miércoles, 28 de noviembre de 2018


Última catequesis de los mandamientos
(ZENIT – 28 nov. 2018).- 
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Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy, que concluye el itinerario de los Diez Mandamientos, podemos usar como tema clave el de los deseos, que nos permite volver a recorrer el camino hecho y resumir las etapas cumplidas leyendo el texto del Decálogo, siempre a la luz de la plena revelación en Cristo.
Habíamos empezado con la gratitudcomo la base de la relación de confianza y obediencia: Dios, como hemos visto, no pide nada antes de haber dado mucho más. Nos invita a la obediencia para rescatarnos del engaño de las idolatrías que tienen tanto poder sobre nosotros. En efecto, intentar realizarse a través de los ídolos de este mundo nos vacía y nos esclaviza, mientras que lo que nos da estatura y consistencia es la relación con Aquel que, en Cristo, nos hace hijos a partir  de su paternidad (cf. Ef. 3,14). 16).
Esto implica un proceso de bendición y de liberación, que es el descanso verdadero, auténtico. Como dice el salmo: “En Dios solo el descanso de mi alma; de él viene mi salvación” (Sa62, 2).
Esta vida liberada se convierte en aceptación de nuestra historia personal y nos reconcilia con lo que, desde la infancia hasta el presente, hemos vivido, haciéndonos adultos y capaces de dar el justo peso a las realidades y las personas de nuestras vidas. Por este camino entramos en la relación con el prójimo que, a partir del amor que Dios muestra en Jesucristo, es una llamada a la belleza de la fidelidad, la generosidad y la autenticidad.
Pero para vivir así – o sea, en la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de la autenticidad-necesitamos un corazón nuevo, habitado por el Espíritu Santo (cf. Ez 11,19; 36,26). Yo me pregunto: ¿cómo se produce este “trasplante” de corazón, del corazón viejo al corazón nuevo? A través del don de los nuevos deseos (cf. Rom 8: 6), que se siembran en nosotros por la gracia de Dios, especialmente a través de los Diez Mandamientos que Jesús llevó a su cumplimento, como enseña en el “sermón de la montaña” (cf., 17-48). De hecho, al contemplar la vida descrita en el Decálogo, o sea una existencia agradecida, libre, bendecidora, adulta, defensora y amante de la vida, fiel, generosa y sincera, nos encontramos ante Cristo, casi sin darnos cuenta de ello. El Decálogo es su “radiografía”, lo describe como un negativo fotográfico que deja que su rostro aparezca, como en la Sábana Santa. Y así, el Espíritu Santo fecunda nuestro corazón poniendo en él los deseos que son un don suyo, los deseos del Espíritu. Desear según el Espíritu, desear al ritmo del Espíritu, desear con la música del Espíritu.
Mirando a Cristo vemos la belleza, el bien, la verdad. Y el Espíritu genera una vida que, secundando estos deseos, activa en nosotros la esperanza, la fe y el amor.
Así descubrimos mejor lo que significa que el Señor Jesús no vino a abolir la ley sino a cumplirla, a hacer que creciera y mientras la ley según la carne era una serie de prescripciones y prohibiciones, según el Espíritu esta misma ley se convierte en vida (cf. Jn.. 6, 63, Ef. 2:15), porque ya no es una norma, sino la carne misma de Cristo, que nos ama, nos busca, nos perdona, nos consuela y en su Cuerpo recompone la comunión con el Padre, perdida por la desobediencia del pecado. Y así la negatividad literaria, la negatividad en la expresión de los mandamientos- “no robarás”, “no insultarás”, “no matarás” –ese “no” se transforma en una actitud positiva: amar, dejar sitio a los otros en mi corazón-, todos deseos que siembran positividad. Y esta es la plenitud de la ley que Jesús vino a traernos.
En Cristo, y solo en él, el Decálogo deja de ser una condena (cf. Rom 8, 1) y se convierte en la auténtica verdad de la vida humana, es decir, el deseo de amor -aquí nace un deseo de bien, de hacer el bien- deseo de gozo, deseo de paz, de magnanimidad, de benevolencia, de bondad, de fidelidad, de mansedumbre, dominio de sí mismo. De esos “noes” se pasa a este “sí”: la actitud positiva de un corazón que se abre con la fuerza del Espíritu Santo.
He aquí para lo que sirve buscar a Cristo en el Decálogo: para fecundar nuestro corazón para que esté henchido de amor y se abra a la obra de Dios. Cuando el hombre secunda el deseo de vivir según Cristo, está abriendo la puerta a la salvación que no puede sino llegar, porque Dios Padre es generoso y, como dice el Catecismo, “tiene sed de que tengamos sed de él” (No. 2560).
Si son los malos deseos los que arruinan al hombre (cf. Mt 15, 18-20), el Espíritu deposita en nuestros corazones sus santos deseos, que son la semilla de una nueva vida (cf. 1 Jn 3,9). De hecho, la nueva vida no es el esfuerzo titánico de ser coherente con una norma, sino que la vida nueva es  el mismo Espíritu de Dios que comienza a guiarnos hacia sus frutos, en una feliz sinergia entre nuestra alegría de ser amados y su alegría de amarnos. Se encuentran las dos alegrías: la alegría de Dios por amarnos y nuestra alegría de ser amados.
Esto es  lo que significa el Decálogo para nosotros, los cristianos: contemplar a Cristo para abrirnos a recibir su corazón, para recibir sus deseos, para recibir su Santo Espíritu.
© Librería Editorial Vaticano

domingo, 25 de noviembre de 2018

María nos ayude a recibir a Jesús como rey de nuestra vida. Ángelus del Papa

El Papa habló, en la Solemidad de Jesucristo Rey del Universo, de la realeza de Jesús: «Un rey que con su palabra, su ejemplo y su vida inmolada en la cruz nos ha salvado de la muerte, indica el camino al hombre perdido, da nueva luz a nuestra existencia marcada por la duda, el miedo y las pruebas cotidianas»
Griselda Mutual - Ciudad del Vaticano
Ni la lluvia ni el frío otoñal detuvieron a los fieles que se dieron cita en la Plaza de San Pedro para rezar la oración mariana del Ángelus con el Papa Francisco. Concurrieron en miles – incluidos los numerosísimos grupos de coro provenientes del mundo entero – en el domingo 25 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.

La meta final: la manifestación definitiva de Cristo

En su alocución previa al rezo mariano, el Pontífice explicó que la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, “se sitúa al final del año litúrgico”, y nos recuerda que “la vida de la creación no avanza por casualidad, sino que procede hacia una meta final: la manifestación definitiva de Cristo, Señor de la historia y de toda la creación”. El final de la historia –dijo el Santo Padre - será su reino eterno.
«El pasaje evangélico de hoy nos habla de este reino, el reino de Cristo, el reino de Jesús, narrando la situación humillante en la que se encontraba Jesús después de haber sido arrestado en Getsemaní: atado, insultado, acusado y llevado ante las autoridades de Jerusalén. Y luego es presentado al procurador romano como uno que atenta al poder político, para convertirse en el rey de los judíos. Pilato entonces indaga y en un dramático interrogatorio le pregunta dos veces si Él es un rey».

El reino no se realiza con la revuelta, la violencia y el poder de las armas

Citando el Evangelio del día, el Papa recordó la respuesta de Jesús, quien ante todo responde que su reino “no es de este mundo”, para afirmar luego a Pilatos: “Tú lo dices: Yo soy rey”.
«Es evidente –dijo Francisco - que en toda su vida Jesús no tiene ambiciones políticas. Recordemos que después de la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, habría querido proclamarlo rey, para derrocar el poder romano y restaurar el reino de Israel. Pero para Jesús el reino es otra cosa, y ciertamente no se realiza con la revuelta, la violencia y el poder de las armas. Por eso se había retirado solo al monte a orar. Ahora, respondiendo a Pilato, le hace notar que sus discípulos no combatieron para defenderlo. Dice: ‘Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos’».

Un poder mayor que no se consigue con medios humanos

El Santo Padre expresó que “Jesús quiere hacer comprender que por encima del poder político hay otro mucho mayor, que no se consigue con medios humanos”:
«Él vino a la tierra para ejercer este poder, que es el amor, dando testimonio de la verdad. Se trata de la verdad divina que, en definitiva, es el mensaje esencial del Evangelio: ‘Dios es amor’ y quiere establecer en el mundo su reino de amor, justicia y paz. Este es el reino del cual Jesús es el rey, y que se extiende hasta el fin de los tiempos. La historia enseña que los reinos basados en el poder de las armas y la prevaricación son frágiles y que tarde o temprano se derrumban. Pero el reino de Dios está fundado en su amor y radica en los corazones, confiriendo a quien lo recibe paz, libertad y plenitud de vida».

Permitamos a Jesús ser nuestro rey

Jesús –dijo el Papa- hoy nos pide que le permitamos que Él se convierta en nuestro rey:
«Un rey que con su palabra, su ejemplo y su vida inmolada en la cruz nos ha salvado de la muerte, indica el camino al hombre perdido, da nueva luz a nuestra existencia marcada por la duda, el miedo y las pruebas cotidianas. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él podrá dar un nuevo sentido a nuestra vida, a veces puesta a dura prueba también por nuestros errores y pecados, sólo con la condición de que no sigamos la lógica del mundo y de sus ‘reyes’».
En el final de su catequesis el Obispo de Roma oró para que la Virgen María “nos ayude a recibir a Jesús como rey de nuestra vida y a difundir su reino, dando testimonio a la verdad que es el amor”.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Atención a nuestro corazón, allí nacen los deseos malvados. Catequesis Papa

Tal como lo dijo el Señor Jesús, en el corazón del hombre nacen los deseos malvados y la impureza del hombre, que lleva a la destrucción de su relación con Dios. Por ello hay que "desenmascarar" esos deseos del corazón, abriéndose a la relación con Dios, en la verdad y en la libertad, porque Él es el único capaz de renovar el corazón
Griselda Mutual -Ciudad del Vaticano
Todos los pecados nacen de un deseo malvado. Allí comienza a ‘moverse’ el corazón, y uno entra en esa onda y termina en una transgresión. Pero no es una trasgresión formal, legal, es una trasgresión que hiere a sí mismo y hiere a los demás: fue ésta la advertencia del Papa Francisco, en el miércoles 21 de noviembre, reflexionando sobre el último de los mandamientos del decálogo: «No codiciarás los bienes de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo».
A simple vista – dijo el Papa hablando en español - parece coincidir con los mandamientos: «No cometerás adulterio» o «no robarás». Sin embargo, hay una diferencia. En este epílogo el Señor nos propone llegar al fondo del sentido del decálogo y evitar que pensemos que basta un cumplimiento nominal y farisaico para conseguir la salvación. La diferencia estriba en el verbo empleado: “no codiciarás”; con este verbo se subraya que, en el corazón del hombre —como dice Jesús en el Evangelio—, nace la impureza y los deseos malvados que rompen nuestra relación con Dios y con los hombres.

Necesitamos de Dios para corregirnos

El Papa invitó a tener presente que todos los mandamientos tienen la tarea de indicar "el límite de la vida", más allá del cual "el hombre destruye a sí mismo y a los demás", y arruina su relación con Dios. Y hablando en italiano fue más allá con la explicación, recordando detalladamente las palabras del Señor Jesús en el Evangelio según san Marcos: «es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino... Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre» Mc. 7,21-23. 
En este sentido, precisó que es en vano pensar que uno se puede corregir a uno mismo sin el don del Espíritu Santo: hay que abrirse a la relación con Dios, en la verdad y en la libertad, -dijo -  porque Él es el único capaz de renovar nuestro corazón.
“Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que nuestra debilidad se supera sólo con nuestras fuerzas, en virtud de una observancia externa. Debemos suplicar, como mendigos, la humildad y la verdad que nos pone frente a nuestra pobreza, para poder aceptar que sólo el Espíritu Santo puede corregirnos, dando a nuestros esfuerzos el fruto deseado. Esa verdad es apertura auténtica y personal a la misericordia de Dios que nos transforma y renueva”, aseguró en español. 

Felices los que se abandonan en Dios

Ya concluyendo su catequesis resonó en la boca del Pontífice la bienaventuranza, como para grabar en el corazón de los fieles la importancia de la propia relación con Dios: 
“Bienaventurados los pobres de espíritu; aquellos que, no fiándose de sus propias fuerzas, se abandonan en Dios, que con su misericordia cura sus faltas y les da una vida nueva”.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Con responsabilidad hacia el encuentro definitivo con el Señor”

En el Ángelus del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario y Jornada Mundial de los Pobres, el Papa Francisco invitó a reflexionar “si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado nuestra existencia personal, o si le hemos dado la espalda y hemos preferido confiar en nuestras propias palabras”.

Renato Martinez – Ciudad del Vaticano
“Invocamos la intercesión de la Virgen María, para que la constatación de nuestra temporalidad en la tierra y de nuestro límite no nos sumerja en la angustia, sino que nos haga volver a nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos, hacia nuestro prójimo, hacia el mundo entero”, lo dijo el Papa Francisco en su alocución antes de rezar la oración mariana del Ángelus del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Domingo en el cual la Iglesia celebra la Jornada Mundial de los Pobres y la Dedicación de las Basílicas de San Pedro y San Pablo.

La luz de Jesús, única y nueva, una luz sin fin

En el pasaje del Evangelio de este domingo, señala el Papa Francisco, el Señor quiere instruir a sus discípulos sobre los acontecimientos futuros. “No se trata en primer lugar de un discurso sobre el fin del mundo – afirma el Papa – sino más bien es una invitación a vivir bien en el presente, a estar atentos y siempre listos para cuando se nos llame a rendir cuentas de nuestra vida”.
Las palabras que Jesús dice en los versículos 24 y 25, señala el Pontífice, nos hacen pensar en la primera página del libro del Génesis, la historia de la creación: el sol, la luna, las estrellas, que desde el principio de los tiempos brillan en su orden y traen luz, signo de vida, aquí – precisa el Papa – se describen en su decadencia, mientras se hunden en la oscuridad y el caos, es un signo del fin. “En cambio, la luz que brillará en ese último día será única y nueva: será la luz del Señor Jesús que vendrá en la gloria con todos los santos. En ese encuentro veremos finalmente su rostro en la plenitud de la luz de la Trinidad; un rostro radiante de amor, ante el cual todo ser humano se manifestará también en total verdad”.


La meta de la humanidad: el encuentro definitivo con el Señor

Por ello, el Papa Francisco invita a reflexionar que la historia de la humanidad, como la historia personal de cada uno de nosotros, no puede entenderse como una simple sucesión de palabras y hechos que no tienen sentido. Tampoco puede interpretarse a la luz de una visión fatalista, como si todo estuviera ya establecido según un destino que quita cualquier espacio de libertad, impidiéndonos tomar decisiones que son el resultado de una decisión real.
“En el Evangelio de hoy – señala el Pontífice – Jesús dice que la historia de los pueblos y la de los individuos tiene un fin y una meta que alcanzar: el encuentro definitivo con el Señor. No sabemos ni el tiempo ni la manera en que sucederá; el Señor ha reiterado que nadie sabe, ni los ángeles en el cielo ni el Hijo; todo se guarda en el secreto del misterio del Padre. Sabemos, sin embargo, un principio fundamental con el que debemos confrontarnos: El cielo y la tierra pasarán – dice Jesús – pero mis palabras no pasarán”. El verdadero punto central es éste, afirma el Santo Padre, en ese día, cada uno de nosotros tendrá que comprender si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado nuestra existencia personal, o si le ha dado la espalda y ha preferido confiar en sus propias palabras. Será más que nunca el momento de abandonarnos definitivamente al amor del Padre y de confiarnos a su misericordia.

Vivamos el presente con responsabilidad

 Nadie puede escapar de este momento definitivo, precisa el Papa Francisco, pero la astucia que a menudo ponemos en nuestro comportamiento para dar crédito a la imagen que queremos ofrecer ya no servirá; de la misma manera, el poder del dinero y los medios económicos con los que pretendemos comprar todo y a todos, ya no pueden ser utilizados. “No tendremos con nosotros nada más que lo que hemos logrado en esta vida creyendo en su Palabra: todo y nada de lo que hemos vivido o dejado de hacer”.
Antes de concluir su alocución, el Papa Francisco invitó a que, invoquemos “la intercesión de la Virgen María, para que la constatación de nuestra temporalidad en la tierra y de nuestro límite no nos sumerja en la angustia, sino que nos haga volver a nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos, hacia nuestro prójimo, hacia el mundo entero”.

jueves, 15 de noviembre de 2018

“La Iglesia crece por testimonio, por oración, no por los eventos”


 Se produce en el silencio


(ZENIT – 15 nov. 2018).- El Papa Francisco ha reflexionado en la Eucaristía celebrada esta mañana en la Casa Santa Marta: “La Iglesia crece por testimonio, por oración, por atracción del Espíritu que está dentro, no por los eventos”.
Inspirado por el pasaje del Evangelio según san Lucas, el Santo Padre ha recordado que la Iglesia se manifiesta “en la Eucaristía y en las buenas obras”. Así lo ha dicho en la homilía de la Misa matutina, que ha tenido lugar a primera hora, en la Capilla de la Residencia de Santa Marta, este jueves, 15 de noviembre de 2018, informa ‘Vatican News’ en español.
A pesar de los eventos “ayudan” –ha dicho el Santo Padre– “el crecimiento propio de la Iglesia, la que da fruto, se produce en el silencio, a escondidas con las buenas obras y la celebración de la Pascua del Señor, la alabanza de Dios”.
Así, el Pontífice ha matizado que la Iglesia se manifiesta “en la Eucaristía y en las buenas obras”, si bien, aparentemente, no “hacen noticia”. La Esposa de Cristo tiene un temperamento silencioso, genera frutos “sin ruido”, sin “sonar la trompeta como los fariseos”.
Francisco ha compartido con los fieles presentes en la Misa: “El Señor nos ha explicado cómo crece la Iglesia con la parábola del sembrador. El sembrador siembra y la semilla crece de día y de noche… – Dios da el crecimiento – y después se ven los frutos. Pero esto es importante: primero, la Iglesia crece en silencio, a escondidas; es el estilo eclesial. ¿Y cómo se manifiesta la Iglesia? Por los frutos de las buenas obras, para que la gente vea y glorifique al Padre que está en los cielos – dice Jesús – y en la celebración – la alabanza y el sacrificio del Señor – es decir en la Eucaristía. Allí se manifiesta la Iglesia; en la Eucaristía y en las buenas obras”.
“Que el Señor nos ayude a no caer en la tentación de la seducción. “Nosotros querríamos que la Iglesia se viera más; ¿qué cosa podemos hacer para que se vea?”. Y se suele caer en una Iglesia de los eventos que no es capaz de crecer en silencio con las buenas obras, a escondidas”, ha planteado el Papa.

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