramos dentro, encontraremos casi todo lo que detestamos fuera. Y si le pedimos sinceramente a Dios que purifique nuestro corazón, comenzaremos a hacer el mundo más limpio. Porque hay una forma infalible de vencer el mal: empezar a vencerlo dentro de uno mismo. Los primeros Padres de la Iglesia, los monjes, cuando se les preguntaba: “¿Cuál es el camino de la santidad? ¿Cómo debo empezar?”, decían que el primer paso era acusarse a uno mismo: acúsate a ti mismo. La acusación de nosotros mismos. ¿Cuántos de nosotros, durante el día, en un momento del día o en un momento de la semana, somos capaces de acusarnos por dentro? “Sí, este me hizo esto, ese otro..., aquel una salvajada...”. ¿Y yo? Yo hago lo mismo, o lo hago así... Es una sabiduría: aprender a acusarse. Intentad hacerlo, os hará bien. Para mí es bueno, cuando consigo hacerlo, me hace bien, nos hará bien a todos.

Que la Virgen María, que cambió la historia con la pureza de su corazón, nos ayude a purificar el nuestro, superando en primer lugar el vicio de culpabilizar a los demás y de quejarse de todo.

miércoles, 25 de agosto de 2021

JESÚS CONDENA LA HIPOCRESÍA

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 25 de agosto de 2021

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Hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La Carta a los Gálatas informa de un hecho bastante sorprendente. Como hemos escuchado, Pablo dice que hizo una corrección a Cefas, es decir a Pedro, ante la comunidad de Antioquía, porque su comportamiento no fue bueno. ¿Qué había sucedido tan grave para obligar a Pablo a dirigirse en términos duros incluso a Pedro? ¿Quizá Pablo ha exagerado, ha dejado demasiado espacio a su carácter sin saber contenerse? Veremos que no es así, sino que una vez más está en juego la relación entre la Ley y la libertad. Y debemos volver sobre esto muchas veces.

Escribiendo a los Gálatas, Pablo menciona a propósito este episodio que había sucedido en Antioquía años antes. Pretende recordar a los cristianos de esas comunidades que no deben absolutamente escuchar a los que predican la necesidad de circuncidarse y por tanto caer “bajo la Ley” con todas sus prescripciones. Recordemos que son estos predicadores fundamentalistas que llegaron allí y crearon confusión, y también quitaron la paz a esa comunidad. Objeto de la crítica hacia Pedro era su comportamiento en la participación en la mesa. A un judío la Ley le prohibía comer con los no judíos. Pero el mismo Pedro, en otra circunstancia, había ido a Cesárea a la casa del centurión Cornelio, incluso sabiendo que trasgredía la Ley. Entonces afirmó: «Me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre» (Hch 10,28). Una vez que volvió a Jerusalén, los cristianos circuncisos fieles a la Ley mosaica reprocharon a Pedro este comportamiento suyo, pero él se justificó diciendo: «Me acordé entonces de aquellas palabras que dijo el Señor: Juan bautizó con agua, pero vosotros series bautizados con el Espíritu Santo. Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?» (Hch 11,16-17). Recordemos que el Espíritu Santo vino en ese momento a la casa de Cornelio cuando Pedro fue allí.

Un hecho similar había sucedido también en Antioquía en presencia de Pablo. Primero Pedro estaba a la mesa sin ninguna dificultad con los cristianos venidos del paganismo; pero cuando llegaron a la ciudad algunos cristianos circuncisos de Jerusalén – los que venían del judaísmo - entonces ya no lo hizo, para no incurrir en sus críticas. Este es el error: estaba más atento a las críticas, a quedar bien. Y esto es grave a los ojos de Pablo, también porque Pedro era imitado por otros discípulos, el primero de todos Bernabé, que junto con Pablo había evangelizado precisamente a los Gálatas (cfr Gal 2,13). Sin quererlo, Pedro, con esa forma de actuar – un poco así, un poco acá… no claro, no transparente – creaba de hecho una división injusta en la comunidad: “Yo soy puro… yo voy en esta línea, yo debo ir así, esto no se puede…”.

Pablo, en su reproche ­– y aquí está el núcleo del problema - utiliza un término que permite entrar en el fondo de su reacción: hipocresía (cfr Gal 2,13). Esta es una palabra que volverá muchas veces: hipocresía. Creo que todos nosotros sabemos qué significa. La observancia de la Ley por parte de los cristianos llevaba a este comportamiento hipócrita, que el apóstol pretende combatir con fuerza y convicción. Pablo era recto, tenía sus defectos – muchos, su carácter era terrible – pero era recto.  ¿Qué es la hipocresía? Cuando nosotros decimos: atento con ese que es un hipócrita: ¿qué queremos decir? ¿Qué es la hipocresía? Se puede decir que es miedo de la verdad. La hipocresía tiene miedo de la verdad. Se prefiere fingir en vez de ser uno mismo. Es como maquillarse el alma, como maquillarse en las actitudes, como maquillarse en la forma de actuar: no es la verdad. “Tengo miedo de proceder como yo soy y me maquillo con estas actitudes”. Y fingir impide la valentía de decir abiertamente la verdad y así se escapa fácilmente a la obligación de decirla siempre, sea donde sea y a pesar de todo. Fingir te lleva a esto: a las medias verdades. Y las medias verdades son una farsa: porque la verdad es verdad o no es verdad. Pero las medias verdades son esta forma de actuar no verdadera. Se prefiere, como he dicho, fingir en vez de ser uno mismo, y fingir impide esa valentía, de decir abiertamente la verdad. Y así se escapa de la obligación – y esto es un mandamiento – de decir siempre la verdad, decirla donde sea y decirla a pesar de todo. Y en un ambiente donde las relaciones interpersonales son vividas bajo la bandera del formalismo, se difunde fácilmente el virus de la hipocresía. Esa sonrisa que no viene del corazón, ese buscar estar bien con todos, pero con nadie…

En la Biblia se encuentran diferentes ejemplos en los que se combate la hipocresía. Un bonito testimonio para combatir la hipocresía es el del viejo Eleazar, a quien se le pedía que fingiera que comía carne sacrificada a las divinidades paganas para salvar su vida: fingir que la comía, pero no la comía. O fingir que comía la carne de cerdo, pero sus amigos le habían preparado otra. Pero ese hombre con temor de Dios respondió: «Porque a nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga mancha y deshonra a mi vejez» (2 Mac 6,24-25). Honesto: no entra en el camino de la hipocresía. ¡Qué bonita página sobre la que reflexionar para alejarse de la hipocresía! También los Evangelios narran diferentes situaciones en las que Jesús reprende fuertemente a aquellos que aparecen justos en el exterior, pero dentro están llenos de falsedad y de iniquidad (cfr Mt 23,13-29). Si tenéis un poco de tiempo hoy tomad el capítulo 23 del Evangelio de San Mateo y ved cuántas veces Jesús dice: “hipócritas, hipócritas, hipócritas”, y desvela qué es la hipocresía.

El hipócrita es una persona que finge, adula y engaña porque vive con una máscara en el rostro y no tiene el valor de enfrentarse a la verdad. Por esto, no es capaz de amar verdaderamente – un hipócrita no sabe amar – se limita a vivir de egoísmo y no tiene la fuerza de demostrar con transparencia su corazón. Hay muchas situaciones en las que se puede verificar la hipocresía. A menudo se esconde en el lugar de trabajo, donde se trata de aparentar ser amigos con los colegas mientras la competición lleva a golpearles a la espalda. En la política no es inusual encontrar hipócritas que viven un desdoblamiento entre lo público y lo privado. Particularmente detestable es la hipocresía en la Iglesia, y lamentablemente existe la hipocresía en la Iglesia, y hay muchos cristianos y muchos ministros hipócritas. No deberíamos olvidar nunca las palabras del Señor: “Sea vuestro lenguaje: ‘sí, sí’; ‘no, no’; que lo que pasa de aquí viene del Maligno” (Mt 5,37). Hermanos y hermanas, pensemos hoy en lo que Pablo condena y que Jesús condena: la hipocresía. Y no tengamos miedo de ser sinceros, de decir la verdad, de escuchar la verdad, de conformarnos con la verdad. Así podremos amar. Un hipócrita no sabe amar. Actuar de otra manera que no sea la verdad significa poner en peligro la unidad en la Iglesia, por la cual el Señor mismo ha rezado.

domingo, 22 de agosto de 2021

Vivir una relación real y concreta con Jesús

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 22 de agosto de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la liturgia de hoy (Jn 6, 60-69) nos muestra la reacción de la multitud y de los discípulos al discurso de Jesús después del milagro de los panes. Jesús nos ha invitado a interpretar ese signo y a creer en Él, que es el verdadero pan bajado del cielo, el pan de vida; y ha revelado que el pan que Él dará es su carne y su sangre. Estas palabras suenan duras e incomprensibles a los oídos de la gente, tanto que, a partir de ese momento –dice el Evangelio–, muchos discípulos se vuelven atrás, es decir, dejan de seguir al Maestro (vv. 60.66).  Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». (v. 67), y Pedro, en nombre de todo el grupo, confirma la decisión de estar con Él: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Y es una hermosa confesión de fe.

Detengámonos brevemente en la actitud de quienes se retiran y deciden no seguir más a Jesús ¿De dónde surge esta incredulidad? ¿Cuál es el motivo de este rechazo?

Las palabras de Jesús suscitan un gran escándalo. Nos está diciendo que Dios ha elegido manifestarse y realizar la salvación en la debilidad de la carne humana. Es el misterio de la encarnación. La encarnación de Dios es lo que causa escándalo y lo que para esas personas, pero a menudo también para nosotros, representa un obstáculo. De hecho, Jesús afirma que el verdadero pan de salvación, el que transmite la vida eterna, es su propia carne; que para entrar en comunión con Dios, antes que observar las leyes o cumplir los preceptos religiosos, es necesario vivir una relación real y concreta con Él. Porque la salvación ha venido por Él, en su encarnación. Esto significa que no debemos buscar a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, por consiguiente, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida. Y cuando decimos esto, en el Credo, el día de Navidad, el día de la anunciación, nos arrodillamos para adorar este misterio de la encarnación. Dios se hizo carne y sangre: se rebajó a ser hombre como nosotros, se humilló hasta asumir nuestros sufrimientos y nuestro pecado, y, por tanto, nos pide que no lo busquemos fuera de la vida y de la historia, sino en la relación con Cristo y con los hermanos. Buscarlo en la vida, en la historia, en nuestra vida cotidiana. Y este, hermanos y hermanas, es el camino para el encuentro con Dios: la relación con Cristo y los hermanos.

Hoy también la revelación de Dios en la humanidad de Jesús puede causar escándalo  y no es fácil de aceptar. Esto es lo que san Pablo llama la "necedad" del Evangelio frente a quienes buscan los milagros o la sabiduría mundana (cf. 1 Co 1, 18-25). Y este "escándalo" está bien representado por el sacramento de la Eucaristía: ¿qué sentido puede tener, a los ojos del mundo, arrodillarse ante un pedazo de pan? ¿Por qué debemos comer este pan con asiduidad? El mundo se escandaliza.

Ante el prodigioso gesto de Jesús que alimenta a miles de personas con cinco panes y dos peces, todos lo aclaman y quieren llevarlo en triunfo, hacerlo rey. Pero cuando Él mismo explica que ese gesto es signo de su sacrificio, es decir, del don de su vida, de su carne y de su sangre, y que quien quiera seguirlo debe asimilarlo a Él, debe asimilar su humanidad entregada por Dios y por los demás, entonces no gusta, este Jesús nos pone en crisis. Preocupémonos si no nos pone en crisis, ¡porque quizás hayamos aguado su mensaje! Y pidamos la gracia de dejarnos provocar y convertir por sus "palabras de vida eterna". Que María Santísima, que llevó en su carne al Hijo Jesús y se unió a su sacrificio, nos ayude a dar siempre testimonio de nuestra fe con la vida concreta.

miércoles, 18 de agosto de 2021

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 18 de agosto de 2021

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Hermanos y hermanas, ¡buenos días!

San Pablo, enamorado de Jesucristo y que había entendido bien qué era la salvación, nos ha enseñado que los «hijos de la Promesa» (Gal 4,28) – es decir todos nosotros, justificados por Jesucristo-, no están bajo el vínculo de la Ley, sino llamados al estilo de vida arduo en la libertad del Evangelio. Pero la Ley existe. Pero existe de otra manera: la misma Ley, los Diez Mandamientos, pero de otra manera, porque por sí sola no puede justificar una vez que vino el Señor Jesús. Y por eso, en la catequesis de hoy yo quisiera explicar esto. Y nos preguntamos: ¿cuál es, según la Carta a los Gálatas, el papel de la Ley? En el pasaje que hemos escuchado, Pablo sostiene que la Ley ha sido como un pedagogo. Es una bonita imagen, la del pedagogo de la que hablamos en la audiencia pasada, una imagen que merece ser comprendida en su auténtico significado.

El apóstol parece sugerir a los cristianos dividir la historia de la salvación en dos, y también su historia personal. Son dos los momentos: antes de haberse hecho creyentes en Jesucristo y después de haber recibido la fe. En el centro se pone el evento de la muerte y resurrección de Jesús, que Pablo predicó para suscitar la fe en el Hijo de Dios, fuente de salvación y en Jesucristo nosotros somos justificados. Somos justificados por la gratuidad de la fe en Cristo Jesús. Por tanto, a partir de la fe en Cristo hay un “antes” y un “después” respecto a la misma Ley, porque la Ley está, los Mandamientos están, pero hay una actitud antes de la venida de Jesús y después. La historia precedente está determinada por el estar “bajo la Ley”. Y quien iba bajo el camino de la Ley se salvaba, era justificado; la sucesiva – después de la venida de Jesús - va vivida siguiendo al Espíritu Santo (cfr Gal 5,25). Es la primera vez que Pablo utiliza esta expresión: estar “bajo la Ley”. El significado subyacente conlleva la idea de un sometimiento negativo, típico de los esclavos: “estar debajo”. El apóstol lo explicita diciendo que cuando uno está “bajo la Ley” se está como “vigilado” o “cerrado”, una especie de custodia preventiva. Este tiempo, dice San Pablo, ha durado mucho – desde Moisés a la venida de Jesús - y se perpetúa hasta que se vive en el pecado.

La relación entre la Ley y el pecado será expuesta de forma más sistemática por el apóstol en su Carta a los Romanos, escrita pocos años después de la de los gálatas. En síntesis, la Ley lleva a definir la trasgresión y hacer a las personas conscientes del propio pecado: “Has hecho esto, por tanto la Ley – los diez mandamientos – dice esto: tú estás en pecado”. Es más, como enseña la experiencia común, el precepto termina por estimular la trasgresión. Escribe así en la carta a los Romanos: «Porque, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas por la Ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley» (7,5-6). ¿Por qué? Porque ha venido la justificación de Jesucristo. Pablo fija su visión de la Ley: «El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley» (1 Cor 15,56). Un diálogo: tú estás bajo la Ley, y estás ahí con la puerta abierta al pecado.

En este contexto adquiere su sentido pleno la referencia al rol pedagógico desarrollado por la Ley. ¿Pero la Ley es el pedagogo que te lleva dónde? A Jesús. En el sistema escolar de la antigüedad el pedagogo no tenía la función que hoy nosotros le atribuimos, es decir la de sostener la educación de un chico o una chica. En esa época se trataba de un esclavo que tenía el encargo de acompañar al hijo del amo cuando iba donde el maestro y después acompañarlo de nuevo a casa. Así tenía que protegerlo de los peligros, vigilarlo para que no asumiera comportamientos inadecuados. Su función era más bien disciplinaria. Cuando el joven se convertía en adulto, el pedagogo cesaba sus funciones. El pedagogo al que se refiere Pablo, no era el profesor, sino el que acompañaba a la escuela, vigilaba al chico y lo llevaba a casa. 

Referirse a la Ley en estos términos permite a San Pablo aclarar el papel que esta jugó en la historia de Israel. La Torah, es decir la Ley, había sido un acto de magnanimidad por parte de Dios con su pueblo. Después de la elección de Abraham, el otro gran acto fue la Ley: fijar el camino para ir adelante. Ciertamente había tenido funciones restrictivas, pero al mismo tiempo había protegido a su pueblo, lo había educado, disciplinado y sostenido en su debilidad, sobre todo la protección delante del paganismo; había muchas actitudes paganas en esa época. La Torah dice: “Hay un único Dios y nos ha puesto en camino”. Un acto de bondad del Señor. Y ciertamente, como dije, había tenido funciones restrictivas, pero al mismo tiempo había protegido al pueblo, lo había educado, lo había disciplinado, lo había sostenido en su debilidad. Es por esto que el apóstol se detiene sucesivamente al describir la fase de la minoría de edad. Y dice así: «Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, con ser dueño de todo; sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo fijado por el padre. De igual manera, también nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo» (Gal 4,1-3). En resumen, la convicción del apóstol es que la Ley posee ciertamente su propia función positiva – por tanto como pedagogo en el llevar adelante -, pero es una función limitada en el tiempo. No se puede extender su duración más allá de toda medida, porque está unida a la maduración de las personas y a su elección de libertad. Una vez que se alcanza la fe, la Ley agota su valor propedéutico y debe ceder el paso a otra autoridad. ¿Esto qué quiere decir? Que terminada la Ley nosotros podemos decir: “¿Creemos en Jesucristo y hacemos lo que queremos?” ¡No! Los Mandamientos están, pero no nos justifican. Lo que nos justifica es Jesucristo. Los mandamientos se deben observar, pero no nos dan la justicia; está la gratuidad de Jesucristo, el encuentro con Jesucristo que nos justifica gratuitamente. El mérito de la fe es recibir a Jesús. El único mérito: abrir el corazón. ¿Y qué hacemos con los Mandamientos? Debemos observarles, pero como ayuda al encuentro con Jesucristo.

Esta enseñanza sobre el valor de la ley es muy importante y merece ser considerada con atención para no caer en equívocos y realizar pasos en falso. Nos hará bien preguntarnos si aún vivimos en la época en que necesitamos la Ley, o si en cambio somos conscientes de haber recibido la gracia de habernos convertido en hijos de Dios para vivir en el amor. ¿Cómo vivo yo? ¿En el miedo de que si no hago esto iré al infierno? ¿O vivo también con esa esperanza, con esa alegría de la gratuidad de la salvación en Jesucristo? Es una bonita pregunta. Y también la segunda: ¿desprecio los Mandamientos? No. Los observo, pero no como absolutos, porque sé que lo que me justifica es Jesucristo.

domingo, 15 de agosto de 2021

SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 15 de agosto de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz fiesta!

En el Evangelio de hoy, Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María al Cielo, en la liturgia destaca el Magnificat. Este canto de alabanza es como una "fotografía" de la Madre de Dios. María "se alegra en Dios. ¿Por qué? Porque ha mirado la humildad de su sierva", así lo dice (cf. Lc 1,47-48).

La humildad es el secreto de María. Es la humildad la que atrajo la mirada de Dios hacia ella. El ojo humano busca siempre la grandeza y se deslumbra por lo que es ostentoso. Dios, en cambio, no mira las apariencias, Dios mira el corazón (cf. 1 Sam 16,7) y le encanta la humildad. La humildad de los corazones le encanta a Dios. Hoy, mirando a María Asunta, podemos decir que la humildad es el camino que conduce al Cielo. La palabra "humildad", como sabemos, viene del latín humus, que significa "tierra". Es paradójico: para llegar a lo alto, al Cielo, es necesario permanecer bajos, como la tierra. Jesús enseña: "El que se humilla será exaltado" (Lc 14,11). Dios no nos exalta por nuestros dones, riquezas, por las habilidades, sino por la humildad. Dios está enamorado de la humildad. Dios levanta a quien se abaja, levanta a quien sirve. En efecto, María no se atribuye más que el "título" de sierva, servir: es "la esclava del Señor" (Lc 1,38). No dice nada más de sí misma, no busca nada más para sí misma. Solamente ser la sierva del Señor.

Entonces, hoy podemos preguntarnos, cada uno de nosotros en nuestro corazón: ¿cómo está mi humildad? ¿Busco ser reconocido por los demás, reafirmarme y ser alabado, o más bien pienso en servir? ¿Sé escuchar, como María, o solo quiero hablar y recibir atención? ¿Sé guardar silencio, como María, o siempre estoy parloteando? ¿Sé cómo dar un paso atrás, apaciguar las peleas y las discusiones, o solo trato siempre de sobresalir? Pensemos en estas preguntas, cada uno de nosotros. ¿Cómo está mi humildad?

María, en su pequeñez, conquista primero los cielos. El secreto de su éxito reside precisamente en reconocerse pequeña, en reconocerse necesitada. Con Dios, solo quien se reconoce como nada es capaz de recibirlo todo. Solo quien se vacía es llenado por Él. Y María es la "llena de gracia" (v. 28) precisamente por su humildad. También para nosotros, la humildad es el punto de partida, siempre, es el comienzo de nuestra fe. Es esencial ser pobre de espíritu, es decir, necesitado de Dios. El que está lleno de sí mismo no da espacio a Dios, y tantas veces estamos llenos de nosotros, y quien está lleno de sí mismo no da espacio a Dios, pero el que permanece humilde permite al Señor realizar grandes cosas (cf. v. 49).

El poeta Dante se refiere a la Virgen María como "humilde y más elevada que una criatura" (Paraíso XXXIII, 2). Es hermoso pensar que la criatura más humilde y elevada de la historia, la primera en conquistar los cielos con todo su ser, cuerpo y alma, pasó su vida mayormente dentro del hogar, pasó su vida en lo ordinario, en la humildad. Los días de la Llena de gracia no tuvieron mucho de impresionantes. A menudo se sucedieron iguales, en silencio: por fuera, nada extraordinario. Pero la mirada de Dios permaneció siempre sobre ella, admirando su humildad, su disponibilidad, la belleza de su corazón, nunca tocado por el pecado.

Este es un gran mensaje de esperanza para nosotros; para ti, para cada uno de nosotros, para ti que vives las mismas jornadas, agotadoras y a menudo difíciles. María te recuerda hoy que Dios también te llama a este destino de gloria. No son palabras bonitas, es la verdad. No es un final feliz artificioso, una ilusión piadosa o un falso consuelo. No, es la verdad, es la pura realidad, viva y verdadera como la Virgen Asunta al Cielo. Celebrémosla hoy con amor de hijos, celebrémosla gozosos pero humildes, animados por la esperanza de estar un día con ella en el Cielo.

Y recemos a ella ahora, para que nos acompañe en el camino que conduce de la Tierra al Cielo. Que ella nos recuerde que el secreto del recorrido está contenido en la palabra humildad. No olvides esta palabra, y que la Virgen nos la recuerde siempre. Y que la pequeñez y el servicio son los secretos para alcanzar la meta, para alcanzar el cielo.

miércoles, 11 de agosto de 2021

 

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 11 de agosto de 2021

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Catequesis sobre la Carta a los Gálatas 4. La ley de Moisés

Hermanos y hermanas, ¡buenos días!

«¿Para qué la ley?» (Gal 3,19). Esta es la pregunta en la que, siguiendo a San Pablo, queremos profundizar hoy, para reconocer la novedad de la vida cristiana animada por el Espíritu Santo. ¿Pero si está el Espíritu Santo, si está Jesús que nos ha redimido, para qué la Ley? Sobre esto debemos reflexionar hoy. El apóstol escribe: «Si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gal 5,18). Sin embargo, los detractores de Pablo sostenían que los Gálatas tendrían que seguir la Ley para ser salvados. Volvían atrás. Estaban como nostálgicos de otros tiempos, de los tiempos antes de Jesucristo. El apóstol no está en absoluto de acuerdo. No es en estos términos que se había acordado con los otros apóstoles en Jerusalén. Él recuerda bien las palabras de Pedro cuando sostenía: «¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?» (Hch 15,10). Las disposiciones que surgieron en ese “primer concilio” - el primer Concilio ecuménico fue el de Jerusalén y las disposiciones surgidas de ese Concilio eran muy claras, y decían: «Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza» (Hch 15,28-29). Algunas cosas que tocaban el culto a Dios, la idolatría, y tocaban también la forma de entender la vida de ese tiempo.

Cuando Pablo habla de la Ley, hace referencia normalmente a la Ley mosaica, a la Ley de Moisés, a los Diez Mandamientos. Esta estaba relacionada con la Alianza que Dios había establecido con su pueblo, un camino para preparar esta Alianza. Según varios textos del Antiguo Testamento, la Torah – que es el término hebreo con el que se indica la Ley – es la recopilación de todas esas prescripciones y normas que los israelitas deben observar, en virtud de la Alianza con Dios. Una síntesis eficaz de qué es la Torah se puede encontrar en este texto del Deuteronomio que dice así: «Porque de nuevo se complacerá Yahveh en tu felicidad, como se complacía en la felicidad de tus padres, si tú escuchas la voz de Yahveh tu Dios guardando sus mandamientos y sus preceptos, lo que está escrito en el libro de esta Ley, si te conviertes a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma» (30,9-10). La observancia de la Ley garantizaba al pueblo los beneficios de la Alianza y garantizaba el vínculo particular con Dios. Este pueblo, esta gente, estas personas, están vinculadas a Dios y hacen ver esta unión con Dios en el cumplimiento, en la observancia de la Ley. Estrechando la Alianza con Israel, Dios le había ofrecido la Torah, la Ley, para que pudiera comprender su voluntad y vivir en la justicia. Pensemos que en esa época había necesidad de una Ley así, fue un gran regalo que Dios hizo a su pueblo, ¿por qué? Porque en esa época había paganismo por todos lados, la idolatría por todos lados y las conductas humanas que derivan de la idolatría y por esto el gran regalo de Dios a su pueblo es la Ley para ir adelante. En más de una ocasión, sobre todo en los libros de los profetas, se constata que la no observancia de los preceptos de la Ley constituía una verdadera traición a la Alianza, provocando la reacción de la ira de Dios. El vínculo entre Alianza y Ley era tan estrecho que las dos realidades eran inseparables. La Ley es la expresión que una persona, un pueblo está en alianza con Dios.

A la luz de todo esto es fácil entender el buen juego que tendrían esos misioneros que se habían infiltrado entre los Gálatas para sostener que la adhesión a la Alianza conllevaba también la observancia de la Ley mosaica, así como era en esa época. Sin embargo, precisamente sobre esto punto podemos descubrir la inteligencia espiritual de san Pablo y las grandes intuiciones que él ha expresado, sostenido por la gracia recibida para su misión evangelizadora.

El apóstol explica a los Gálatas que, en realidad, la Alianza con Dios y la Ley mosaica no están vinculadas de forma indisoluble. El primer elemento sobre el que se apoya es que la Alianza establecida por Dios con Abraham se basó en la fe en el cumplimiento de la promesa y no en la observancia de la Ley, que todavía no estaba. Abraham empezó a caminar siglos antes que la Ley. Escribe el apóstol: «Y digo yo: Un testamento ya hecho por Dios en debida forma [con Abraham], no puede ser anulado por la ley, que llega cuatrocientos treinta años más tarde [con Moisés], de tal modo que la promesa quede anulada. Pues si la herencia dependiera de la Ley, ya no procedería de la promesa, y sin embargo Dios otorgó a Abraham su favor en forma de promesa» (Gal 3,17-18). La promesa estaba antes que la Ley y la promesa a Abraham, y vino la ley 430 años después. La palabra “promesa” es muy importante: el pueblo de Dios, nosotros cristianos, caminamos en la vida mirando una promesa; la promesa es precisamente lo que nos atrae, nos atrae para ir adelante al encuentro con el Señor.

Con este razonamiento, Pablo alcanza un primer objetivo: la Ley no es la base de la Alianza porque llegó sucesivamente, era necesaria y justa pero primero estaba la promesa, la Alianza.

Un argumento como este pone en evidencia a los que sostienen que la Ley mosaica sea parte constitutiva de la Alianza. No, la alianza está primero, es la llamada a Abraham. La Torah, la ley, de hecho, no está incluida en la promesa hecha a Abraham. Dicho esto, no se debe pensar que san Pablo fuera contrario a la Ley mosaica. No, la observa. Más de una vez, en sus Cartas, defiende su origen divino y sostiene que esta posee un rol bien preciso en la historia de la salvación. Pero la Ley no da la vida, no ofrece el cumplimiento de la promesa, porque no está en la condición de poder realizarla. La Ley es un camino que te lleva adelante hacia el encuentro. Pablo usa una palabra muy importante, la Ley es el “pedagogo” hacia Cristo, el pedagogo hacia la fe en Cristo, es decir el maestro que te lleva de la mano al encuentro. Quien busca la vida necesita mirar a la promesa y a su realización en Cristo.

Queridos, esta primera exposición del apóstol a los Gálatas presenta la novedad radical de la vida cristiana: todos los que tienen fe en Jesucristo están llamados a vivir en el Espíritu Santo, que libera de la Ley y al mismo tiempo la lleva a cumplimiento según el mandamiento del amor. Esto es muy importante, la Ley nos lleva a Jesús. Pero alguno de vosotros puede decirme: “Pero, padre, una cosa: ¿esto quiere decir que si yo rezo el Credo no tengo que cumplir los Mandamientos? No, los Mandamientos tienen actualidad en el sentido de que son los “pedagogos” que te llevan al encuentro con Jesús. Pero si tú dejas de lado el encuentro con Jesús y quieres volver para dar más importancia a los Mandamientos, eso no va bien. Y precisamente este era el problema de estos misioneros fundamentalistas que se mezclaron entre los gálatas para desorientarles. Que el Señor nos ayude a caminar sobre el camino de los Mandamientos, pero mirando al amor a Cristo hacia el encuentro con Cristo, sabiendo que el encuentro con Jesús es más importante que todos los Mandamientos.

domingo, 8 de agosto de 2021

«Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48).

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 8 de agosto de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy, Jesús sigue predicando a la gente que ha visto el prodigio de la multiplicación de los panes. E invita a esas personas a dar un salto de calidad: después de haber recordado el maná, con el que Dios había saciado el hambre a los padres a lo largo del camino a través del desierto, ahora aplica el símbolo del pan a sí mismo. Dice claramente: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48).

¿Qué significa pan de la vida? Para vivir se necesita el pan. Quien tiene hambre no pide comidas refinadas y caras, pide pan. Quien no tiene trabajo no pide sueldos altos, sino el “pan” de un empleo. Jesús se revela como el pan, es decir lo esencial, lo necesario para la vida de cada día, sin Él no funciona. No un pan entre muchos otros, sino el pan de la vida. En otras palabras, nosotros, sin Él, más que vivir, sobrevivimos: porque solo Él nos nutre el alma, solo Él nos perdona de ese mal que solos no conseguimos superar, solo Él nos hace sentir amados aunque todos nos decepcionen, solo Él nos da la fuerza de amar, solo Él nos da la fuerza de perdonar en las dificultades, solo Él da al corazón esa paz que busca, solo Él da la vida para siempre cuando la vida aquí en la tierra se acaba. Y el pan esencial de la vida.

“Yo soy el pan de la vida”, dice. Permanecemos sobre esta bonita imagen de Jesús. Habría podido hacer un razonamiento, una demostración, pero – lo sabemos – Jesús habla en parábolas, y en esta expresión: “Yo soy el pan de la vida”, resume verdaderamente todo su ser y toda su misión. Esto se verá plenamente al final, en la Última Cena. Jesús sabe que el Padre le pide no solo dar de comer a la gente, sino darse a sí mismo, partirse a sí mismo, la propia vida, la propia carne, el propio corazón para que nosotros podamos tener la vida. Estas palabras del Señor despiertan en nosotros el estupor por el don de la Eucaristía. Nadie en este mundo, por mucho que ame a otra persona, puede hacerse alimento para ella. Dios lo ha hecho, y lo hace, por nosotros. Renovemos este estupor. Hagámoslo adorando el Pan de vida, porque la adoración llena la vida de estupor.

En el Evangelio, sin embargo, en vez de asombrarse, la gente se escandaliza, se rasga las vestiduras. Piensan: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?” (cfr vv. 41-42). También nosotros quizá nos escandalizamos: nos sería más cómodo un Dios que está en el Cielo sin entrometerse en nuestra vida, mientras nosotros podemos gestionar los asuntos de aquí abajo. Sin embargo Dios se ha hecho hombre para entrar en lo concreto del mundo, para entrar en nuestra concreción, Dios se ha hecho hombre por mí, por ti, por todos nosotros, para entrar en nuestra vida. Y le interesa todo de nuestra vida. Podemos hablarle de los afectos, el trabajo, la jornada, los dolores, las angustias, muchas cosas. Le podemos decir todo porque Jesús desea esta intimidad con nosotros. ¿Qué no desea? Ser relegado a segundo plano – Él que es el pan-  ser descuidado y dejado de lado, o llamado solo cuando tenemos necesidad.

Yo soy el pan de la vida. Al menos una vez al día nos encontramos comiendo juntos; quizá por la noche, en familia, después de una jornada de trabajo o de estudio. Sería bonito, antes de partir el pan, invitar a Jesús, pan de vida, pidiéndole con sencillez que bendiga lo que hemos hecho y lo que no hemos conseguido hacer. Invitémosle a casa, recemos de forma “doméstica”. Jesús estará en la mesa con nosotros y seremos alimentados por un amor más grande.

La Virgen María, en la cual el Verbo se ha hecho carne, nos ayude a crecer día tras día en la amistad de Jesús, pan de vida.

miércoles, 4 de agosto de 2021

“Con la verdad del Evangelio no se negocia”

https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2021-08/papa-en-la-catequesis-con-la-verdad-del-evangelio-no-se-negocia.html

“El Evangelio es uno solo y es el que Pablo ha anunciado; no puede existir otro”. Lo ha afirmado hoy el Papa Francisco, en su primera Catequesis tras la pausa estiva.

Mireia Bonilla – Ciudad del Vaticano

Tras una breve pausa en el mes de julio, el Papa Francisco ha reanudado esta mañana su tradicional Audiencia General de los miércoles en el Aula Pablo VI. En la Catequesis de hoy, el Pontífice ha continuado con su ciclo sobre la Carta de San Pablo a los Gálatas, la cual – ha dicho – “es el anuncio de Pablo que nos da vida a todos”.

El Papa se ha parado un instante para recordar la figura de Pablo, hombre “entusiasta” con la misión de evangelizar, pues – dice el Papa – “parece que no ve otra cosa que esta misión que el Señor le ha encomendado. Todo en él está dedicado a este anuncio, y no posee otro interés que no sea el Evangelio”. Además, dice Francisco, “el amor, el interés y el trabajo de Pablo es anunciar”, hasta el punto que interpreta toda su existencia como una llamada a evangelizar y a hacer conocer el mensaje de Cristo y el Evangelio.

El anuncio de Pablo, anterior a los Evangelios, es el que nos da vida a todos

“Pablo – prosigue el Papa – no piensa en los “cuatro evangelios”, como es espontáneo para nosotros. De hecho, mientras está enviando esta Carta, ninguno de los cuatro evangelios ha sido escrito todavía”. “Para él – dice el Papa – el Evangelio es lo que él predica, el kerygma, el anuncio de la muerte y resurrección de Jesús como fuente de la salvación”. Un Evangelio que se expresa con cuatro verbos: «que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas: “Este es el anuncio de Pablo, el anuncio que nos da vida a todos” agrega el Papa.

El Evangelio es uno solo

Francisco, en su Catequesis, también cuenta que el apóstol no logra explicarse por qué los Gálatas están pensando en acoger otro “evangelio”. Estos cristianos todavía no han abandonado el Evangelio anunciado por Pablo, pero hay que tener en cuenta que “todavía son principiantes y su desorientación es comprensible”. De hecho – dice el Papa – “no conocen todavía la complejidad de la Ley mosaica y el entusiasmo en el abrazar la fe en Cristo les empuja a escuchar a los nuevos predicadores”. Ante este hecho, el Papa asegura fuertemente que “el Evangelio es solo uno y es el que Pablo ha anunciado; no puede existir otro”.

Sobre la verdad del Evangelio no hay nada que negociar

El Pontífice hoy ha querido dejar claro, al igual que Pablo en su tiempo, que no se puede negociar con la verdad del Evangelio: “O recibes el Evangelio tal como es, tal como ha sido proclamado, o recibes cualquier otra cosa” dice el Papa, “pero no se puede negociar con el Evangelio, no se puede transigir, la fe en Jesús no es moneda de cambio: es salvación, es encuentro, es redención. No se vende barato”.

No hay evangelios “de moda”, el evangelio es siempre una novedad

Por último, el Papa Francisco señala que la comunidad de los gálatas está animada por los buenos sentimientos, está convencida de que escuchando a los nuevos misioneros podrá servir aún mejor a Jesucristo. Incluso empezaron a sospechar del propio Pablo, creyendo que era "poco ortodoxo con respecto a la tradición". Pero la novedad del Evangelio, dice el Papa Francisco, "es una novedad radical, no es una novedad pasajera: no hay evangelios "de moda". La situación vivida por los gálatas es una situación que se repite en todos los tiempos, y por eso, observa Francisco, las palabras del Apóstol son útiles también para nosotros hoy, que debemos saber desenredarnos en el "laberinto de las buenas intenciones".

“Vemos hoy, algunos movimientos que predican el Evangelio a su manera, a veces con sus verdaderos carismas; pero luego exageran y reducen todo el Evangelio al "movimiento". Y esto no es el Evangelio de Cristo: es el Evangelio del fundador, de la fundadora”.

domingo, 1 de agosto de 2021

El Evangelio nos enseña que no basta con buscar a Dios, también hay que preguntarse por qué lo buscamos.

 

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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 1 de agosto de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La escena inicial del Evangelio en la liturgia de hoy (cf. Jn 6,24-35) nos muestra algunas barcas que se dirigen hacia Cafarnaúm: la multitud está yendo a buscar a Jesús. Podríamos pensar que sea algo muy bueno, sin embargo, el Evangelio nos enseña que no basta con buscar a Dios, también hay que preguntarse por qué lo buscamos. De hecho, Jesús dice: "Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado". La gente, efectivamente, había asistido al prodigio de la multiplicación de los panes, pero no había captado el significado de aquel gesto: se había quedado en el milagro exterior y se había quedado en el pan material, solamente allí, sin ir más allá, al significado.

He aquí, una primera pregunta que podemos hacernos: ¿Por qué buscamos al Señor? ¿Por qué busco yo al Señor?¿Cuáles son las motivaciones de mi de, de nuestra fe? Necesitamos discernirlo porque entre las muchas tentaciones que tenemos en la vida, entre las tantas tentaciones hay una que podríamos llamar tentación idolátrica. Es la que nos impulsa a buscar a Dios para nuestro propio provecho, para resolver los problemas, para tener gracias a Él lo que no podemos conseguir por nosotros mismos, por interés. Pero así, la fe es superficial y -me permito la palabra- la fe es milagrera: buscamos a Dios para que nos alimente y luego nos olvidamos de Él cuando estamos satisfechos. En el centro de esta fe inmadura no está Dios, sino nuestras necesidades. Pienso en nuestros intereses, en tantas cosas...Es justo presentar nuestras necesidades al corazón de Dios, pero el Señor, que actúa mucho más allá de nuestras expectativas, desea vivir con nosotros ante todo en una relación de amor. Y el verdadero amor es desinteresado, es gratuito: ¡no se ama para recibir un favor a cambio! Eso es interés; y tantas veces en la vida somos interesados.

Nos puede ayudar una segunda pregunta que la multitud dirige a Jesús: "¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios? (v. 28). Es como si la gente, provocada por Jesús, dijera: "¿Cómo podemos purificar nuestra búsqueda de Dios?, ¿Cómo pasar de una fe mágica, que sólo piensa en las propias necesidades, a la fe que agrada a Dios?". Y Jesús indica el camino: responde que la obra de Dios es acoger a quien el Padre ha enviado, es decir, acogerle a Él mismo, a Jesús. No es añadir prácticas religiosas u observar preceptos especiales; es acoger a Jesús, es acogerlo en la vida y vivir una historia de amor con Jesús. Será Él quien purifique nuestra fe. No podemos hacerlo por nosotros mismos. Pero el Señor desea una relación de amor con nosotros: antes de las cosas que recibimos y hacemos, está Él para amar. Hay una relación con Él que va más allá de la lógica del interés y del cálculo.

Esto es así con respecto a Dios, pero también en nuestras relaciones humanas y sociales: cuando buscamos sobre todo la satisfacción de nuestras necesidades, corremos el riesgo de utilizar a las personas y explotar las situaciones para nuestros fines. Cuántas veces hemos escuchado de una persona: “Pero esta usa a la gente y luego se olvida” Usar a las personas por el interés proprio. Está muy mal. Y una sociedad cuyo centro sean los intereses en lugar de las personas es una sociedad que no genera vida. La invitación del Evangelio es ésta: en lugar de preocuparnos sólo por el pan material que nos quita el hambre, acojamos a Jesús como pan de vida y, a partir de nuestra amistad con Él, aprendamos a amarnos entre nosotros. Con gratuidad y sin cálculo. Amor gratuito y sin cálculos, sin usar a la gente, con gratuidad, con generosidad, con magnanimidad.

Recemos ahora a la Virgen Santa, a la que vivió la más bella historia de amor con Dios, para que nos dé la gracia de abrirnos al encuentro con su Hijo